En 2010 el invierno se alejaba y, con el verde de estreno y los primeros olores de las flores en el aire, mi ánimo se caldeaba a la espera del verano y los 15 días de descanso en la playa a finales de junio. Sin embargo, hacía unos dos meses que venía sintiendo que, en contra de mi voluntad, mis palabras se ralentizaban en la boca al ir a pronunciarlas. Siempre corriendo, mi discurso iba también veloz. Hablar ha sido siempre el instrumento más eficaz para mi trabajo y mi vida personal. Hablar, modular, buscar la palabra precisa, el matiz, el tono para convencer, manipular, seducir. Y de repente algo me frenaba.
Vivo en Madrid y cuando comienza esta crónica tenía 49 años. Estudié Geografía e Historia en la universidad y encontré trabajo como secretaria gracias a tener un buen nivel de inglés. Resultona, más bien bajita, de pelo color caoba, con facciones armónicas, dedos largos en manos y pies y caderas anchas. Y coqueta. Fui ascendiendo y llegué a un puesto directivo al cabo de unos años. Tuve amores y desamores hasta que, ya crecidita, conocí a un italiano simpático y arrollador, A, y decidimos vivir juntos y tener hijos. Todo iba a buen ritmo y el futuro, tiempo en el que me encontraba casi siempre centrada, se presentaba muy acogedor. La boda y la hipoteca, todo fue tal y como lo imaginaba. Me quedé embarazada enseguida y, en cuanto pude, buscamos la parejita, que resultó ser niño también. Fueron pasando los años dedicada a mi trabajo, a mi familia y cuidando de cumplir con todo aquello que había imaginado.
En el presente de cada día me despertaba y en el revuelo de las primeras horas llevaba a mis hijos al colegio (entonces de 4 y 6 años). Casi siempre desayunaba mientras conducía. Tenía calculados los minutos, los semáforos, las curvas, el mejor carril por el que avanzar. Un día de tantos nos encontramos a un autobús averiado ocupando casi toda la calle. Yo, rápida, calculé la altura del bordillo y dije en alto mientras metía la primera marcha:
—¡Rezad lo que sepáis!
Maniobré subiendo la mitad del coche a la acera superando el obstáculo. Mientras lo hacía se escuchó la vocecilla de mi hijo mayor, que decía:
—Padre nuestro que estás en los cielos….
Cada mañana tomaba café con S. Rubia de pelo finísimo, cercana a los 50 años, ojos claros y gran amante de los zapatos y el baile. Durante años llegábamos a la oficina con puntualidad, despachábamos los primeros asuntos y, mirando el reloj, procurábamos salir sobre las diez a tomar un café que nos asegurase el buen tono para el resto de la mañana. Hablábamos de nuestra jornada, yo me confesaba un poco, ella se reía y mostraba su talento para relativizar casi todo. No recuerdo el momento exacto en el que me di cuenta que de vez en cuando no conseguía pronunciar bien alguna palabra y de que mi lengua, algo torpe, no lanzaba al aire las palabras a la velocidad que quería. Un día me atreví a preguntarle a S si notaba que hablaba más despacio y que no pronunciaba todas las palabras bien. Me dijo que no. Una o dos semanas después me visitó mi hermana. Es médico. Respondió a la misma pregunta con igual negativa. Sentadas en la cocina, y con un día por delante para compartir, la pregunta y la respuesta se desdibujaron rápidamente. Creo que ninguna de las dos quería aceptar que algo no iba bien.
Sin embargo cada vez sentía más torpeza. Un lunes de finales de marzo, rompí mi rutina habitual y marqué el número de un hospital para pedir cita con un especialista que, suponía, debía saber qué hacer para averiguar qué me pasaba. Un neurólogo. Me dieron cita para el 7 de abril.
Elegí un médico de la sociedad privada de salud que tengo contratada desde que pensé en tener hijos. Un hospital cercano, cómodo y rápido para –siempre pensando en la eficiencia– sacarle el máximo rendimiento al tiempo. Me encontré con una doctora, con ese tipo de expresión que les hace parecer envarados. Le conté lo que me pasaba y por primera vez escuché:
—Resulta obvia su dificultad para pronunciar bien las palabras.
