He pasado los últimos veintidós años de mi vida entre diapositivas y libros de texto, entre recreos (en los comienzos) y pausas para fumar (más adelante, cuando veía echarse el humo a mis compañeros de la facultad); y, en el fondo, éste va a ser el primero en que no empiece un curso en algún lado: en el parvulario, en el colegio, en el instituto o en la universidad. Lo estoy, si acaso, dejando; pero no está siendo fácil. A fin de cuentas, uno echa de menos demasiadas cosas: las fiestas de bienvenida, las expectativas recobradas (que aún no se han empezado a frustrar, como siempre termina sucediendo), el discurso inaugural; y, por supuesto, ese invariable sermoncillo de mis profesores, esa réplica que repetían cansinamente todos los años, esgrimida por un docente nuevo cada vez: «¡Mareschal, parece usted un verdulero! Quítese eso de la oreja. ¡Ya!». Y, claro, a Mareschal le tocaba recogerse, hacer caso y no protestar; pero, desde entonces, siempre me pregunté cuál era el problema que había con eso de ponerse un lápiz en la oreja: algo sumamente pacífico que, por otra parte, sólo parecía molestar.
Paradójicamente, no recuerdo en qué momento empecé a llevar el lápiz así; sólo sé que, cuando fuera, respondió a un instinto natural: pura ergonomía. Lo que sí recuerdo, sin embargo, son algunas de las circunstancias en que fui impelido por usar el hueco de las patillas como almacén de material escolar. Por ejemplo: está aquella vez, en el instituto, en que una profesora de Historia se escandalizó porque iba a entrar así «vestido» al salón de actos, donde estaba todo el claustro y, además, el director. Está esa otra vez en que un profesor de Historia del Derecho, en la facultad, se quejó porque todos los alumnos estábamos perdidos, y, claro, cómo iba a dar clase él si hasta el chaval de la primera fila (¡Primera fila!) tenía un bolígrafo apoyado en la oreja, ¡cómo diablos se iba a concentrar! Y ya luego está la anécdota con Pedro Piqueras, al que íbamos a entrevistar y, antes de nada, cuando ya estábamos a punto de sentarnos, otro profesor (de Periodismo, esta vez) me miró fulminantemente, tratando de enfocar un punto exacto entre mi cráneo y uno de mis lóbulos temporales; y, claro, ya sabíamos todos lo que tendría que hacer Mareschal.
Si me pongo a calcular, incluso, diría que llevo más de diez años recibiendo recriminaciones y sufriendo rapapolvos a costa de esta situación. Más o menos, los mismos que llevo yo maldiciendo por lo bajo, reflexionando acerca de sus exageraciones y buscando algún ejemplo con el que poderme justificar. Y, señores y señoras, profesores y profesoras, creo que, al fin, lo he encontrado; aunque este año, por desgracia, nadie lo vaya a escuchar.
Resulta simbólico, porque, como en casi todo, la respuesta la tenía Cervantes. No en vano, en uno de sus prólogos para (y sobre) el Quijote manifestó: «Muchas veces tomé la pluma para escribille, y muchas la dejé, por no saber lo que escribiría; y estando una suspenso, con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano en la mejilla, pensando lo que diría, entró a deshora un amigo mío», quien le terminó diciendo que todo estaba bien, que «este vuestro libro no tiene necesidad de ninguna cosa de aquellas que vos decís que le falta». Pero, bueno, a lo que importa. ¿Lo han leído? ¿Se han percatado? ¡Cervantes también se ponía a trabajar con «el codo en el bufete», «la mano en la mejilla» y «la pluma en la oreja»! Y si lo hacía Cervantes, ¿por qué no lo iba a poder hacer yo? A partir de ahora, ¿quién nos lo querría prohibir?
Decía Antonio Machado en su Juan de Mairena que «cuando averiguamos que algo no sirve para nada -por ejemplo, una Sociedad de Naciones que pretenda asegurar la paz en el mundo-, ya sabemos que ha servido para mucho. Quien tenga oídos, oiga, y quien orejas, las aguce», y no hay cosa más aguzadora en el mundo que un afilador -o un sacapuntas-, y, en su defecto, un buen lápiz de color, con la mina puntiaguda y preparada.
Ponerse el lápiz detrás de la oreja, de hecho, podría llegar a ser, en palabras de Machado, el acto más inservible del mundo; y, por tanto, también el más útil, como lo son todos los lápices en sí. De esta opinión es también Manuel Jabois cuando se pone a hablar de uno de los mejores profesores que tuvo en la escuela, don Camilo, quien siempre solía apuntar sobre el nombre de sus alumnos unos ceros enormes en rojo, imborrables, y, de vez en cuando, hacía otros más pequeños, a lápiz, que poco o nada significaban, en realidad. Pues bien, un día, al terminarse la lección, un amigo de Jabois le robó las actas y, con ayuda de una goma, «se acercó allí y borró sus ceros en lápiz y el de la mayoría de sus compañeros. Don Camilo no los echó en falta, o no quiso echarlos en falta», porque, en el fondo, por algo escrito a lápiz nadie se va a poner a pelear: es la esencia de la vida, de su fragilidad, aquello que nos recuerda que algún día, en las alturas, harán borrón y cuenta nueva y, de repente, todo se acabará.
No sé, tal vez ha sido culpa mía, que a lo largo de mi trayectoria vital he ido reuniendo profesores supersticiosos y agoreros. Ya se sabe: se empieza con un lápiz nuevo sobre la oreja; luego, uno mordido; después, un cigarrillo; y se termina con una soga atada al cuello y soñando con rectificar. Se empieza cogiendo un lápiz de colores en el parvulario y se termina en el patíbulo. Pero, bueno, a quién quiero engañar: yo seguiré a lo mío, aunque nadie más lo vea. Y lo haré por costumbre, por instinto, por ergonomía; nada más.