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¿Cómo mapear un espejismo?

 

(Texto originalmente publicado en el suplemento ABC Cultural el 11 de marzo de 2017)

Decía Alberto Manguel en 1980 que nuestra pobre geografía, limitada a un puñado de continentes y mares, ya no era suficiente para la aventura, y que, después de haber puesto todo en orden y haber dibujado y bautizado cada valle y cada monte, viajar ya no consistía en descubrir, sino en confirmar la información de un mapa. Si esto era en 1980, calculen ahora. En teoría, ya no hay un solo punto de la superficie de la Tierra que permanezca oculto a la visión automática, global, exacta, permanente y nítida de los satélites. No es que todo el planeta haya sido ya cartografiado y nombrado, sino que además ya podemos verlo todo desde casa, mirarlo de verdad, directamente, sin necesidad de representaciones gráficas, en cualquier momento y desde cualquier lugar. Vivimos muy a gusto convencidos de que, por complicada que sea nuestra búsqueda o nuestra pregunta sobre el mundo, siempre habrá una pantalla que responda con imágenes verídicas y datos fiables. Pero esta suerte de hiper-certeza que nos ofrecen las máquinas de visión global como Google, no deja de ser un señuelo más con el que atraernos a un territorio infinitamente más grande, inestable, incierto e indocumentado que nuestro archiconocido mundo físico: la nebulosa de la Red. Aquí sí que yacen dragones, y muchos. Hoy el gran reto de la cartografía es mapear internet. ¿Pero es posible trazar el mapa de un espejismo? ¿Por dónde empezar?

En un pequeño texto escrito para la dOCUMENTA (13), Boris Groys afirmaba que internet jugaba ahora el mismo papel que tradicionalmente han cumplido la filosofía y la religión, es decir, regular nuestro diálogo con el mundo. Las instrucciones para ese diálogo las ponen los buscadores: nosotros les enviamos palabras y ellos nos devuelven contextos. Para Groys, un buscador de internet es una máquina filosófica que funciona a partir de palabras liberadas del yugo de la sintaxis, es decir, mediante la radical disolución de las jerarquías del lenguaje en la igualdad absoluta de todas las palabras. En una pregunta a un buscador, todos los términos tienen la misma importancia, como la tienen todas sus combinaciones.

Así que, para los creyentes en Google, la información es una suma de contextos, es decir, de espacios potenciales de significado a los que habría que saber dar sentido (o quitárselo). Umberto Eco, a quien le gustaba decir que en internet se puede aprender de todo menos la forma de aprender en internet, hablaba de buscar, filtrar, seleccionar y aceptar o rechazar, es decir, de ejercer el sutil arte de decidir qué vale la pena recordar y qué no.

No parece tarea fácil para el flâneur digital, despreocupado y feliz con la sobreabundancia de pasajes y escaparates electrónicos que jalonan su deriva a través de distintas capas de realidad. En el caso de internet, Roland Barthes lo llamaría mejor efecto realidad, una suerte de espejismo cuya materia prima no es lo verdadero sino lo verosímil. Los señores de la Red, que conocen perfectamente el entramado de accesos, experiencias, identidades, afectos, deseos y fantasmagorías de nuestra vida digital, saben que la verosimilitud es el secreto para que no nos sintamos extraños ni desorientados, y nos la inyectan a través de la retórica del tiempo real, la alta definición y la redundancia informativa. Un coctel que a menudo es narcótico

Las mutantes imágenes abstractas que una enorme pantalla mostraba durante la pasada feria ARCO en “Ripple”, instalación reciente del artista Daniel Canogar para el stand de El País, eran precisamente generadas en tiempo real a partir del flujo ininterrumpido de información suministrado por los vídeos de noticias más vistos en la web del periódico. El inicial estado de alerta y atención que el espectador adoptaba ante la saturación informativa, pronto dejaba paso a una especie de claudicación en la que renunciaba a asimilar lo contemplado y simplemente se dejaba hipnotizar por su fulgor incomprensible. El aturdimiento suele ser una buena estrategia para evitar que nos preguntemos de dónde procede la abundancia, quién está detrás de ella, a qué obedece, cuáles son sus intenciones últimas. En el caso de internet, resolver esa pregunta sería una de las misiones de su cartografía. Como en aquellos terribles y lúcidos diagramas de Mark Lombardi que le costaron la vida.

Quizás haya quien piense que la cartografía ha quedado ya solo para vestir metáforas, pero ante la inmensa terra incógnita de internet, hoy la necesitamos más que nunca. Se trata de descubrir por fin quiénes son los dragones y dónde yacen escondidos. Y de aprender a mapear para no ser, obscenamente, mapeados.

«Ripple», Daniel Canogar, 2017

 

 

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