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Sociedad del espectáculoArteCómo volver loco a un historiador del arte

Cómo volver loco a un historiador del arte

Un cuadro excepcional es un cuadro excepcional haya sido pintado por el maestro, por el discípulo que superó al maestro o por un mero seguidor aventajado. Y sin embargo, los historiadores del arte no se conforman. Ya lo vimos con El coloso de Goya, que por lo visto ya no es de Goya. No es sólo una cuestión artística: el que un cuadro sea de tal o de cual afecta sobre todo su precio en un mercado donde lo que se vende y se compra, más que obras de arte, son nombres famosos.


Una Inmaculada ¿de Velázquez o de Alonso Cano?

 

Alfonso E. Pérez Sánchez —historiador del arte, especialista en barroco, director honorario del Museo del Prado— teclea con seguridad y el intercomunicador pone la voz: “La semejanza con Cano”. Ante el cuadro, en silla de ruedas, vuelve a mirar, catorce años después de su encuentro en el Louvre, a una joven virgen rodeada de un halo de luz solar, en un momento de oración, con la cabeza rodeada de doce estrellas, la luna a sus pies en un paisaje con el cauce de un río, un barco, un templo, un ciprés, una fuente y un jardín. Es una pintura que encierra el misterio de su autor —¿Velázquez o Alonso Cano?— desde comienzos del siglo XVII.

       El lienzo de 142 por 98,5 centímetros forma parte de la colección permanente del Centro Velázquez, de Sevilla, tras su compra por la Fundación Focus-Abengoa al galerista francés Charles Bailly. Tiene una historia de atribuciones, traslados, ocultaciones y subastas a lo largo de cuatro siglos. La colección se presentó en 2008 con la adquisición de Santa Rufina, de Velázquez, en una subasta de Sotheby’s de Londres por 12,4 millones de euros, a cargo de la misma fundación.

       Ahora se une esta Inmaculada Concepción, adjudicada a Velázquez o a Alonso Cano, según la opinión de cada experto, pero comprada como doble autoría por la mitad de precio. Así funciona el mercado del arte: si se hubiera subido con certeza a quién pertenecía el cuadro, habría costado el doble, su precio completo.

       En una sala del Hospital de los Venerables, en el laberinto del barrio de Santa Cruz sevillano, se puede recorrer el arte de la ciudad donde nació Velázquez como el primer centro comercial europeo con el Nuevo Mundo. Los ricos mercaderes se convertían en mecenas de artistas, que conocían el arte de Italia y Flandes. En una docena de obras, entre compras y depósitos, a partir de una Vista de Sevilla, de anónimo flamenco, se concentran pinturas y esculturas de Diego Velázquez, Francisco de Herrera el Viejo, Juan de Roelas, Bartolomeo Cavarozzi, Juan Martínez Montañés, Francisco de Zurbarán, Francisco Pacheco y Bartolomé E. Murillo, fechadas entre 1608 y 1650.

       La Inmaculada Concepción, hacia 1618-1620, tiene una cartela especial para explicar la doble atribución a Velázquez y a Alonso Cano. El breve texto dice que el historiador estadounidense Jonathan Brown la identifica como una obra realizada por Velázquez en el obrador de Francisco Pacheco, y que el director honorario del Prado, Alfonso E. Pérez Sánchez, cree que es la primera obra maestra de Alonso Cano, con semejanzas en figura y composición con otras “inmaculadas” que pintó.

       Hay una tercera vía que se abre camino con la llegada del cuadro, la que propone Benito Navarrete, profesor de Historia del Arte de la Universidad de Alcalá de Henares, que encuentra rasgos de una colaboración entre los dos pintores, aunque tras dos meses de estudios comparativos y de técnicas con radiografías y macrofotografías se inclina por el joven pintor sevillano. Pérez Sánchez y Navarrete son los asesores científicos del Centro Velázquez y los que han provocado la compra de las dos últimas pinturas de la colección.