Y me soltó el primer término del vía crucis que empezaba en ese momento: “disartria”. Dijo también que se llegaría a un diagnóstico a base de descartar lo más obvio primero. Yo, muy entera, anoté las pruebas que tendrían que hacerme y volví a la oficina.
Nada más llegar a mi despacho me metí en internet. Empecé a leer. Lo que descubrí me dejó helada: la disartria era indicio de muchas enfermedades: todas ellas incurables, degenerativas, la mayoría mortales. Sentí como si un algo muy ajeno a mí y de fuerza sobrecogedora me hubiera lanzado contra un muro de cemento. Ahí, descoyuntada, no era capaz de recomponer el cuerpo para ponerme de pie. Me quedé encogida. Literalmente. Ante las primeras lágrimas que pugnaban por salir cerré la puerta del despacho y gemí, tapándome la boca y temblando. Se lo conté a S por la intranet de la empresa y seguí llorando. No se lo conté a nadie más. No quería tener a todo el mundo pendiente de mí. No deseaba dar problemas, no quería mostrar debilidad. Cuesta dejar el puente de mando… acostumbrada a hacer tantas cosas solas y a alardear de ello.
Mi vida estaba perfectamente estructurada, encasillada, en una rueda continua. Además, me había casado con un italiano apasionado y lleno de energía, siempre en ebullición, desbordante de planes y de ideas. ¿Demasiado intenso? Hasta su melena negra, abundante y rizada, anunciaba su carácter avasallador. Sus facciones era rotundas, como las de los bustos de los emperadores romanos. Tenía brazos finos y piernas de ciclista, de montañero. Toda esa fuerza se daba de bruces conmigo. Mandona y perfeccionista, a menudo me agobiaba un sentimiento de culpa por no conseguir ver los resultados apetecidos de la educación de mis hijos. Arrebaté la batuta a mi marido que, hijo de otra mujer de carácter y controladora, no opuso resistencia. Me levantaba con la obsesión de ser eficaz: en cada movimiento, en cada decisión, además de trasmitir esa imagen afanosa a los demás. Era una vida llena de obligaciones, y con la sensación constante de no llegar, de que debía hacer siempre más. Si me entraba el desánimo lo resolvía con planes a corto plazo, compras y poco más. Consolándome mientras divagaba sobre un futuro brillante.
Poco después le conté a mi hermana, P, y a su marido, J, también médico, lo que me pasaba. Cedían las costuras de mi férreo control. La inquietud asomaba a través de mis ojos, húmedos mientras detallaba todo lo que había hecho hasta ese momento. Me hablaron con calma. Trataron de darme amparo mediante frases llenas de sensatez. Me dijeron que a partir de ese momento me acompañarían hasta averiguar qué es lo que me ocurría. No me atrevía a meter a mi marido en el torbellino del pánico. Fue todo un capítulo aparte cómo comunicarme con A, que estaba pasando por momentos de tensión máxima en el trabajo. A pesar de ser, como yo, hijo de médico, le disgusta hasta el desmayo escuchar historias de enfermedades y operaciones. Pero todo aquello empezaba a superarme y busqué un momento tranquilo. Lo llamé, cerré la puerta del dormitorio, me senté al borde de la cama y empecé a contarle todo desde el principio, desde mis dudas sobre mi forma de hablar hasta las pruebas que estaban haciéndome. Lloré. Y me abrazó. Le dije, tengo miedo, pánico:
—No quiero morir.
Me abrazó con más fuerza. Se aferró a la idea de que aquello no sería tan serio. Creo que todavía practica esa estrategia mental para no angustiarse.
Frente a mis hijos, entonces de 10 y 12 años, procuraba disimular. Les contamos sin demasiada ceremonia que estaba enferma de la garganta y que los médicos me estaban haciendo pruebas. Cada uno reaccionó según su personalidad. El mayor adoptó la posición de “no pienso, no pregunto, sigo adelante”, muy parecido –en eso y en otras cosas- a su padre. Poco después, el pequeño me preguntó en dos ocasiones:
—Pero…, ¿te vas a morir?
