Llevo tanto rato pensando en la idea de vivir esas vidas lejanas, que parece que lo que de verdad estuviera viendo fuera una película de Almodóvar. Me digo que no es mal sitio la exposición de la Sala el Águila sobre actores de Hollywood en Madrid, para evadirme y empezar mi propósito. Mientras deambulo por los pasillos me fijo en las fotos que colgadas en la pared me recuerdan lo felices que fueron otros. Lara Turner, Frank Sinatra, Cari Grant; por la Gran Vía, por el Retiro, descendiendo del avión. Entre tantos famosos, me siento como si Ava Gardner me invitara a un trago en la Venta de Manolo Manzanilla, y Orson Welles me pidiera un beso, precisamente él que los tuvo todos y de las más guapas. Me miro bien, debo estar volviéndome loca, porque mientras miro sus fotos, creo estar escuchando sus voces, unas voces que me hablan y que aunque no entiendo ni una palabra parecen hablar mi idioma. Ava con gafas negras, Ava junto a un Frank Sinatra enclenque. Una gloriosa Ava que podía terminar la noche descalza tras el camión de la basura, o bajo la manta con un torero.
Cuentan que en la época no había hombre en Madrid que no se hubiera acostado con Ava Gardner ni bar en el que no se hubiera emborrachado Hemingway, pero ella lo tenía claro: “Me gustan los españoles porque son como yo”. Lo que no sabía nadie es que si Ava brillaba, es porque estaba rota en mil pedazos como un jarrón chino de porcelana. Tan rota, que tuvo que escapar del infierno de sí misma para recomponerse y seguir. Y yo me pregunto mirando esas fotos, hasta qué punto reinventarse puede ser una forma de huida. Pegar los trozos como hizo ella, añadir más misterio a la vida, ponerse unas gafas de sol y buscar pasiones para sobrevivir bajo una manta, cualquier cosa menos quedarse quieta en el escritorio mirando al techo. Parece mentira que se tarde tan poco en inventar una vida y sin embargo tanto en recomponer los pedazos del jarrón roto.
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Fotografia: Ava Gardner y Gregory Peck