JULIO
Hoy he visto el mar por última vez. Cada día, nada más levantarme, salgo al balcón y me asomo para comprobar que sigue ahí. Y me recuerda que, al final, nosotros tendremos que irnos y él se quedará. Mañana volvemos a casa y él seguirá indiferente con su runrún hasta el año que viene, y al otro y al otro, hasta que ya no queden mañanas desde donde mirar ni memoria para saber si, efectivamente, habrá una próxima vez.
Dejamos pasar los días con la ilusión temeraria de los niños pidiendo a risas y gritos repetir el salto mortal que nos lanza al cielo para caer confiados en los brazos de la vida.
¡Otra vez!, celebramos, ¡otra vez!, exigimos, ¡y otra!, felices con más risas y más gritos.
Todos duermen. El último día vuelvo a ponerme en pie la primera y me regalo esta taza de café bien cargado frente a mi soledad. Hay cosas que no quiero compartir, que son para mí y para nadie más, como este café y este mar.
Por momentos me parece vivir con un bigote y una nariz postizos, esconderme dentro de la otra Julia. ¿Sospechará Juanma quién soy? ¿Sabrán mis hijos alguna vez quién fui? Imaginar que pertenezco a otro lugar, que puedo escaparme y regresar para ser de nuevo la madre y la esposa como si no pasara nada, pero sí que pasa. ¿Cuánto tiempo más durará este ir y venir de mí a mí misma sin perderme por el camino? ¿Siempre?
En el momento de marchar, justo antes de incorporarnos a la rotonda camino de la autopista, me giro un instante para contemplar su esquina azul y guardar un poco más de luz en mis ojos hasta la vuelta. Volver. Nos pasamos la vida deseando volver, pero nunca se vuelve.
¡Mamá!, grita Fito desde la cama, Loren se está tocando y no me deja dormir. ¡Imbécil!, oigo que Loren responde, hay ruidos de camas golpeando la pared y Fito que llama a su hermano gilipollas. ¡Basta!, pongo punto y final al altercado. Fito cruza corriendo el salón, entra en el cuarto de baño y vuelve a su cama como una exhalación. De nuevo el silencio. Otra vez yo.
Se acabaron las vacaciones. Estoy cansada. Loren y Fito no han parado de pelearse. Una semana de playa acarreando bolsas del supermercado. La siesta. Las meriendas. La cena. Y vuelta a empezar. Hasta caer sin fuerzas. Ni para dormir. Me siento agotada. A ver qué dicen los análisis que me hice antes de salir. Tendré algo de anemia. Últimamente sangro mucho. El hierro me sienta fatal.
Y Juan Manuel, que se queja de las dos camas de nuestro dormitorio y yo doy gracias al cielo por dormir sola una semana. Ésas son mis vacaciones. Dormir a solas. Sin el sudor del otro, sin el calor del otro robándome el aire salado por la noche. Evitando cualquier atisbo de ganas. Lo único que me apetece es dormir. Cerrar los ojos y olvidar que existen el mundo, mis hijos, mi marido. Derrumbarme encima de la cama boca arriba y respirar para mí sola. Abrirme de brazos y de piernas sin molestar a nadie y que hasta la más pequeña brisa que entra por la ventana no se desperdicie y la disfrute yo en mi rincón del alma. En mi rincón secreto. Mío.
A veces me pregunto cuándo empieza el final, por qué razón tenemos la certeza de que aquello –grande o pequeño– que considerábamos imprescindible para seguir viviendo ha tocado a su fin. Y nos rendimos, y aceptamos, y dejamos que duela el dolor. Hasta que el dolor, con todo lo demás, se va desvaneciendo para volverse una vieja fotografía de colores desvaídos en donde apenas se reconocen los rostros, y menos aún las voces.
Hoy he visto el mar por última vez. Mañana volvemos a casa. Eso había anotado mi madre en un cuadernito abierto encima de la mesa de la cocina. ¿Estás haciendo los deberes?, le pre- gunté. Pues sí, estoy haciendo los deberes. ¿Pero tú ya no vas al colegio? No, no voy al colegio, pero los deberes no se acaban nunca. ¿De qué sirve entonces hacerse mayor?, protesté, pero las personas grandes cuando no saben qué responder dan una orden. Ve a desayunar, anda, me dijo. Se habían terminado las vacaciones.
Llegó el gran día. Sólo de pensarlo me entra el pánico. Recogerlo todo. Hacer las maletas. Y conseguir que toda la intendencia entre en el coche. Juanma no puede con el lío del equipaje, le ataca los nervios. Soy capaz de dejarlos plantados y volverme en tren. Sé que no lo haré, pero me gusta pensarlo, creer que podría hacerlo. Es mucho más excitante desear que tener.
Íbamos dejando el equipaje y las bolsas en el suelo y, como un director de orquesta, mi padre se quedaba mirando los bultos que crecían a su alrededor, primero concentrado y con las manos en alto a punto de dar la entrada al primer violín, eso decía mi madre. Enseguida las manos caían vencidas, perpetuando el silencio de la orquesta, dejando paso al horror en sus ojos incrédulos. Por razones físicas elementales, empezaba a decir mi padre, era obvio que aquella montaña de maletas y bolsas de viaje y bolsas de supermercado con toallas húmedas y aletas de buzo jamás cabrían en el maletero del Renault. Mi padre lo sabía. Nosotros lo sabíamos. Los vecinos del inmueble lo sabían. Los vecinos del bloque de enfrente también lo sabían.
