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Mientras tantoCon el mal a cuestas (y 5)

Con el mal a cuestas (y 5)

El rincón del moralista   el blog de Aurelio Arteta

Unos resultados inevitables

 

1. La soledad del sufriente

 

Cuando se sufre uno está solo, por muy acompañado que se encuentre. Es como si viviera una de las muchas anticipaciones de que, al final, estaremos definitivamente solos y no podremos contar con nadie. Se diría que la cotidiana socialidad, que aun sin darnos cuenta las más de las veces nos arropa, se esfumara sin apenas dejar rastro. Tendemos así a ser bastante injustos con los pocos que, al menos por razones familiares o de su oficio, permanecen a nuestro lado. Es que estos pocos cuentan poco. O, mejor, aunque nos rodearan muchos, de poco valen si no están empeñados en lamentar o, mejor aún, en aligerar y por fin redimir mi desgracia. Los demás ya no me importan, no existen para mí. Más que en ninguna otra situación, aquí vale aquella alternativa evangélica: o conmigo o contra mí; los demás se convierten en mis enemigos simplemente por no estar entregados del todo a mi salvación.

 

He ahí, en suma, la impotencia e indefensión frente a la potencia absoluta del señor de tu vida y tu muerte; la pérdida de confianza en el hombre y, por tanto, en el mundo de los hombres, etc.

 

2. Contagio de la conciencia del mal

 

Cuando uno se halla aplastado por esa conciencia del mal que le ocupa todas las fibras de cuerpo y alma y durante todo ese lapso de tiempo, sólo ve o siente mal a su alrededor. La oscuridad está dentro de uno, pero se expande hacia fuera: sólo reina el dolor de los hombres, todo se vuelve congruente con el propio dolor, se precipita en el enorme agujero del sufrimiento universal. No deja de ser curioso; ese sufrimiento que los hombres nos causamos unos a otros está siempre a la vista, lo conocemos, hablamos sin parar de él… Pero lo vemos con otros ojos cuando en una mínima de sus esquinas nos afecta a nosotros, empezamos a hacer nuestro  ese mal general tan sólo cuando ya sufrimos un mal propio… Es otro modo  como el mal llama al mal. Seguimos siendo sobre todo espectadores de las miserias ajenas, pero ahora espectadores algo más avisados. Nuestro sufrimiento ocupa el primer plano de ese trágico espectáculo, es verdad, pero acertamos a distinguir más que de costumbre los rostros angustiados de los otros. Es de temer que, en cuanto nuestro dolor amainara o desapareciera, los ajenos también abandonarían nuestra conciencia o, si no, volverían a ser representados bajo esa figura de una masa indistinta como por lo general los contemplamos.

 

Así las cosas, el mal de muchos no será consuelo de tontos más que para los tontos de verdad. Al contrario, el dominio universal del dolor en cualquiera de sus formas refuerza en el desgraciado la obsesión de que no hay en el mundo más que desgracia. Es verdad que “las desgracias nunca vienen solas”, sencillamente porque, cuando una nos tiene cogidos por el cuello, todo a nuestro alrededor se nos antoja desgracia. No es que nos lo parezca; es que en verdad se hacen eco unas a otras. Habrá que volver a Schopenhauer…

 

3. Condenados a recordar

 

El que ha sufrido por la mala voluntad del prójimo o su desidia, ése no dejará después de sufrir en situaciones –de uno mismo o de su entorno-  que le evoquen las que provocaron su pasado sufrimiento. Este le ha dejado su huella imborrable, que parecía borrada para siempre, pero que se activa  al menor roce. Se diría que el bien resulta menos memorable que el mal. Si así ocurriera, sólo se explicaría porque esperamos más lo bueno que lo malo, como si fuera más lógico o debido lo primero que lo segundo. ¿Será por eso?

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