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Comunidad sonora

 

Diamond Courtain Wall Quartet. Más en la música que en otros campos, uno es por naturaleza escéptico. Aunque en el fondo siempre tienes la esperanza de equivocarte y de que pase algo. Desgraciadamente, como es casi habitual, en esa hora nocturna de la Casa Encendida no fue así. A pesar del innegable e impresionante virtuosismo técnico de los protagonistas de la noche, no sales de un interés atento, punteado con la melancolía de los bostezos. Si la música es, en definición de Cage, escuchar el sonido del mundo antes de que esté cuajado en signo (en suma, oír la juventud de la realidad antes de que madure en código tipificado), hay que decir que poco de ese sábado estuvo a la altura. Algún momento de belleza, cierto, algún gesto tierno, cierto clímax sonoro. El resto, escolástica experimental archiconocida.

 

Decir que Anthony Braxton «examina los principios básicos de la improvisación, la navegación estructural, el compromiso ritual, la innovación, la espiritualidad y la investigación intelectual» (sic) es sólo una frase convencional para salir del paso. Se trató de un experimento interesante, poco más. Y hubo ya muchos experimentos que siguieron esa tibia vía. Sin ir más lejos, obviando momentos de M. Davis, quizás el 1984 del nunca suficientemente alabado Hugh Hopper. Musicalmente, si se busca una experiencia sonora, resulta aburrido el universo sonoro de Braxton. Y esto aunque siempre interese el ceremonial, los gestos, el dispositivo técnico y, naturalmente, la fauna. Es como si, al menos en esa noche, el músico se contentase con el sonido mayoritario del mundo y, por lo tanto, con recrearse en esquinas y ruiditos complejos, un universo sonoro alternativo. Pero dejó intacta la mayoría musical, esa banda oficial que acompaña nuestra marcha. Se trata de un habitual error «sectario», político y ético, pero sobre todo musical. Es de suponer que no por mala fe, sino por impotencia sensitiva y una probable mitificación de lo cerebral. Muy típico de nuestro pequeño mundo, donde los ingenieros mandan.

 

Supongamos que es cierto, como dice un amigo, que el fraseo va más rápido y por delante de la estructura en este «P. Boulez del jazz». Como el campo armónico es débil, la variación melódica constante se hace tediosa y lenta, viviendo a expensas de un tiempo partido. Es posible que la estructura espacial sea sustituida en Braxton por el imperio del tiempo, por una línea cronológica variable. Si es así, se trataría de otra concesión (tal vez la misma) al imperio actual de los medios y su fragmentación. Casi no hubo un concierto, sino treinta momentos. Hasta en el Brad Mehldau menos jazzístico, sin embargo, podemos escuchar algún día una variación que recrea sin parar una sola estancia.

 

Todos salimos encantados de la sesión de Braxton. Pero básicamente debido a un fenómeno simple: no habíamos sido (perdón por el lenguaje) violados en nuestra estupidez narcisista. No hubo ningún acontecimiento sonoro (y un acontecimiento, si ocurre, nunca es simplemente sonoro) que nos «deconstruyera» como público que sabe, consciente de sí, para permitir que nos tuviéramos que rehacer de otro modo. De manera que volvimos a casa siendo los mismos, encantados de habernos conocido y reconciliados con nuestro lugar de elite en el panel informativo. Una lástima. Con lo musical que es el trauma que detiene el tiempo: un impacto directo en el sistema nervioso que nos impida la defensa del saber, el aburrimiento de la información y de nuestro glorioso aislamiento conectado.

 

Al retroceder Braxton ante la experiencia de la belleza (tal vez le parezca anticuada) a favor de la complejidad en boga, está, digamos, obedeciendo al canon de la época, aunque sea de una forma vanguardista. Aquella noche el músico siguió al retroceso conceptual y nihilista de nuestra cultura ante el reto de las superficies y de la tierra, que es el reto de la estética: llevar un infierno a la forma, reconciliar el mal y el bien, el silencio con el sonido. Ante esto, que es el abecé de Coltrane y de cierto Stockhausen (antes de convertirse en una caricatura de sí mismo), Braxton, con mucha inteligencia y menos sensibilidad poética, opta por la complejidad numérica, por una versión intrincada de la alteridad sonora. Desarticulación que, por cierto, no funciona sin la proyección estelar y personal de una marca.

 

Lejos de este narcisismo, una vieja lección de Nietzsche (que sabía algo de música) es que jamás la noche ha sido tan patente como cuando el mediodía despliega su fuerza. En el plano musical esto nos recuerda hitos muy distintos, de Rancapino a Nick Cave, del Fourth de Soft Machine a Rust red september de Eyeless in Gaza. Hasta en algunas composiciones menores de Comet Gain, de Animal Colective o de Extra Life podemos encontrar algo de esa magia: traer el espanto a la forma. Es una lástima que esa hora en la Casa Encendida no nos dejara tal sabor agridulce.

 

Su recurso fue un poco lo que, de manera más pérfida y calculada, Haneke representa en el campo del cine: el negocio del apocalipsis, el canon del horror o de la complejidad inextricable. Algo que en realidad nos deja más bien pasivos, endeudados a la competencia del experto. Aunque su propio camino musical, hay que decirlo, Braxton lo recorre con un inconformismo y un esfuerzo muscular en cada minuto que otros, apoltronados en su propia escuela, ya no realizan.

 

El nihilismo, no obstante, es la incapacidad para ver huellas y lugares en el desierto. Para, en otras palabras, entender el vacío como un lugar en el que se puede habitar, en el que se aprende a respirar de otro modo. Echamos de menos en este Braxton cierta sabiduría oriental que gente muy distinta de EEUU, de Terry Riley a Gary Snyder, sí ha puesto en obra. Y también, perdonen las molestias, algunas piezas de Barber, de Wyatt o de… Antonio Molina. Lo cierto es que sobre todo esto puede pesar un equívoco: la belleza no tiene por qué ser insulsa. No lo es Drumming (Part IV) de S. Reich. Cuerdas de Pablo Arcent (2001) tiene una belleza dura, difícil. Pero hay una continua tensión en esa obra por llevar a una superficie, harto áspera, todo el vértigo de un fondo, incluso el silencio triturado entre ecos quebrados. Por el contrario, en esa sesión de Braxton faltaba tal violencia de fondo. Por lo mismo, faltó también infancia, el erotismo de una fluidez que no sepa nada de sí misma.

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