       La Sevilla de Velázquez es una ciudad de 150.000 habitantes, que inicia con el nacimiento del pintor en 1599 un Siglo de Hierro con guerras y desastres y un Siglo de Oro en creatividad, junto a Cervantes, Rembrandt, Lope de Vega y Galileo, según el historiador Antonio Domínguez Ortiz. Cuenta en el catálogo Velázquez —la exposición del Prado que en 1990 consiguió medio millón de visitantes— que la ciudad más importante de España estaba llena de nobles, clérigos y ricos mercaderes.

       En el mismo catálogo, Pérez Sánchez sitúa la tradición del naturalismo tenebrista en el siglo barroco, que el aprendiz del gremio de pintores conoce a los diez años en el taller de Herrera el Viejo y más tarde durante los seis años que permanece en el de Pacheco, de quien se publica tras su muerte el Arte de la pintura. A partir de las primeras obras, como una Inmaculada y San Juan de Patmos, que se conservan en la National Gallery de Londres, ya distingue “una absoluta vanguardia del estilo naturalista”, con una capacidad fuerte y expresiva de captar la realidad, al seguir los modelos de Pacheco en sus volúmenes e iluminación, pero con unos colores y tonos muy personales.

       Esas dotes prodigiosas que rompen los patrones de la pintura sevillana al conocer el arte de Italia y de Flandes las destaca también Jonathan Brown en La Edad de Oro de la pintura en España (Nerea, 1990), al considerarla la más radical de toda la historia del arte renacentista y barroco.

       Cuando se habla de la etapa sevillana de Velázquez siempre aparece Alonso Cano. Nacido en Granada en 1601, Cano se traslada a Sevilla con la familia en 1614 y dos años más tarde ingresa en el taller de Pacheco, donde conoce a Velázquez en 1618 y con quien comparte estadía allí durante ocho meses, entablando una relación de amistad que se mantendrá en la corte de Madrid. En su comienzos, Cano aprende ensamblaje y arquitectura de retablos con su padre y escultura con Martínez Montañés, pero siguen sin conocerse sus primeras pinturas.

       Desde el taller de Pacheco hasta su aparición en el mercado artístico londinense en 1994, la historia de la Inmaculada de Sevilla pasa por su venta pública en el hotel George V de París, en 1990, con el lote 28, que identificaba una Inmaculada Concepción del “entourage de Diego Velázquez”, que había sido adquirida en 1870 por la familia de los actuales propietarios, fecha en la que los herederos del Deán López Cepero de Sevilla pusieron una parte de su colección a la venta en París.

       El cuadro era propiedad del marchante francés Charles Bailly, que ahora ha llegado al acuerdo de venta con Focus-Abengoa —con la intervención de Sotheby’s— tras el fracaso de la subasta de 1994 debido a la controversia de su autor. Desde esa fecha, Bailly mantuvo la obra en una caja fuerte del puerto franco de Ginebra, aunque ésta llegó a pasearse por el Louvre, siendo director Pierre Rosenberg, y el Paul Getty de Malibú, en California, hasta llegar a la subasta de Sotheby’s con la autoría de Velázquez en su etapa sevillana.

       La batalla por el autor se centró en Jonathan Brown y Pérez Sánchez. Brown veía un lienzo pintado entre 1616 y 1618 y decía a los medios: “Es una obra auténtica de Velázquez y no veo allí a Alonso Cano”, sin llegar a publicar un estudio científico en una publicación especializada, como piden los historiadores del arte. Preguntado ahora si ratifica su postura, declara desde Nueva York que sería “prudente” volver a estudiar la cuestión a partir de la restauración del cuadro y las teorías de Pérez Sánchez posteriores a sus declaraciones. Dice Brown: “Las normas de investigación exigen que un investigador tiene que re-estudiar la cuestión de la atribución después de un lapso de 15 años, [como ha ocurrido tras] la limpieza del cuadro y los argumentos publicados por el profesor Pérez Sánchez a favor de una atribución a Alonso Cano. Como he dicho varias veces, las atribuciones son un blanco móvil que cambian según las circunstancias; por ejemplo, el descubrimiento de nueva documentación o de nuevos cuadros relacionados o cambios de atribución de cuadros supuestamente relacionados”.

