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Mientras tantoCon el mal a cuestas (2)

Con el mal a cuestas (2)

El rincón del moralista   el blog de Aurelio Arteta

 

Una escala de daños


Nos conviene hacer una escala de daños y, en lo posible, objetiva. Podría contribuir a nuestro mayor sosiego el comprobar la desproporción entre nuestro mal particular y el de otros: no sólo por su tamaño, sino por su carácter definitivo o pasajero, el número de afectados, etc. Claro que esta táctica también podría conducirnos a un creciente pesimismo sobre la vida, el hombre, la continua presencia del mal en el mundo, etc. Así tal vez anestesiamos un tanto el propio dolor, pero a costa de sumirnos en el dolor del conjunto.

 

Sin duda la espera de un mal que te puedan causar (o de un bien que pueden negarte) forma parte ya del mal, no sólo lo precede. Esa espera puede ser tan devastadora como la injusticia misma en el momento exacto en que  se desencadena el mal temido; la amenaza es ya dolorosa antes de cumplirse o incluso aunque al final no se cumpla. No es verdad estricta que quien espera desespere, como advierte el refrán, pues si hay espera es que porque queda esperanza y la esperanza viene con el miedo, pero no con la desesperación. Pero es verdad que la esperanza no es todavía certeza y, por ello mismo, tiene un componente inevitable de miedo o desesperanza. El dicho popular acierta, con todo, porque sólo puede desesperarse quien espera; primero gradualmente, y al final del todo.

 

Razones y pasiones


Todavía no sé si lo primero es la razón y lo segundo las pasiones, o a la inversa. O, lo que es igual, qué es más fuerte o tiene más poder en el comportamiento del hombre, la razón o la pasión… A lo peor me estoy equivocando al poner tanta énfasis en la razón como determinante de la emoción, deseos y acción. Habrá que repasar aquello de Hume, de que la razón no pasa de ser  una esclava de las pasiones. Con frecuencia quien comete el mal conoce no sólo el daño que produce, sino que tiene la razón absolutamente en contra. Sin embargo, todo indica que ninguna razón le hará cambiar de propósito. Se diría que sólo puede entender y aplicar las razones que sus pasiones le permiten acoger; es decir, que éstas van primero o son más poderosas.

 

Pero estas razones más mediatas derivadas de unas emociones que parecen dominantes, ¿derivarán a su vez todas ellas de otras razones anteriores o de otras pasiones más originarias? No sé contestar. Lo que a uno le enseña la experiencia es que estamos ya bastante conformados cuando nos llegan las razones y su influjo. Y que, en el mejor de los casos, las razones que contradicen nuestras emociones y hábitos más acendrados sólo logran victorias parciales y provisionales, que aquellas pasiones subsistirán para siempre y asomarán su cabeza las primeras, y que la reflexión hecha de ideas y experiencias adquiridas con el tiempo harán su aparición sólo después. No creo que el niño “entienda” primero  la razón de que su padre o su madre se comporte así o le ordene algo y luego “sienta” lo que está pasando, lo que hacen o le dicen. Al revés: me parece que primero “experimentan” algo de todo ello y que después lo racionalizan en el sentido de que eso que hacen o mandan sus padres –justamente por ser  sus padres- está bien y debe ser así…

 

El desinterés hacia las consecuencias


Ese desinterés de partida suele traer como su primera consecuencia el dolor de otras personas absolutamente inocentes. Aun suponiendo que al que hace daño le ampare la razón (alguna “justicia”) en su arremetida contra quien considere responsable de algún daño anterior, lo inaceptable es que no se mida el daño lateral o indirecto que probablemente va a producirse contra quienes nada tienen que ver con esa pelea.

 

Es una muestra más de la complejidad de la conducta humana, en este caso, de la conducta malvada. Igual que la acción dañina no ha resultado sólo de la decisión de uno o unos pocos, tampoco la reacción contra ella. En ambos casos, las decisiones finales nunca han sido producto querido al 100%, ni mucho menos, por sus protagonistas. Hay mil pequeños detalles, mil intenciones contrarias o laterales, mil circunstancias personales y colectivas que han abocado en una conducta final con la que no se contaba, pero que ha sido inevitable. No hay casualidad que valga. A poco que hubiéramos indagado de antemano cada uno de los datos del caso, hubiéramos previsto tal vez ese resultado que no buscábamos…

 

Volvamos al asunto principal, el que atañe a las responsabilidades sobre los efectos algo más lejanos de nuestros actos. ¿Dónde acaba nuestra responsabilidad proyectiva? Ciertamente no cabe hablar de responsabilidad en cuanto a las consecuencias futuras que resultan del todo imprevisibles; en tales casos, es imposible achacar a nadie esa ignorancia. Pero deben preocuparnos las consecuencias  del todo predecibles de muchos otros actos malvados, pongamos los que tienen a los niños como sus primeros pagadores. Ya no vale escudarse en que tales efectos dañinos eran difíciles de imaginar.

 

¿Cómo es posible que un padre con hijos pueda tomar decisiones que casi directamente van a producir dolor sobre otros niños? Por fuerza tiene que haber incapacidad de ponerse en lugar del otro, una terrorífica falta de empatía y, luego, de compasión. No pidamos siquiera razonamiento, sino mera sensibilidad. La tienen atrofiada, como el jefe nazi que volvía a casa y acariciaba a su hijo tras haber ordenado aquella misma tarde la aniquilación de cientos de familias en la cámara de gas.

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