En la primera década de los 2000 asistí a un festival de poesía en una ciudad de provincias alemana. Recuerdo especialmente la actuación de Riesenmachine.de, un grupo de perfopoesía berlinés que había convertido una estantería barata en el “altar de las divinidades cotidianas”. Por ese panteón pululaba, por ejemplo, el dios de las contraseñas olvidadas, una suerte de San Antonio posmoderno. Pero había uno que he recordado estos días especialmente: el dios de la respuesta ingeniosa que se te ocurre con 30 segundos de retraso. Esos 30 segundos que se esfuman, por lo general, para no volver. Y la recuerdo porque hace unos días fue mi cumpleaños y decidimos hacer uno de esos planes para cuatro que tanto nos gustan en mi casa y que a veces, incluso, hasta nos salen bien. Mi hijo pequeño acababa de darnos una muestra más de su extrema afinidad con el surrealismo y se había estado tronchando con Jorge, ese niño ideado por Leonora Carrington en Leche de sueño al que le sale una casa en su cabeza; y con otro que tenía alas en lugar de orejas, lo que hacía que se le volara la cabeza y tuviera que salir tras ella. En una concatenación de asunciones que no pretendo desarrollar, decidimos ir a ver El jardín de las delicias de El Bosco en El Prado, en ese ratito en el que se puede entrar sin más.
Pero este plan no nos salió. Simplemente, no llegamos a tiempo. Por el camino, desde el pueblo a las afueras de Madrid en el que vivimos hasta el Paseo del Prado, nos encontramos con un atasco tras otro, de manera que nuestro plan inicial fue convirtiéndose en un animado picnic entre bocinas. De pronto, ante la exclamación de mi hijo pequeño al ver tanta bandera de España por los balcones –hasta hace pocas semanas, las escasísimas banderas que había visto estaban relacionadas con el fútbol–, mi hija mayor preguntó: “Pero las banderas, ¿son buenas?”. Y fue entonces cuando recordé a aquel diosecillo de la respuesta correcta que llega con retraso, porque en ese momento le respondí un leve “no siempre, depende” antes de explicarle mi visión de la cosa. Hoy, sin embargo, pienso que debería haber contestado que las banderas son como las mariposas en Marosa di Giorgio, o como los pájaros en la película de Hitchcock: una mariposa o un pájaro por sí mismos son coloridos, revolotean, hacen gracia y pueden incluso inflamar algún que otro corazón sensible; y si hay varias de diferentes colores, resulta algo más o menos pintoresco. Pero imaginen ahora una mariposa del tamaño de una fachada, o un cielo cubierto por mariposas, todas del mismo color, formando una cortina que no deja ver el horizonte. En ese caso se convierten en la personificación de lo siniestro, eso familiar que se convierte en desconocido. Y dan miedo.
Hemos hablado mucho de banderas estos días, y me han ido viniendo a la cabeza recuerdos que probablemente hayan llevado a mi hija a formular esa pregunta. Hace tiempo entró en mi despacho y yo estaba viendo un fragmento del juicio contra Eichmann. “¡Habla alemán!, ¿quién es?”, preguntó. En su cabeza, Alemania –ese país al que pertenece la mitad de su familia y cuya cultura ella siente como propia– era intachable, el paraíso terrenal. No le di la respuesta Premium, la de los dos rombos, la XXL; hubiera sido un acto de crueldad gratuito, pero sí le hablé de la Segunda Guerra Mundial, y de cómo había empezado. Su mejor amiga es de familia judía… “¡¿Alemania?!”. Quizás planté –entonces sin proponérmelo– una primera semilla de relativismo cultural.
Hace unos días me preguntó por esa cruz por la que pasamos cada día de camino a casa, la del valle de los caídos (y lo escribo con minúscula porque la única mayúscula que le puedo poner a ese nombre es la vergüenza que me inspira un monumento así). Le dije que era una historia muy triste. “¿Quieres conocerla?”. Quiso. “¿Y no hay un museo allí que les explique a los niños lo que pasó?”. Aún no, no, pero lo habrá algún día.
Hoy, mi hijo pequeño, al volver a ver tantas banderas en los balcones, ha dicho que España juega contra otro equipo cuyo nombre no recuerda, pero que si pierde, ha oído que habrá una guerra. Su padre y yo lo tranquilizamos con una risa nerviosa mientras nos miramos el uno al otro de reojo –con esa falsa seguridad de una partida de mus en la que te juegas el órdago con solo dos cerdos y sin ser mano– y le decimos que hoy, o estos días, o tal vez simplemente a partir de ahora, quizás es mejor que no se ponga ese pantaloncito corto de fútbol con esa diminuta bandera, que de pronto se ha vuelto inmensa. Siniestra. Pero ¿cómo explicarle a un niño que una mariposa puede ser terrorífica, que una inmensa bandada de mariposas nos da miedo a muchos adultos, cuando los niños lo que esperan es que seamos nosotros los que les quitemos el miedo a ellos? Debe de haber un dios para esto en ese altar de contrachapado que es la rutina, pero es tan escurridizo como los salmones. Así que mientras lanzamos la caña una y otra vez, procuramos pensar juntos y relativizar con ellos algunos absolutos. Sin ninguna garantía, pero con la esperanza de que la duda sirva, al menos, como una cierta profilaxis.
Emilia Conejo es licenciada en filología inglesa y editora. Colabora con varias revistas de crítica literaria y creación poética, y ha publicado el poemario Minuscularidades (2015), en Godall Edicions. En la actualidad está cursando el Máster de estudios avanzados en literatura española e hispanoamericana de la Universidad de Barcelona y escribe su memoria sobre poesía contemporánea hispanoamericana.