Se me hizo un nudo en la garganta. Le di una respuesta de madre:
—Algún día, pero desde luego hoy no,
mientras le hacía cosquillas y me reía. Luego me levantaba, me iba tranquilamente a mi habitación donde lloraba en silencio y ya no me levantaba ni para cenar. De todas las angustias que pasaban obsesivamente por mi cabeza, las peores tenían que ver con mis hijos y como les afectaría todo aquello. Acostumbrada a ser la jefa de todo me preguntaba una y otra vez: cómo podrían vivir sin mí.
Abril, mayo, junio… Montones de pruebas, bastantes con agujas de por medio. Sudé, lloré, respiré y volví a llorar. A partir de ahí empecé a buscar más apoyo, a dejarme ayudar, acompañar. No más bravuconería para ir sola a ver a médicos y a pasar exámenes, para mirar de frente al miedo. Al principio contaba las pruebas. Luego me faltaron dedos y ganas. Lloraba y me escondía. Y me mantenía firme frente a los demás. Algún día me animaba, cuando me decían que no había nada sospechoso en mi garganta, en mis oídos. Luego, mucho más tarde, me di cuenta de que mi hermana casi rezaba para que me descubrieran un bulto que se pudiera extirpar. Ya había hablado con una amiga neuróloga y sabía el camino que recorrería si la enfermedad no estaba provocada por algo que se pudiese solucionar con un bisturí.
Mientras los médicos trataban de fijar el diagnóstico después de la primera tanda de pruebas, me sugirieron que tomara un medicamento para averiguar si la causa de mi mal era una enfermedad que –a pesar de ser incurable- me dejaría seguir a cambio de medicarme de por vida: miastenia. Empecé a tomar aquellas pastillas y comencé a explicar a amigos, a mis colegas, a mi jefe… por lo que estaba pasando. Siempre con un tono optimista, siempre mostrándome fuerte. Pero era la gran mentira. No tenía fuerzas para contárselo a mis padres. Me temblaba la voz solo de pensar en su reacción. Casi me sentía culpable del sufrimiento que les iba a causar. Seguí con mi vida, tomándome aquellas pastillas que me producían diarrea. Mis amigos empezaron a decirme:
—Estás hablando mucho mejor
Yo me animaba pensando que íbamos por buen camino. En mayo canté por última vez con mis hermanos. Fue en la primera comunión de mi ahijado. No podía modular la voz. Me agotaba. Pero elegí un traje de chaqueta que me sentaba bien, una flor y los tacones (me encantan), y procuré demostrar, como siempre, que yo controlaba la situación.
Un mes más tarde tuve que admitir que no había mejoría con esa medicación. La neuróloga escribió en un papel moto-neurona y pidió más pruebas. Volví a asomarme a internet y empecé a sentir cómo subía el nivel la angustia. El corazón me latía más fuerte. Respiraba cada vez peor: “Un máximo de 18 meses de vida”, leí. No respiraba. No pestañeaba. Me temblaban las manos.
Dormía poco y mal. Pasaba muchas horas en el salón con la televisión encendida. Era una forma de dejar la mente en blanco. Iba a la oficina, tomaba café, y se me saltaban las lágrimas casi todos los días. S seguía escuchándome y recogiendo mis suspiros. Siempre a mi lado, sin hacer ruido, pero firme. Siempre presente. Una o dos veces al día, cuando notaba que el aire no me llegaba con fluidez a los pulmones y el pulso se me aceleraba, salía a caminar con rabia, como si quisiera dejar marcas en las aceras. Decidí no leer más. Ya sabía suficiente. La neuróloga me recetó un antidepresivo y me dijo que seguiría observándome mientras evolucionaban los síntomas que permitieran hacer un diagnóstico en firme. Ocurrió un jueves. No lloré en la consulta cuando terminamos la primera electromiografía y me dijeron que no se percibía señal clara de moto neurona
—… de momento…
Solté la respiración contenida, y sonreí. Compré los medicamentos y me fui a casa. Ese fin de semana fue horrible. No conseguía formular ninguna idea positiva. Sentía una náusea constante que no me permitía comer nada. Yo, que soy más bien tragona y disfruto comiendo, recuerdo haber tenido media galleta en la mano sin conseguir terminar de mordisquearla en todo el día. No podía dormir, no podía comer. No podía distraerme. Respiraba mal. Solo pensaba en mi funeral, en mis hijos y en mi marido llorando. En mi testamento y el dolor que todo eso produciría.
