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Mientras tantoCon el mal a cuestas (4)

Con el mal a cuestas (4)

El rincón del moralista   el blog de Aurelio Arteta

De cómo vemos y sufrimos el mal ajeno

 

1. El propio dolor como límite

 

Para no engañarse sobre la cuantía y duración del dolor ajeno por el propio infortunio, conviene escudriñar con frialdad nuestra conducta ante el daño sufrido por otro (amigos incluídos). Al momento siguiente de despedirle, con bastante frecuencia, ya lo hemos olvidado. Eso si es que no buscamos la despedida cuanto antes, justamente para olvidarlo. Será un buen rato después, tal vez en la placidez del descanso o de alguna grata situación, cuando evoquemos esa desgracia que acaban de comunicarnos.

 

Importa mucho ese ejercicio de introspección para no equivocarnos y, sobre todo, para no exigir en su momento a los otros más de lo que hemos estado dispuestos a darles en momentos anteriores. Sencillamente no soportamos largo rato el sufrimiento de los demás, no le prestamos interés más allá del momentáneo y pasajero. Las miles de circunstancias de la vida cotidiana, pequeñas y grandes, cooperan para ese olvido necesario. Pues sin ese olvido no sabríamos vivir. Sea por no haber conocido hasta entonces la maldad de la que el hombre es capaz, sea por haberla experimentado con suficiente largueza, nadie quiere que sus efectos se le aproximen en forma de prójimo atribulado. Sabemos que algún día nos llegará de nuevo el turno a nosotros mismos, pero no queremos que ese día sea precisamente hoy en la figura doliente del otro. Cuando nos pille de sopetón, no tendremos más remedio que someternos a su terrible zarpazo, y por ello huimos de su anticipada aparición en nuestros círculos. Seguramente la piedad o compasión (eso que los “expertos” actuales llaman empatía) no sea tan desprendida como se cree: al fin y al cabo, es el miedo a sufrir lo mismo que ahora sufre el otro lo que nos impulsa a acercarnos al sufriente. Pero no es poco, si tenemos en cuenta que a la mayoría le importa sobre todo alejarse de él a todo correr, para así exorcizar su  amenaza futura.

 

En menos palabras, la desgracia propia tiende a no dejar sitio a las desgracias ajenas. Esa es la especial dificultad de la compasión. Podemos compadecer cuando estamos coyunturalmente (habría que decir “casualmente”) libres del mal que aqueja al otro o en la intensidad que le aqueja. No podemos en caso contrario o entonces nos demanda un esfuerzo ímprobo. El sufrimiento es expansivo y quiere ocuparme por entero y, de paso, ocupar también toda mi visión y mi mundo. Hay que aprender a ponerlo en su sitio si queremos sobrevivir, lo que exige dejar espacio a los otros. El santo sería quien, por encima y a pesar de las suyas, sabe acoger más desgracias de los demás. A lo mejor comparece aquí una variable que no sé si se confunde estrictamente con la santidad o más bien con una cierta sabiduría de autodominio. Sería la conducta de quien encara las injusticias ajenas porque sabe por experiencia que así soporta mejor sus propias desgracias, las relativiza, les da un sentido, las compensa…

 

2. No querer ver ni pensar

 

Comenzamos por no querer ver ni pensar la injusticia sufrida por otro. Este movimiento inicial no nos predispone a entender sus raíces, ni efectos ni remedios…; pero es que, aun si nos lo explicaran, tampoco desearíamos entenderlo. La gente no quiere saber más –lo que puede ya entreverse en el modo más o menos despegado como atiende al sufriente-, porque ese conocimiento le dolería. O sea, porque ese rechazo de la debida, pero costosa, comprensión del otro forma parte de nuestro modo de escapar del sufrimiento; si tratáramos de penetrar mejor en aquella injusticia, ya estaríamos participando del sufrimiento que ello provoca. No pidamos, pues, un esfuerzo por alcanzar lo razonable cuando no estamos dispuestos a hacerlo ni siquiera en las cosas que más nos convienen. Más probable es que un problema, que exigiría su afrontamiento, sea visto como un misterio, lo que nos pide más bien desertar de su detenida consideración. No negaré que lo más probable es que, en último término, todo estas reflexiones desemboquen en un callejón sin salida que nos deje carentes de respuesta alguna. Podría ser, les ha ocurrido a las mejores cabezas. Pero eso no nos absuelve de semejante tarea de pensamiento, aun sabiéndola condenada al fracaso.

 

Habría incluso una creencia muy extendida que vuelve difícil ese propósito de entender: la creencia paradójica –por chocante que sea con la experiencia cotidiana- en que la justicia rige el mundo. Adopta muchas versiones: que los buenos son al fin premiados y los malos castigados, de suerte que nos ocurre el mal que nos hemos ganado y que lo bueno no puede ser incomprendido o inmerecido; así que, si nos sucede lo malo, es que algo habremos hecho mal o, en caso contrario, pronto o tarde se arreglará. Si contamos a alguien nuestro daño, siempre podrá imaginar que mentimos, que exageramos o, fin de cuentas, que es un daño justo; si a otros no les pasa, será porque no lo merecen y nosotros sí. Por si fueran pocas las desidias anteriores, algo así también nos disuade de tomar en serio la injusticia sufrida por el otro.

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