Mi padre sudaba y cuando ya no podía más se quedaba mirando al balcón del segundo piso con los brazos en cruz, desparramando compasión por la boca, repetía. Entonces mi madre se asomaba y, sonriendo, saludaba como una reina con los cinco dedos de la mano abiertos y cimbreantes, con un suave juego de muñeca, como hacen las reinas cuando saludan. Y a sabiendas de que mi padre estaba a punto de soltar el último estertor, eso decía, mi madre se adelantaba anunciando que ya estaba todo, que ya nos podíamos marchar.
En cuanto vuelva tengo que pedir hora con el médico. Los resultados de los análisis, el ritual de las preguntas. Qué pereza. Tengo que llamar para pedir cita con el médico, he pensado en voz alta. Date la vuelta, que te puedes hacer daño si doy un frenazo, me ha reprendido Juanma. ¿Por qué me canso tanto?, he vuelto a pensar, pero esta vez hacia dentro. ¿Te pasa algo?, ha preguntado Juanma al tiempo que pedía paso con el intermitente. Las velas de un barco titilaban en el horizonte.
Mamá, ¿qué quiere decir soltar un estertor?, insistí desde el asiento de atrás. Y mi madre se dio media vuelta para mirarme sin decir nada mientras el coche aceleraba en la rotonda hacia la autopista. Entonces comprendí que el estertor es una cosa muy fea que no se podía decir ni hacer delante de los demás.
¿Julia? Sí, ¿quién es? ¿Julia Aenlle? ¿Quién habla? Soy Enzo, y se ha hecho un vacío expectante. ¡Enzo!, ¿me olvidaste? ¡Enzo Ruano! Enzo Ruano Pavesi, he repetido con voz incrédula, insegura, ¿desde dónde llamas? Estoy aquí, he vuelto de Estados Unidos, me ha contestado. Vaya, qué sorpresa. ¡Pues no sé de qué te sorprendes! Han pasado mu- chos años sin saber de ti. Lo mismo digo, ha contestado. La primera persona que me ha venido a la mente nada más llegar has sido tú.
Y se ha instalado un silencio incómodo, sin hostilidad. Gracias, he respondido. No hay de qué, ha replicado en tono de broma, y he sonreído sin hacer ruido. Me encantaría tomar un café contigo, saber de ti y a cambio te cuento mis andanzas, claro. Otra vez el silencio de vuelta. Bueno, por qué no, sí, ya me perdonarás, pero me dejas un poco desconcertada. Siempre fuiste un poco lenta, me ha chinchado en un tono familiar que he aceptado sin defenderme, ¿cuándo nos tomamos ese café? No sé, déjame pensarlo.
¿Quedamos en el Alaska?, me ha sugerido. ¿El Alaska? ¡Por favor! Ni que vinieras de hibernar con los osos polares, Enzo. ¡El Alaska hace años que dejó de existir! Vaya, se ha lamentado, vas a tener que ponerme al día de muchas cosas. Mira, quedamos a la entrada del parque y damos un paseo, ¿te parece? Y nos sentamos en un banco como dos enamo- rados, ha bromeado. Esta vez he declinado su invitación dicharachera porque me parecía fuera de lugar.
¿Cuándo te viene bien?, ha insistido. La semana que viene, he propuesto, o la siguiente, déjame ver, me he bati- do en retirada para fastidiar. El jueves de la semana que viene, ¿te va bien? He hecho preceder la duda y he aceptado. ¿A las cinco? A las cinco y media, necesito un poco de tiempo. Ya veo que sigues tan presumida como en la facultad.
Por cierto, ¿cómo has conseguido mi número de teléfono?, he querido saber. ¿Olvidas que trabajo en Estados Unidos y soy amigo personal del director de la CIA? ¿Cómo lo has conseguido, Enzo?, he insistido. Te lo diré si me guardas el secreto, y tras unos segundos de suspense postizo ha añadido, ahuecando la voz, me ha informado el Oráculo. ¡Por favor, Enzo! ¡No soy ningún chivato!, se ha defendido. O me lo dices… he amenazado. Está bien, confesaré, pero queda entre nosotros, he matado un pollo y he consultado en sus entrañas las páginas amarillas. Y hemos empezado a reír como los dos estudiantes que se conocieron en primero de carrera. Había vuelto a España y quería verme. Yo también quise verle.
Así empieza la novela Como si fuera esta noche la última vez, que acaba de publicar la editorial los libros del lince.
Antonio Ansón (Villanueva de Huerva, Zaragoza, 1960) es autor de las obras de narrativa Llamando a las puertas del cielo (Artemisa 2007, premio Cálamo 2008), El limpiabotas de Daguerre (Puertas de Castilla, 2007) o El arte de la fuga (Eclipsados 2009). Entre sus libros de poemas señalar Pantys mortels (Le Grand Os, 2007, con dibujos de Pepe Cerdá), y entre sus ensayos El ruido y la lira (Eclipsados, 2012) y Novelas como álbumes (Mestizo, 2000, seleccionado entre los finalistas del XXVII premio Anagrama de ensayo). En FronteraD ha publicado Bailando con Alain Moïse Arbib, que llegó a la fotografía por casualidad, Todo en orden y Bernard Plossu, el último beatnick.