El lunes me presenté en la consulta de la neuróloga sin haber pedido cita. Llegué con la resaca de no haber dormido bien ninguna noche desde el jueves. De no haber comido. Estaba mareada, con ojeras y mucha angustia. Me senté a esperar mi turno. La neuróloga salió un momento y le expliqué cómo estaba. Levantó una ceja y después de un silencio que me pareció larguísimo, me dijo:
—¿Qué pretende que haga yo? Ahora no le puedo atender. Si quiere, espere al final de la mañana.
Esperé más de dos horas ahí sentada, con el cuerpo derramado en el asiento y la cabeza apoyada la cabeza en la pared, mientras no reprimía alguna lágrima, que salía a su antojo para reducir la presión interna. Finalmente me recibió, cortante. De forma entrecortada, entre llantos, le conté cómo había pasado los tres últimos días. Le dije que no dormía pensando en mi muerte, en mis hijos, en mi marido. Me dijo que no sabía que estaba casada y que tuviera hijos, pero que lo único que podía hacer era mandarme a un psicólogo. Creo que reaccioné con un poco más de energía, enfada. Recuerdo haberle respondido que eso sabía hacerlo sola. Sin embargo, todavía le pregunté:
—¿Y no podría cambiarme el antidepresivo? Porque quizás es eso lo que me está produciendo este malestar.
—Mire, yo no conozco otros medicamentos de este tipo. Tiene que habituarse.
Sentí cómo mis ojos llorosos se tensaban y la miraban directamente. Pensé en lo poco que le interesaba mi estado, francamente lamentable. No he vuelto a verla.
Mi hermana me llamó por teléfono. Al percibir mi estado de fragilidad y miedo, me dijo que pidiese cita urgente con otro neurólogo, uno que me habían recomendado. Me recordó sus datos. Su idea era encontrar a un médico que aceptara el reto de ser un buen director de orquesta hasta encontrar un diagnóstico y, todo eso, sin dejar de mirarme francamente a los ojos. Así lo hice. Tuve suerte. Me recibió ese mismo día a última hora de la tarde. Este médico tenía muchas más tablas y consiguió serenarme. Algunas de sus frases fueron:
—Lo primero, recuperar su situación anímica. Tome un ansiolítico y deje el antidepresivo por el momento. Me voy a estudiar todas las pruebas que me ha traído. Tranquilícese. A mí no me parece moto-neurona. Diga perro.
—Perrrrro, dije arrastrando un poco las erres.
—¡Bien! No conozco a ningún enfermo de moto-neurona que pueda pronunciarlo.
Llegué a mi casa más animada y me comí un filete de pollo y, de postre, el ansiolítico. Dormí y a partir de ese día empecé a recuperar la verticalidad. Casi sin darme cuenta empecé a luchar.
Busqué una logopeda. Me recomendaron una cerca de casa. M es una gran persona. Me enseñó a respirar. A respirar de verdad. Viendo mi fragilidad, me recomendó una psicóloga que a su vez me enseñó a encontrar las telarañas, a reconocer mis miedos –soledad, ira, tristeza–, a ponerme delante del espejo y a mirarme de frente. Lloraba muchas veces. Hipaba. Empecé por la niñez, pasé inevitablemente por mis padres –capítulo extenso–, mis hermanos, mis amigos, mis amores… Al final llegas entender un poco mejor quién eres. A partir de ahí, construir es posible.