 

Los mismos pinceles

Pérez Sánchez también intervino en los medios de 1994: “Velázquez y Cano fueron discípulos de Pacheco al mismo tiempo en Sevilla y ese cuadro ha sido indudablemente pintado en ese taller y en esa época. Los dos entonces jóvenes pintores compartían hasta el mismo bote de pintura y los mismos pinceles. Pero yo estoy convencido de que esta Inmaculada Concepción fue pintada por Cano porque guarda una estrecha relación tanto en la figura, en la composición y en el colorido con las otras Inmaculadas Concepciones que Cano pintó a lo largo de su vida, e incluso con sus esculturas del mismo tema, más que con las que hizo Velázquez”. En 1999, Pérez Sánchez publicó un artículo científico, “Novedades velazqueñas”, en el número 288 de Archivo Español de Arte, en el que ratifica su dictamen tras su visión directa del cuadro en el Centro Velázquez.

       Benito Navarrete, discípulo de Pérez Sánchez, se identifica con las apreciaciones de su maestro sobre Cano, en el carácter frontal escultórico, con un tratamiento de la silueta de acusada forma fusiforme, que se puede comparar con la Virgen de la Oliva de Lebrija, en el óvalo del rostro y el cuello, el tratamiento de los paños y la disposición de las manos, pero también ve la mano de Velázquez en la rotundidad de volúmenes, la forma de pliegues, el uso de pigmentos, la coloración de las nubes y los golpes de limpieza del pincel.

       La presencia física del cuadro le ha proporcionado una mayor intimidad con él hasta obtener respuestas y publicar sus investigaciones en el número 3 de Ars Magazine. Revista de arte y coleccionismo.

       Las comparaciones con otros cuadros de Velázquez y análisis técnicos de museos de Madrid y Londres le llevan a identificar al pintor sevillano como autor de la Inmaculada cuando abandona el obrador de Pacheco, posiblemente en 1617, mientras que Cano sigue de aprendiz y pinta San Francisco de Borja en 1624. Rastrea composiciones y pinceladas de las dos Inmaculadas y antecedentes en Schiaminossi y Tristán hasta demostrar la presencia de la misma técnica y preparación de los pigmentos en otros cuadros. De esta forma, Navarrete se suma a la línea Velázquez que ya habían trazado estudiosos como Solange Thierry, Maurizio Marini y Matías Díaz Padrón.

       En el Centro Velázquez, la Inmaculada se ha colocado entre una escultura de la Inmaculada de Martínez Montañés, fechada entre 1623 y 1624, y el cuadro Imposición de la casulla a San Ildefonso, de Velázquez, de 1622-1623, propiedad del Ayuntamiento de Sevilla. Navarrete ha descubierto que la Inmaculada y esta pintura de Velázquez proceden de la colección del Deán de la catedral de Sevilla López Cepero (1778-1858), en cuyo inventario de 1813 se citan dos obras de Velázquez: “el cuadro de la casulla de Velázquez”, y con el número 172 aparece “la Concepción de Velázquez”, que no es la que está ahora en la National Gallery de Londres, procedente del convento de Carmen Calzado, que ya se había vendido en 1809-1810 junto al San Juan en Patmos a Bartholomew Frere, ministro plenipotenciario de Inglaterra. El historiador señala que en la descripción y tasación de los cuadros del Deán se vuelven a juntar estas dos piezas, al indicar con el número 118, “un cuadro de dos varas (…) original del buen tiempo de Velázquez…” y con el número 119, “una Concepción del mismo tamaño, con corta diferencia y por el mismo autor…”.

       Hay historiadores que se colocan en la línea de Brown o en la de Pérez Sánchez. Javier Portús, jefe de área de pintura española hasta 1700 del Museo del Prado, que prepara un catálogo razonado de Velázquez, piensa que la Inmaculada de Sevilla “tiene muchos puntos de contacto con Velázquez, en estilo y factura, hasta que no salga un Alonso Cano seguro”. A través de fotografías, Portús distingue “mucha calidad desde un punto de vista pictórico”, calidad que confirma tras haber visto el cuadro en Sevilla, sobre todo en la “gama cromática”, como demuestra su proximidad a Imposición de la casulla, “a pesar del mal estado de conservación”.

