Según nos dijo, estaba nervioso por la entrevista de trabajo. Nos contó que el secretario le hizo pasar a la sala de espera y que, tan pronto como entró, le cerró la puerta. La estancia estaba vacía, y en el centro había una mesa sobre la que, en lugar de revistas o periódicos, solo había un álbum. Por hacer algo, se sentó y lo abrió, y el contenido de aquel álbum lo perturbó. Ya no sabía si quería trabajar allí.
No incluía fotografías, sino recortes de periódico de diferentes años, y todos eran de entrevistas al jefe del bufete. En su despacho, en diferentes posturas, aparecía respondiendo preguntas a lo largo de los años. Y, página a página, se apreciaba el paso del tiempo.
Antes de llegar al final del álbum, la puerta se abrió; entonces comprobó que todavía le quedaba, como mínimo, una década para terminarlo: era el jefe, y estaba todavía más gordo y más calvo. Lo siguió hasta su despacho y allí comenzaron la entrevista. Según nos dijo, transcurrió mejor de lo esperado; le llamó la atención que apenas le preguntara nada, que sobre todo hablara él, pero fue tan simpático y tan risueño que entendió que había ido bien.
«Hay que estar muy mal para tener un álbum como ese, ¿no?», nos preguntó mientras nos tomábamos una cerveza, después de aquello. Y tardamos en contestar. ¿Qué límite hay que cruzar para no ser consciente de una locura así? Un narcisismo tan excesivo resulta aterrador. La vanidad no está mal, lo malo es no saber llevarla con elegancia.
En fin, la entrevista fue la semana pasada, y teníamos ganas de verlo para que nos contase qué había pasado al final, si le habían ofrecido el trabajo o no. Entre risas, hicimos hasta una porra mientras esperábamos a que llegara al bar de siempre. Pero nos quedamos con las ganas, porque no apareció. Y después nos preocupamos, porque lo llamábamos y no cogía el teléfono. Y ahora tenemos miedo, porque sigue sin aparecer.
Eso es todo, señor agente. No tengo nada más que decir. ¿Saben algo más? ¿Alguna pista sobre su paradero?