Estuve esperando tres semanas a que me llamara el médico para comentarme qué le habían parecido las pruebas. Sin éxito. Debía estar muy ocupado, y lo digo sin resquemor. Las cosas son así. Pero estaba muy necesitada de no parar en la averiguación de lo que me ocurría. Por si todavía se podía hacer algo para remediarlo. Llegó junio, las vacaciones que cada años esperaba con ilusión. Esta vez no estaba en forma. Pero aún así nos fuimos. Me sentía débil y temerosa. Sentía en la garganta una protuberancia que en realidad no tenía. Llegamos al apartamento que habíamos alquilado y me derrumbé a pesar de que el mar se veía desde la terraza. Me dejé caer en la cama y lloré. Mi marido se llevó a los niños a comer a un restaurante y yo me quedé tirada, sin voluntad de nada. Pero poco a poco, día a día poco fui restableciendo mi temperatura vital. Iba a la playa, nadaba… Explicaba –¡qué tortura!– a los amigos de todos los años lo que me pasaba y escuchaba –¡qué tortura!– lo que les había pasado a ellos o a sus amigos…. Pero el mar consiguió serenarme. Tomaba fotos de las olas con el mar revuelto y ruidoso. Me pasaba largos ratos ahí, oliéndolo, escuchándolo, mirándolo sin prisa. Eso me permitió empezar a reflexionar con calma. Una experiencia nueva. La segunda semana apareció mi hermana con sus hijos para apoyarme.
Para entonces mi hermano D, siempre muy ejecutivo con gesto concentrado y corazón tierno, había entrado en el torbellino de la emergencia. Consiguió una cita urgente con un celebrado neurólogo al que le había pedido que no parase hasta que hubiera revisado todas las pruebas posibles y consiguiera un diagnóstico. Fuimos en el AVE a Madrid y nos atendió este médico, entrado en años, delgado y elegante, de voz suave y segura. Nos explicó la complejidad del cerebro que impide realizar pruebas diagnósticas como en otros órganos, y que su colaborador era precisamente un experto en este tipo de enfermedades. Nos aseguró que, sin la menor dilación, me volverían a hacer todas las pruebas hasta asegurarse de descartar realmente todo y poder llegar a un diagnóstico final. Afortunadamente mi seguro cubría cualquier contingencia hasta un 80 por ciento. Respiré hondo y me entregué a la causa. Volvimos a la playa y finalizamos las vacaciones algo más sosegados.
Mi hermana P se empeñó en acompañarme a todas las citas, lo que le suponía trabajar, conducir 250 kilómetros hasta Madrid, acompañarme, y regresar a su casa por el mismo trayecto. Siempre ha sido una mujer heroica. Tiene ojos color miel tostada y su melena es pelirroja, rizada y larga. De nariz fina, sus manos son pequeñas y su piel clara y pecosa. Compartimos niñez, adolescencia y sobre todo juventud. Llena de talento para la música, la pintura, la medicina, el canto y el baile (por no agotar la larga lista), lo único que no tiene muy desarrollado es el instinto de supervivencia emocional. Imagino que de tanto darse a los demás y –me temo– sentirse frustrada por la imperfección del mundo y sus habitantes (ella la primera, como suele decir). Lloramos juntas en el bar de la clínica delante de algunos cafés con leche. Me abrazaba a ella y le murmuraba al oído:
—Tienes que aprovechar cada día.
Lo peor de aquellos meses de verano no eran las pruebas sino las visitas al médico, que me obligaban a enfrentarme a la realidad cruda. Un día salí llorando –he derramado agua en cantidades incalculables– de la clínica. Todo seguía apuntando a la famosa moto-neurona. Me iban a hacer una punción lumbar para descartar otro tipo de dolencias. Era el final del verano y hacía calor, aunque poco me importaba eso. Iba con mi hermana P y mi cuñado, J, su marido. Castellano casi típico, de pocas palabras, pero siempre densas, me cogió por los hombros y casi me clavó en el asfalto que ardía:
—Esto es lo que hay.
Le miré casi incrédula, hundida por mi llanto, con los hombros temblorosos, las pestañas mojadas. Le debí fulminar con la mirada. Pero él siguió firme, sin inmutarse. Lo insulté por dentro y seguí caminando hacia el coche. Pero aquello, dicho así, a quemarropa, se quedó enganchado en mis oídos y dio frutos poco a poco.
