Mata su luz un fuego abandonado.
Sube su canto un pájaro enamorado.
Tantas criaturas ávidas en mi silencio
y esta pequeña lluvia que me acompaña.
Alejandra Pizarnik
Aquella tarde, pese a sentir que algo se revolvía dentro de mí, no pude moverme del sillón. Una extraña sensación me decía que nunca más volvería a perderme en sus ojos llenos de miedo y de noche. Escondida en la oscuridad del Reina Sofía, miraba el teléfono con la esperanza absurda de un mensaje olvidado, de una llamada de auxilio, sin prestar atención a un Hamilton que me hablaba desde una pantalla en blanco y negro ajeno al incendio que amenazaba ya mi interior.
Escapar de aquí, quiero escapar de aquí, me decía a mí misma, casi gritaba, pero yo estaba perdida en la angustia; paralizada, sin poder levantarme de aquel estúpido sofá de cuero, sin poder respirar, callada, mientras acurrucada en mi silencio dejaba que mis pensamientos escribieran lo que siempre guardé para mí. Retazos de tardes retumbaron en mi cabeza, prisioneras, surcando insolentes mis emociones, como la vez que huí de él en mitad de la lluvia o cuando lloramos juntos mientras le agarraba del brazo en aquel bar y trataba de consolarlo sin consuelo.
Aquella tarde no debería de haberle hecho caso, debí haber corrido al hospital, y sin embargo allí estaba encerrada en el rompecabezas de mí misma, con miles de preguntas, rabiosa por dentro, llorando por fuera. Los ojos húmedos y Hamilton desde la pantalla negra, sin dejar de hablar y yo susurrando: “Déjame verte, por favor” … sin poder moverme, mirando el teléfono, rota. Mil pedazos de mí rotos como piezas de un puzle descabalado en la basura, mil pedazos de mí en la oscuridad.
Seguí allí absorta, sola, minutos que parecían horas, tal vez años. Ni siquiera al salir de la sala, conseguí despegarme de esa sensación de vacío. Atravesé un largo pasillo, de nuevo otra sala. Más silencio. Los cuadros desde la pared me miraban obscenos, callados sin decir nada, tampoco podían. En la calle aún era de día. Mis ojos todavía no acostumbrados a la luz seguían empañados mientras caminaba como un autómata sin rumbo. Le veía en cada esquina, en cada mirada que me cruzaba, en los reflejos de los escaparates, en esa bicicleta que casi me atropella. La ciudad respiraba y yo me sentía muerta en medio de tanta vida, confundida en mi desesperación de cobardía.
Maldito cielo, maldita vida, pensé al entrar en el metro. Miré otra vez el teléfono. No había mensajes. Un pensamiento cargado de desgracia se anticipó, como un pájaro negro cruzó mi cabeza. ¿Qué haré cuando ya no estés para retirarme ese mechón de pelo siempre descuidado, para animarme cuando decaiga, para regañarme casi tanto como para quererme? Perdida entre la multitud, sentí que me faltaba el aire. Mil voces me gritaban. Ya no estarás, me decían. O sí. Seré yo la que me aleje como lo hago ahora cuando miro tu fotografía; y te hablo conteniendo el aliento, prisionera, protagonista de un cuadro abstracto, lleno de brochazos del que no puedo escapar.
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Foto: YamasakiKo ji