Suena Fifteen feet of pure white snow,
de Nick Cave
El pasado viernes, después de haber sido presentada en la reciente edición del Festival de San Sebastián, en nuestras carteleras se estrenó Las brujas de Zugarramurdi, dirigida por Álex de la Iglesia. Yo sigo sin atreverme a ir a verla. Y la verdad, cada vez dudo más de que lo haga. El motivo, principalmente, no reside en el hecho de que se trate de una película que trata sobe magia y brujería o que la temática de la película no me interese lo más mínimo, porque todos tenemos nuestros prejuicios, pero de ese precisamente estoy exento. No, el principal y único responsable es su director quien no hace tanto tiempo me causó una de las experiencias más indignantes, también desmadradas, como espectador en los últimos tiempos con Balada triste de trompeta (2010). Unos instantes tan solo compartidos, aunque por motivos diferentes, por otra película tan espeluznante como Camino (2008), de Javier Fesser. Todo llegó a tal extremo que llegué a plantearme cuál era el estado mental del director vasco y alcancé tal perplejidad que llegó a ser imposible la huida, a pesar de amagar en más de una ocasión con salirme de la proyección. Alguno pensará que puede que finalmente cayera en la trampa y que de la Iglesia consiguiera su propósito de mantenerme atado a la butaca, sin embargo me atribuyo el mérito a mí solito, a mi paciencia –y a mi masoquismo, tal vez-.
No lo he superado. Supongo que desarrollé algún sistema inmune que incuso provocó que no me enterara de que había hecho una película titulada La chispa de la vida (2011) poco después. Podría haber sido el inicio de un timorato y dubitativo acercamiento a través de lo que pareció ser era un intento, fallido por lo que cuentan, por recuperar esa vertiente tragicómica y caricaturesca de nuestra realidad, tan suya, exponiendo de forma mordaz y vulgar, siempre obvia y chocante, personajes casi siempre miserables, por un motivo u otro, en alguna ocasión pobres infelices o simples idiotas, tal es la falta de sutilidad, el trazo grueso de de la Iglesia. Es esta una fórmula con la que al principio desarrolló una visión del mundo gamberra, lúdica, muy cachonda, con la que confieso haberme divertido, como cuando jugó con la dialéctica cervantina en El día de la bestia (1995), con sus particulares Don Quijote y Sancho Panza. Con Perdita Durango (1997) llegó la primera decepción. Con el tiempo, se ha confirmado un proceso de enajenación artística en la que solo predomina el ruido, el caos, una inconsciente y poco consecuente voluntad por dinamitarlo todo por puro capricho, una suicida tendencia al ridículo, que algunos incluso defenderán como el propio Quentin Tarantino quien no dudó en otorgarle como presidente del jurado del Festival de Venecia el Premio a Mejor Director por Balada triste de trompeta. Hecho que por otro lado no deja de evidenciar qué entiende Tarantino por discípulo u homenaje –él, que mencionaba el nombre de Godard o Kurosawa-.
He buscado de alguna manera superarlo, sin llegar al extremo de acercarme a un cine para comprobar si me decidía a comprar una entrada para ver Las brujas de Zugarramurdi. Pero sí he leído declaraciones del director y lamentablemente me han provocado el efecto contrario, acentuando todavía más mi terror, llegando a provocarme cierto horror. Claro que aquí no podrá negársele su honestidad a de la Iglesia, ya que sus películas son el reflejo de sí mismo. Si él pretende aturdirnos mientras vemos sus imágenes, conmigo ya lo consigue previamente. Puede que no esté preparado –que no haya hecho los deberes cinéfilos- para habitar ese universo loco y sádico. Tampoco creo que estuviera preparado para habitar el universo de alguien como Alfred Hitchcock, claro que es como si habláramos de un zoquete frente a un superdotado capaz de introducirnos en su obsesiva y perturbadora visión del mundo. Pero esa posible falta de preparación me ha llevado incluso a leer los comentarios de otros críticos por si a través de sus palabras encontraba aquello que definitivamente me empujara al interior de la sala. Evidentemente, no me han convencido ni por supuesto los asalariados de medios de comunicación pertenecientes a grupos mediáticos que participan en la producción de la película, ni aquellos que exponen y argumentan opiniones responsables que en ocasiones vierten algo de luz sobre mi mirada. No hay manera.
Temo llegar a un estado parecido al de Bartleby, el célebre personaje de Herman Melville –“preferiría no hacerlo”-. No puede ser, algo debería hacer. Me acuerdo de mi hermano, menor que yo, y como cuando éramos niños se escondía debajo de la mesa camilla en la que se sentaba nuestra abuela porque a pesar de devorarle la curiosidad no se atrevía a mirar Alien, el octavo pasajero (Alien, 1979) cuando la pasaban por televisión. Yo me descojonaba, claro. Y ella le decía “yo te aviso, yo te aviso cuando puedas mirar”. Deberé pedirle que me acompañe.