Así que esto es lo que hay y algo habrá que hacer. ¿Cómo se puede vivir con el pánico agarrado a tu garganta, a tus articulaciones? ¿Cómo cambiar mi estrategia para animarme, pensando siempre en el futuro, si precisamente el futuro se desdibujaba y me torturaba?
Volviendo la mirada a lo que hay. No a las pérdidas, o a lo que nunca tuve. Sino a lo que existe y podía tocar. No tenía dolores. Me sentía apoyada. Tenía una familia y amigos estupendos, y empezaba a aprender a pedir ayuda, que me daban con facilidad y alegría. Pero lo más importante que descubrí entonces fueron las ganas de vivir y de disfrutar.
Las pruebas descartaron un sinfín de enfermedades. Al mismo tiempo no mostraban con exactitud absoluta los síntomas de moto-neurona. Me di cuenta de que esa duda, ese no saber de los médicos, me resultaba cómodo para apoyarme. Solía decir cosas como:
—Es que en neurología se sabe tan poco… No se conoce la causa de todo este tipo de enfermedades. Quizás no lleguen a tener un diagnóstico claro.
El médico me recomendó tomar un medicamente que podría –caso de padecer de moto-neurona– retrasar su avance. Decidí no tomarla, abrazada a la idea de “no saben lo que tengo” y “si la tomo es como aceptar que tengo esa enfermedad”. Fui poco a poco aprovechando los momentos de serenidad y de alegría que conseguía sentir.
Ante la sospecha de que mis amigos me estaban preparando una fiesta sorpresa por mi 50º cumpleaños, respondí organizando un baile con dos amigas cómplices al son de ABBA. Estaba peinada y maquillada, con pestañas postizas, tacones altos y boa de plumas cuando mis amigos irrumpieron en el salón al grito de “¡sorpresa!”. Los que habían conspirado para sorprenderme acabaron sorprendidos. Aunque seguía llorando algunas veces, pasé unas Navidades muy agradables. Cada vez eran más los días serenos y con una sonrisa en la cara que los de temblores y llantos.
En la revisión del mes de marzo los resultados fueron similares. Más tranquila, decidí empezar la medicación. Para ello tuve que ir al médico de la Seguridad Social, ya que se trata de un medicamento que solo se puede adquirir en la farmacia del hospital. Otro pequeño martirio. Fue en abril (un año después de la primera cita). Otra vez tener que encajar la mirada de un médico. Cuando escuchó mi voz lenta, pero aún inteligible, repitió aquello de:
—A mí no me parece voz de moto-neurona. Vamos a repetir la resonancia…
La cita para la resonancia tardó algo más de un mes. Ya empezaba a acostumbrarme a vivir en la incertidumbre, que era más cómoda que el pánico. A la siguiente cita le pedí a mi marido que me acompañara y vino dándome la mano y algo más. Sentados mientras buscaban el expediente y las pruebas, esperamos sin separar los dedos, enredados y apretados. Tensos. Por fin, consiguió encontrar la documentación y dijo:
—Mmmm, no hay nada, efectivamente –sacó el sobre con las notas de los radiólogos–. Mmmmm, efectivamente. Vista esta prueba y según lo que me ha contado usted que han descartado mis colegas, efectivamente el diagnóstico es ELA. ¿Sabe algo de esta enfermedad?
Pues sí. Ya sabía que era una enfermedad de moto-neurona. Con lágrimas copiosas, respondí que sí, moviendo la cabeza. Me dio recetas para la medicina y me ofreció apoyo psicológico del hospital para mí y para mis familiares más cercanos. Casi no le escuchaba. Le extendí la mano a modo de despedida porque solo quería salir de allí para poder llorar a gusto en brazos de A. Y así lo hicimos. Los dos.