       Un experto en pintura sevillana, Enrique Valdivieso, catedrático de Historia del Arte de la Universidad de Sevilla, es partidario de Alonso Cano y piensa que el cuadro “se acerca más a los modales de Cano”. “Aunque Velázquez y Cano son discípulos de Pacheco y comparten ideas y principios artísticos, tienen un lenguaje distinto”, dice Valdivieso, a la vez que destaca la valentía de Focus-Abengoa para poder analizar esta obra en el contexto de la pintura sevillana, ya que “en arte no hay nada resuelto y hay que tener suerte para conocer más datos documentales o pictóricos”. Valdivieso prepara un catálogo general de Murillo, con 350 obras en color.

El cuadro seguirá hablando, a través de los laboratorios y de los estudios de especialistas.

       Por el taller en Londres de la historiadora Zahira Véliz, experta en restauración, pasó el cuadro en 1994, con la atribución de Velázquez. “La restauración no fue especialmente complicada, y el estado de la obra era muy similar al de otras pinturas sobre lienzo realizadas en Sevilla en el primer tercio del siglo XVII; la gama de pigmentos era perfectamente coherente con lo esperado para esta época, y todo pintado sobre la típica preparación parda del ‘barro de Sevilla’ mencionada por Pacheco.”

       La restauradora declara que “en toda su ejecución se pareció al detalle al proceder conocido de Velázquez y, [aunque fuese de Cano], quizá esto no era de extrañar, puesto que los dos pintores jóvenes trabajan en Sevilla uno al lado del otro, por lo menos en sus comienzos”.

       Véliz señala que en este tipo de estudios hay que tener en cuenta que sobre Velázquez se tiene la ventaja de los estudios exhaustivos realizados en el Prado. “Lo que aparece es que el proceder de Velázquez y Cano en sus épocas sevillanas era muy parecido”. Asimismo, añade que “el restaurar una obra indica mucho sobre la mano que la ha creado, pero las pruebas técnicas no son infalibles, sobre todo cuando ejemplos concretos se examinan sin un contexto de información comparativo/representativo”. Concluye diciendo que la Inmaculada es “una obra imponente, de una seriedad tremenda, que supone unos pasos más allá de lo que formuló Pacheco y los artistas de su generación en Sevilla”.

       Zahira Véliz, que dedicó su tesis doctoral a los dibujos de Alonso Cano, presentó en abril y mayo pasados, en la Fundación Marcelino Botín de Santander, una selección de estas obras como ilustración del catálogo razonado, donde figuran dos piezas de la etapa sevillana, en los que destaca “los contornos precisos y el modelado plástico, que recuerdan por sus cualidades técnicas a los de Francisco Pacheco”. Hay más citas. El Centro Cultural Conde Duque, de Madrid, presentó la exposición Alonso Cano en el legado de Gómez-Moreno, del 18 de junio al 30 de agosto. El mismo museo que tiene una Inmaculada de Velázquez, la National Gallery de Londres, presentará el 21 de octubre una muestra sobre la imaginería española, con esculturas policromadas y cuadros de Pacheco, Juan de Mesa, Zurbarán, Montañés, Velázquez y Alonso Cano, con el título Lo sagrado hecho real, con Xavier Bray de comisario.

       Los cuadros tienen su autor y los historiadores del arte se desesperan hasta encontrar su huella exacta. También se alteran cuando cambia la atribución y el autor pasa a ser “desconocido”, a la espera de confirmar otra autoría, como acaba de pasar con El coloso, de Francisco de Goya, del Museo del Prado, que ha pasado a ser de un “seguidor de Goya” al menos en el estudio presentado por Manuela Mena, jefa de conservación de pintura del siglo XVIII y Goya, titulado El coloso y su atribución a Goya, que aparece en la página del museo, www.museoprado.mcu.es

       Navarrete adelanta que el próximo año se celebrará en el Centro Velázquez un simposio internacional de expertos para tratar el primer naturalismo en Sevilla y los problemas de atribución de obras de Velázquez y Alonso Cano, con objeto de abrir el debate desde un punto de vista científico: “No hemos comprado un nombre, hemos comprado un cuadro”. Y el cuadro no se callará.

 


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