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¿Cómo escucha la literatura? Se pregunta Marcelo Cohen en Notas sobre la literatura y el sonido de las cosas (Malpaso, 2017).
Y, ahí mismo dice que la literatura “sabe que no captura nada, y no le importa”.
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Pero yo diría que sí captura algo. Un algo. Las visiones periféricas, laterales, del mundo. Y las devuelve a la centralidad de la que han sido vapuleadas por el correr del mundo.
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Eso pasa en magistral (Jekyll & Jill, 2016), de rubén martín giráldez.
Una novela (la que no se lee) que no ya ha devuelto al lenguaje a su neutralidad, sino que, más aun, ha destrozado el código.
La lengua ya no sirve al modo de la estética blanca barthesiana (ese llevar a la escritura a su grado cero) sino como ente vírico, venenoso.
magistral (la novela que no se lee), a fuerza de mover la sintaxis y de desplazar los significados, ha creado un vacío en el mismo centro de la escritura/de la literatura.
magistral (la novela que leemos) es la glosa de esa hecatombe [Pero, también, no ya un ejercicio de crítica literaria o textual sino un experimento formal sobre la estética del gusto: al mismo tiempo un reto, una invitación compasiva y un desaire].
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Porque magistral está compuesta por dos novelas: la que se lee y sobre la que se escribe.
Y procediendo de ese modo, giráldez se garantiza un camino de ida y vuelta.
Porque si la novela que no leemos agota (ha agotado) el mundo de la literatura la novela que sí leemos enaltece (enaltecerá) el ejercicio libre de la escritura y propicia un interesante debate sobre los modos de lectura.
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magistral demuestra aquello que decía Piglia, que solo lo negativo brilla en el lenguaje.
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Pero volvamos al tema de la escucha, de la lectura.
Dice giráldez que la lectura no extingue lo que está escrito. Pero algo aún más importante, la no lectura. ¿Qué pasa con la no- lectura?
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magistral confronta este dilema (no ético sino más bien estructural) desde dos frentes: desde la traducción y desde los lectores imposibles (que, bien mirado, acaban siendo los mismos –aunque con diferente disfraz-).
De un lado, sin código compartido no hay manera posible para la lectura (¿o sí?). De otro lado, se batalla contra la incomprensión de quien no quiere hacer el esfuerzo de ajustarse al código (los no-lectores).
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Ya vamos llegando a lo que quería decir.
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En sus diarios escribe Piglia sobre la invisibilidad de un tono que constituye el sonido de una época y que, eventualmente cristaliza en “un gran escritor” o “un gran libro”. Si extrapolamos esta idea de la invisibilidad atronadora de una modulación de los escritores a la jactancia de una época, nos daremos cuenta de que hay toda una suerte de mecanismos secretos gracias a los cuales el arte (y, en particular la escritura [no la literatura]) es capaz de incidir en una época.
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O sea, respondiendo a la pregunta de Cohen (y continuando con su formulación), diremos que la literatura abre el oído y reforma la lengua para que las palabras vean mejor. Sí. Al tratar de consonar con lo que aparece y suena, las palabras se hacen eco inconsciente de esa “invisibilidad atronadora” de millones de dedos que teclean y manos que escriben en cuadernos (y corazones que laten).
O dicho de otra forma: la literatura, lo que acabamos en convenir como objeto literario, se impregna de esas múltiples escrituras salvajes escampadas por el mundo nocturno de la inmaterialidad recóndita.
Entonces sí, la literatura sí apresa algo: apresa la escritura silente de las circunvalaciones y coadyuva al mundo a ser tal cual es.
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Y aquí contesto también a algo que expone (y de lo que sufre magistral): esa escritura que fía su potencia al verbo, dirigida a quien no nos lee. Pue sí, Rubén, sí llega a su destinatario.
Porque, como decía Marguerite Duras, ya leer es escribir. Lo que pasa es que esas escrituras insomnes del mundo se leen, muchas veces, no con el oído sino con el corazón.
Y no me refiero a un modo sentimental –o epifánico- de percibir la barbarie, sino a algo tan pedestre como el mero flujo –quasipornográfico, sí, esto también- de los instintos y las pasiones primitivas.
Lo cual no es bueno ni malo, sino signo inequívoco de los tiempos que nos ha tocado vivir.
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Así, resumiendo: la literatura sí (siempre) llega a su destinatario, que es el mundo en su conjunto (todas las cosas del mundo), solo que –algunos de- los seres que leen esas cosas del mundo lo hacen de una manera caprichosa, distorsionada e ilógica. Vamos, que no entienden nada de nada. Y, por esa razón, la literatura, en su escuchar(se), no percibe -o así lo parece en muchas ocasiones- nada más que un ruido blanco.