Hubo una consulta más con el médico privado. Mi hermana le pidió que investigara cualquier posibilidad que existiese en Estados Unidos, Australia o Japón para ensayos clínicos. Él, siempre amabilísimo, no respondió a los e-mails de mi hermana. Resultaba algo embarazoso. Ella no se quedó conforme e investigó qué hospital en España trataba esta enfermedad con más dedicación y consiguió hablar con la encargada del Departamento de ELA en el Hospital Carlos III de Madrid. Fue un gran cambio. Enorme. Te conocen por tu nombre, te miran a los ojos, te facilitan todo lo disponible en apoyo fisioterapéutico, psicológico, médico. Están en conexión permanente con otros grupos a nivel mundial. Dirigen ensayos clínicos y te citan sin hacerte pasar por burocracias o dificultades.
Ese verano mi hermana se encargó de comunicar a mis padres lo de la enfermedad. Les afecto, lógicamente, mucho. Pero rompió algunos diques que me permitieron comunicarme mejor con ellos.
Tengo ELA (esclerosis lateral amiotrófica) que es una enfermedad neurodegenerativa incurable y, debido a las complicaciones que se van generando, mortal. Es cierto que cada paciente es muy diferente y se desarrolla de forma bastante personalizada. Yo me aferro a la idea de tener suerte y poder vivir más años de la media, qué está entre los dos y los cinco años a partir del diagnóstico.
Este es un asunto que se vive en completa soledad. Acompañada, pero en soledad. Más en mi caso, porque los músculos más afectados son la lengua, los labios, el paladar… y poco a poco he ido callando más y más. ¡Callando yo, que era parlanchina y consideraba el mayor de los placeres una buena tertulia! La familia y los amigos están siempre ahí, generosos y cálidos. Pero conviene hacer hincapié en la idea de la soledad de la que hablo. Se basa en un hecho simple y contundente. Cada uno, de forma individual, solo, ha de tomar la decisión de cómo afrontar algo como esto. Ser capaz. Es una conversación que ha de sostener a solas uno consigo mismo. Se lleva a cabo a base de ejercitar el pensamiento, dirigiéndolo de forma constructiva. No se trata de poner la fuerza de voluntad a mil revoluciones. Ni mucho menos de resignarse. Se trata de pensar en cada aspecto de la situación. De lo que hay: La idea del silencio, el miedo a la invalidez, el pánico a la muerte. Se consigue forjar una actitud que es la que se instala en nuestra expresión diaria y captan los demás. Eso va inspirando nuevas ideas para disfrutar cada día de todo lo que se puede hacer. Se trata de decidir vivir y disfrutar al máximo de lo que se tiene. De lo que existe.
Septiembre de 2012. Hoy, después de muchos días, por fin ha hecho algo de fresco en Madrid. Se preparan lluvias, que todos deseamos después de un verano seco y caluroso. También hoy he pasado revisión con el equipo multidisciplinar del Hospital Carlos III. La enfermedad sigue su evolución, pero a paso lento. No se perciben cambios importantes desde la última vez, hace algo más de tres meses. Lo más evidente de mí día a día es que cada minuto cuenta. Pero ya no cuento los minutos. Trabajé hasta que pude a principios de este año. Mis compañeros y mis jefes me apoyaron mucho y bien. Hay más armonía en casa que antes del diagnóstico. Mis hijos crecen y asumen lo que hay, aunque no les asustamos con pronósticos: Solo les enseñamos a asumir la realidad presente. Lo que hay. Algunos amigos han sabido estar ahí y me siguen y persiguen con sabiduría y delicadeza. Mi padre, que nunca supo cómo hablarme, ahora ha descubierto cómo hacerlo, y hasta se pone tierno. Me alegro de que no me duela nada. Me siento un poco más lista. Lloro de vez en cuando porque no hablar, no cantar, es duro. Me centro en lo que puedo y me esfuerzo en no evocar lo que echo de menos.
Reflexionar sobre la muerte cuando la sientes cerca es muy duro. Pero tener tiempo para ir asumiéndola es un lujo. Cada vida es la crónica de una muerte anunciada. Ahora bromeo y hablo de la reencarnación, porque el buen humor es un compañero francamente útil y divertido. Pero es duro, y hay que avanzar con bastones y con cuidado de no romperse. Mis hijos sufrirán cuando previsiblemente muera en un periodo de tiempo corto (“todo es corto hasta los 99”, digo yo) o, dependiendo de cómo se desarrolle la enfermedad, se me paralicen otras partes del cuerpo. Lo mismo le pasará a mi marido, a mis amigos. Pero no cambiaría haber parido a estos dos fabulosos hijos porque tengan que sufrir algo así.
