La ventana está abierta de par en par porque es verano en Lima. A su lado en la cama está ella. Sus piernas del color de la arena mojada enredadas entre las sábanas. Mira sus párpados leves, el rostro relajado, el cabello como el aracanto, desordenado sobre la almohada casi blanca, no tan limpia.
Pone los dedos sobre su cintura tibia, mueve su cuerpo. Tal vez ella le ha sonreido (¿le ha parecido?), pero ya no puede verle el rostro. Fija sus ojos en esa espalda, en el camino que quiere seguir. Siente el ritmo acelerado de su corazón. Una brisa entra por la ventana y lo calma. Un chorro los une. Lo que sale de la boca de ella lo hace pensar en el sonido del agua.
Desde algún lugar en la ciudad, no muy lejos de aquella ventana, escucha el canto de un cuculí.
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Esos días en Francia son fragmentos. En uno, ella lo recibe en la oscuridad, en un cuarto universitario en Burdeos. Hace calor dice él y se desnuda. Ella acepta pero dice que solo se van a abrazar. Y sin embargo después ella, en esa cama estrecha donde son dos sombras, le susurra en francés: que todo suceda dulcemente.
También están los fragmentos en casa de sus padres. Uno de ellos es de él, despertando a solas, en una habitación iluminada. Los pies de ella se acercan apurados sobre el piso de madera. Aparece desnuda. No hay nadie, dice. Se coloca sobre él y se supone que lo que sigue es una cópula feroz. Pero no la recuerda.
En el siguiente fragmento montan bicicleta, más allá está el mar dice ella. Se tienden en la hierba, como en una película de Rohmer.
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Es de noche en una casa de Bogotá, no demasiado lejos de la Caracas. Ella y él, casi en silencio. Él es todo ímpetu. Ella lo calma: alguna tía, un padre, rondan cerca (una casa estrecha, en decadencia). La tarde siguiente, ella toma una ducha en un motel del Restrepo. Él admira la silueta debajo del agua, la imagen de sus pechos perfectos mojándose.
Unos días después, viajaron a una finca, en Boyacá. Le ofrecieron aguardiente. Él entendió que era el mismo líquido que lo tumbó inconsciente, años atrás, en una casa cerca de la Javeriana. Se disculpó, y sintió que lo miraban todo el tiempo con prejuicio, hasta que ambos se retiraron hacia la carpa montada sobre un patio, cerca de la casa principal.
Dentro de esa carpa se expandió y ella lo hizo sentirse Dios.
En alguna carta ella le dijo que la finca era de su tío. Que los rebeldes entrarían a matarlo y la finca quedaría vacía para siempre. Al momento de la despedida, en el aeropuerto, ella lloraba. Él se alejaba desconcertado, caminando hacia la puerta de abordaje.
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Antes del puro deseo existió el puro amor. No entendía la posibilidad de un mundo donde él no estuviera dedicado a ella.
Sin embargo, su relación fue una cadena de errores. Por ejemplo: sus viajes en auto hasta Miraflores, buscándola. «Primito», escuchaba anoche en sus sueños. Y recordó cuando le rozaba la mejilla con los dedos en la plaza de Barranco. Sólo eso. Esa piel que deseó tanto. O que creyó desear. Nunca supo cómo.
Recuerda también aquella noche, echados uno al lado del otro, años después, en una habitación oscura del Bronx. Cuando él ya era una persona distinta, mucho peor. Menos dispuesto a equivocarse por amor.
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La buscó porque la memoria de esas horas que pasaron juntos lo obsesionaba. Sin embargo ella no era ni el rastro de esos recuerdos: Fuego, química, dos cuerpos enredados en el último asiento de un autobús. Su espalda oscura, su boca llena de él, sus ojos brillosos y ávidos. La ansiedad con la que ella se bajó las medias y se puso a montarlo.
Y sin embargo, fue un viaje tranquilo.
Después, saciados, los dos se abrazaron mirando la noche entre las cortinas de la ventana, poco antes de llegar a Quito. Se dieron un último beso en la estación.