La suicidología muestra una gran confianza en el efecto disuasor de las creencias religiosas. Dado que Dios les da la vida, señala, los creyentes no se sienten con derecho a arrebatársela con sus propias manos. El primero en poner en duda este razonamiento fue, justamente, Durkheim en su clásico ensayo El suicidio. Una de las conclusiones que podían extraerse de aquel libro era que si los católicos, protestantes y judíos se suicidaban en menor proporción que los no creyentes no era porque el suicidio fuera pecado, sino porque la religión era una sociedad. Es decir, algo que promovía un feliz sentido de pertenencia y dificultaba la alienación. Ser miembro de una iglesia quedaría emparentado así con ser seguidor de cualquier equipo con una amplia masa social. Y es sintomático, en este sentido, el descenso de los niveles de suicidio en Estados Unidos durante el famoso domingo de la Super Bowl en comparación con otros días festivos. Otra teoría apunta a la supuesta reducción del estrés y el consiguiente alargamiento de la vida que generarían las creencias religiosas. Es posible. Aunque, en mi opinión, el milagro deba encarar todavía el sagaz escepticismo de Steven Pinker: «Una persona congelada no encuentra consuelo en creer que está caliente; a una persona que está cara a cara con un león no se le facilitan las cosas por la convicción de que ese león es un conejo».
Pero si relativa resulta la influencia protectora de la religión, mucho más evidente resulta su carga maligna. El miedo y la ignorancia que extiende sobre la mayoría de asuntos se ha cernido sobre el suicidio con especial virulencia a lo largo de la historia. Desde las estacas clavadas en el corazón de los suicidas hasta los enterramientos extramuros del cementerio. Es una reacción natural rechazar cualquier acto que atente contra la preservación de la especie. Pero creo que podemos ponernos de acuerdo en que nada como la religión ha contribuido más firmemente al fortalecimiento del tabú. Lo que la convierte, de algún modo, en responsable indirecta de infinidad de suicidios. Por no hablar de la devaluación de la vida humana. Los creyentes siempre esperan reunirse en otro lugar, incomparablemente más bello y confortable. La huella de esta devaluación puede rastrearse fácilmente en suicidios colectivos como el de Jonestown (918 muertos), el de Kanunga (cerca de 800) o el de la Orden del Templo Solar (74). Alguien podría objetar que se trata de excepciones, ligadas una multitud azuzada. Pero tengo delante las notas de despedida de dos hombres que se suicidaron hace poco. Este fragmento: «Nunca me he sentido tan mezquino, tan ruin … tan engañado… tan dolido… No me queda 1 gr de fuerza para pasar por el final… Jesús ayúdame … no sé que os explicarán de por qué os quedásteis sin papá tan pequeños y tan de repente … pero no puedo … no puedo … ahora no podría aportaros nada bueno … Jesús ayúdame». Y éste otro: «No sé lo que Dios tendrá guardado para mí. Le pido perdón de todo corazón por el daño que he hecho en esta vida. No hagáis esquelas mortuorias, decidme una misa en Madrid y de allí al cementerio del Burgo». Lo que no sólo demuestra que Dios espera al otro lado y ayuda en el difícil tránsito, sino que arroja la incómoda sospecha de si los suicidólogos no habrán ido demasiadas veces de la teoría a la práctica y no al revés. Y no al revés.