—Forma parte de la vida, la muerte, digo.
Nadie sabe cuándo y cómo, y aunque a veces tengamos más pistas, más datos sobre eso, aún así, seguro que me sorprende. Está anunciada, pero la función se presentará cuándo y cómo quiera. Yo no la estoy esperando. Tengo más cosas que hacer.
Madrid, septiembre de 2012
MIGC nació en México en 1960. A los 18 años se trasladó a España y estudió Geografía e Historia en la Universidad Complutense de Madrid. Trabajó en el sector de logística internacional, hasta que la enfermedad le obligó a retirarse a los 51 años de edad. Este texto ha sido escrito dentro del Taller de Periodismo Literario que imparte Doménico Chiappe
Apéndice escrito a comienzos de junio de 2013
Me pregunto cómo es posible que la enfermedad que me hace temer una invalidez y muerte tempranas no me haya ganado la partida de disfrutar del presente y no rendirme a una fácil y hasta justificada depresión. Hasta el punto de que hay cosas del día a día que me importan mucho más que el haber sacado este número de lotería con el premio gordo de probar demasiado pronto… ¿la vida eterna?
Así, cuando estoy con amigos, más allá de un simple saludo, cuando entramos en tertulia y se roza el tema de mi enfermedad, los encuentro a ellos casi más pesimistas que yo. Me pregunto si la serenidad conseguida no es más bien un punto de ingenuidad bobalicona o terquedad supina en seguir aquí el mayor tiempo posible. Esto último suena heroico, y sin embargo creo que no es mucho más que respuesta genética básica grabada en el ADN de la especie: pelear por sobrevivir. Un poco como la historia de los náufragos.
Me sorprendo sonriendo al contabilizar las renuncias tragadas, en seco, como una píldora que le cuesta superar el velo del paladar y nos hace toser y agitarnos mientras el sabor de la química invade toda la boca…
No hablar bien, cansarme al hablar, no poder ya hablar. Tragar con algo de dificultad, sentir que me ahogo por una gota de saliva o un trocito de comida, renunciar a alimentos que me encantan. No poder correr, no poder caminar rápido… Todo pesa mucho más, me cuesta mucho incorporarme, me cuesta más y más, necesito apoyo. No poder besar con fuerza. No poder cantar, no poder silbar, no poder sonreír (de verdad). No poder bailar salvajemente. No atreverme más a escoger los tacones altos, descarados, si temo enfrentarme a un camino de mas de diez minutos. Aprender a no poder ser espontánea en mi expresión. Aprender a hacer todo más despacio. Aprender a vivir con el miedo, domesticarlo, mirarlo de frente para luego desinteresarme de tan aburrido paisaje. No perder la paciencia cuando no me entienden y me hablan en inglés o muy despacio y vocalizando para que les lea los labios. Suma y sigue. El orden de las renuncias es lo de menos. Lo verdaderamente curioso son los cambios en la percepción del valor de las cosas. Del tiempo. De la ambición, del amor, de la frustración.
Nueva atalaya desde donde asomarse. Me siento y me doy cuenta de que estoy mucho más alta. Y que hay más personas en la cumbre. Abajo veo en tamaño muy reducido muchos de los problemas que antes podían torturarme sin descanso. Sin embargo soy mucho más consciente del viento suave, de la luz, del color, de la naturaleza, de las palabras, de los amigos, de mi familia. De los abrazos, de las caricias, de las miradas. De la torpeza, del miedo, de la tensión. De la música, de la pintura. De los sabores y de los olores.
No he alcanzado ningún nirvana. Me irritan aún demasiadas cosas y siento tristeza, enfado, alegría y pasión como antes. Es solo que todo se ve mejor cuando la posición es más alta, cuando inevitablemente has elevado la perspectiva. Seguimos. Me apetece.