«En Chile mueves una piedra y aparece un poeta», me dijo Lévano. Estaba quejándose de que lo invitaran para hablar bien del nuevo descubrimiento de la poesía mapocha. A él, un hombre que se la pasaba releyendo clásicos y que entre los poetas latinoamericanos solo respetaba a Vallejo y a Parra.
Encontrar poesía actual que sea relevante no es fácil. Gran parte del problema es que hay demasiado material publicado y otra parte es que los críticos casi nunca saben por donde empezar a orientarte.
También sucede que hay poemas para todos los niveles. Los poemarios deberían tener en la portada anuncios como los libros del colegio: para lectores de primer grado, de segundo grado, de tercer grado y así. Si solo has leído a Becquer, a Chocano y los Veinte poemas de Neruda, un poema de Watanabe es probable que no te toque.
Del mismo modo, si eres un lector que anda por el noveno grado y un poeta que recién empieza y que solo ha leído a los poetas del primer grado te pide que valores su poemario recién publicado, te pone en aprietos. A ningún poeta de primer grado debería permitírsele que ponga en circulación un poemario. Es como si a un niño que acaba de aprender a escribir se le permitiera que publique sus garabatos. Que siga leyendo. Publicar poemas debería de ser un premio reservado a los lectores avanzados.
Disfrutar la poesía, por otro lado, es uno de los placeres más finos que conoce el ser humano. Ser tocado por una imagen, por una línea inspirada es difícil de describir: es una revelación. Imagínense haber descubierto la comunicación telepática: leemos diez palabras y esa imagen, ese sueño de un poeta se nos presenta como si nos hubiera dejado penetrar en su sueño. Por otro lado, el narrador que entiende de poesía le da a sus textos una tonalidad que embellece el ejercicio de contar historias. Las imágenes son mucho más claras, tienen mayor intensidad.
En el mundo occidental hay poetas cuyo universo está compuesto de narraciones y de música. Ambos se entienden como complementos de una sola obra. Así concebían a los poemas los griegos: los casos más enormes de la poesía griega son La Odisea y La Iliada. Se ha sugerido que estos poemas son una obra perfeccionada durante siglos. Bardos de uno y otro lado del Mediterráneo pulieron sus versos y en algún momento alguien le brindó un nombre como si fueran obra de un autor único: Homero.
Porque consideraba que los romanos eran tan talentosos como los griegos, Virgilio compuso para la gloria de su emperador un poema que casi llegaba al nivel de ellos: La Eneida. En esa tradición alguien quiso imitar a Virgilio y darle gloria a un idioma nuevo. Entonces Dante escribió en italiano la Divina Comedia. De aquella fuente han bebido los grandes poetas de occidente. De allí manaron los mejores versos de Yeats, Eliot, Kavafis, las Hojas de hierba de Whitman, los mejores versos de Paz. De allí también vino la música de los poemas de Borges y el sonido eṕico, violento de las mejores imágenes de Hinostroza. De aquellos campos bebieron algunos de los más insignes poetas del renacimiento en occidente: Petrarca, Góngora, Shakespeare, Hugo.
Grecia también nos dejó los poemas de Sappho. En La Odisea se percibe muy bien la sensibilidad de una dama, el oído femenino que llena de imágenes del hogar, del amor conyugal y filial al conjunto épico. La música que existe en las novelas de Woolf desciende de estas ramas, también la poesía de Plath, la de Akhmatova, la de Varela. En el oriente los poetas han bebido de otras circunstancias y tenemos poesía china tanto o más hermosa que los mejores cantos de La Iliada.
Esta mañana abrí Poeta en Roma, el libro que convoca a los poemarios de Jorge Eduardo Eielson publicados en Italia. Ha aparecido gracias a los buenos deseos y el buen trabajo de una pequeña casa editorial peruana empeñada en rescatar para el mundo imágenes hermosas. Este panorama poético ─incompleto─ que pretende abarcar lo muy poco que sé de poesía, es solo un pretexto para invitarlos a que también lo abran: Poeta en Roma, Lustra Editores, Lima 2015.