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Compasión y obediencia

 

Caminaba el otro día por una ancha avenida, a toda prisa y metido en mis cosas, cuando de pronto percibí, por el rabillo del ojo, un bulto humano que se trastabillaba y que, casi enseguida, caía a mis espaldas como un fardo pesado. Por un momento no quise ver ni oír nada, pero al cabo me volví y me acerqué al caído. Era un hombre ya mayor. Despotricaba contra el empedrado porque, en efecto, una losa desigual que sobresalía en la acera había sido la causante de la caída. Tenía el mentón raspado y poco más. Le ayudé a incorporarse y, mientras lo hacía, una mujer, también mayor, salió de un coche y se ofreció a trasladarlo a su casa, ofrecimiento que el magullado peatón aceptó tras pensárselo unos momentos. Los vi a los dos cómo se metían en el coche y luego proseguí yo mi camino.

 

No sé en qué hondos pensamientos había estado enfrascado hasta entonces, pero a partir de ahí -y hasta llegar a la clínica del dentista donde tenía cita- me puse a recordar la parábola del buen samaritano, tal como me la había contado, en clase de religión, la señorita Josefina, en primero o segundo de bachillerato.

 

La parábola del buen samaritano siempre fue, junto a la del hijo pródigo, mi favorita. Un hombre es asaltado por unos ladrones en el camino. Lo golpean, lo despojan de todo y lo dejan por muerto en la cuneta. Al cabo, pasa un sacerdote que se dirige al templo de Jerusalén y pasa de largo. Luego pasa un levita y hace lo mismo. Por fin, llega un samaritano, quien se detiene a auxiliar al herido, lo sube en su jumento y lo lleva a una posada. Una vez allí, el samaritano le paga al dueño un tanto para que cuide del herido y promete dar más a su vuelta si fuera necesario.

 

De niño no me ponía a buscarle la moraleja o el sentido oculto a esta historia. Me gustaba como mera narración, literalmente: robo y violencia, egoísmo y generosidad, un hombre que sufre y otro que se apiada. Y, entremedias, dos impresentables que van a su bola sin reparar por un momento en el sufrimiento ajeno. Pero dentro de su contexto histórico la parábola tiene mucha más enjundia. Pues el sacerdote y el levita no desatienden al herido por indiferencia ante el dolor ajeno o por crueldad, sino porque la ley judaica no les permitía tocar a un hombre ensangrentado cuando iban a oficiar en el templo. A su vez, el hecho de que los samaritanos fueran enemigos irreconciliables de los judíos carga de mucho más valor la conducta compasiva del samaritano de la parábola.

 

Vista así, la enseñanza que se desprende es clara. El amor al prójimo es mucho más importante que los deberes que pueda prescribir tal o cual ley o tal o cual código. Y aun más: la regla de oro de toda ética (“amarás a tu prójimo como a ti mismo”) se debe aplicar a cualquier prójimo, sea amigo o enemigo, sea blanco o sea negro, sea un hermano querido o el señor anónimo que se da un traspiés y cae a nuestras espaldas. La caridad es el principio universal, aunque luego la vida nos obligue a crear una escala de prioridades a la hora de ejercerla. No todos pueden recibir por parte de uno ni las mismas ayudas ni el mismo amor. Quien se da a todos no se da a ninguno. De don Quijote a Viridiana, pasando por Tolstoi, la caridad dirigida a todo el género humano, sin distinción, suele llevar al desastre.

 

Pensaba yo todo esto, muy cristianamente, en aquel trayecto al dentista, cuando se me ocurrió pensar, también, que la obediencia ciega a la ley -que es la propia de los sacerdotes, los soldados y los burócratas- desemboca siempre en los mayores atropellos y tropelías. Casi todas las canalladas que en el mundo han sido no se hacen de motu propio, sino por alguna orden que viene desde arriba o por alguna voz autorizada que nos pide que hagamos esto o lo de más allá. Pero el bien no es tan difícil de hacer. Ya lo dejó dicho Schopenhauer: ayuda a tu vecino lo más que puedas y esfuérzate en no hacer daño a nadie.

 

A lo que habría que añadir esto otro: jamás hagas nada contrario a lo que te dicta tu corazón y tu conciencia

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