«Bloques erráticos, estrellas,
negras y llenas de lenguaje: nombrados
según un juramento desgarrado de silencio»
Paul Celan, ‘Las ánimas’
Mujer recostada. Talla china del siglo XIX utilizada por los médicos. Como no podían tocar a las enfermas llevaban consigo una estatuilla de una mujer desnuda y un pariente de la dama tocaba el lugar de la figura donde el dolor yacía.
Esta maravillosa figura china que atesora el Museo de Arte Oriental de Valladolid cobra una extraña resonancia ahora en tiempos de coronavirus. En aquella época los médicos no podían tocar a las mujeres por razones de decoro. El dolor, como la tristeza, es un lugar.
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Si con las palabras se conjurara lo peor, el maleficio, Paul Celan, que forzó la reja del lenguaje hasta límites insoportables, no se hubiese suicidado arrojándose al Sena desde un puente que no sirvió para salvar el río metafórico de la desdicha ni el río de metal que corta la respiración cuando te estrellas.
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Nos asomamos de noche a la ventana y es como si diera a la muerte, porque la ciudad ha quedado deshabitada. Pero seguimos respirando, confinados, mientras tantos abren las manos y cuidan para que no se vaya todo al banco del olvido.
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Un músico de la orquesta nacional, jubilado, saca el viejo y desafinado violonchelo al descansillo del octavo y hace algo que no hizo nunca. Bach consuela como solo la música, que apela a un inconsciente que las palabras apenas atisban, puede consolar.
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Todas las noches también hago algo que no había hecho nunca. Tras sacar la basura y no cruzarme con nadie, ni en las escaleras ni en al calle, cierro el portal sin tocar ningún asidero de metal y emprendo, como un furtivo escalador urbano, a oscuras, sin encender ningún aplique, los ocho pisos de mi edificio. En algunas puertas la rendija dice que la vida sigue, una luz que es como una pauta para caligrafía. En otros, la noche es tan silenciosa como la noche de la ciudad.