Hace unos años, no recuerdo si dos o ya tres, se pudo ver en Soria una meritoria exposición sobre los celtíberos, sobre su mundo, sus artes e utensilios y sus lenguajes. Daba gusto verla y enterarse de algunas cosas, de detalles históricos y geográficos y de pormenores culturales de aquellos pueblos que poblaron la zona antes de la conquista romana, pero al hablar al poco de la exposición con una funcionaria autonómica, ésta, para corroborar mi aprecio, no encontró otra cosa mejor que decirme amablemente que, claro, que los celtíberos eran… nuestra identidad.
Faltaría a la verdad si pusiera que me lo dijo “ni corta ni perezosa”, como he estado tentado de poner, porque algo de pereza y recelo introdujo de cierto la mujer en la pausa que hizo entre el verbo y el atributo de su frase. Y ya se sabe que en las pausas, en los silencios y los intervalos, está muchas veces, más en ocasiones que en lo que se dice, el verdadero contenido: que aquella frase le venía grande, que le venía de fuera, que era lo que ella creía que había que decir, lo que de alguna forma estaba mandado.
No recuerdo lo que le debí de responder —algo así como “bueno…” o “a lo mejor eso mucho decir”—, pero sí mi sentimiento, mixto de indignación (yo oigo la palabra “identidad” y amartillo en seguida la sospecha) y también de alborozo por haber oído, clarito como agua de manantial, una joya lingüística del más puro ‘pensamiento autonómico’ que, como se decía en broma en época franquista de aquel “pensamiento navarro” de la cabecera periodística, si era navarro no podía ser pensamiento.
Dicho esto, no se me escapa que ahora estas bromas sobre gentilicios no son de recibo por ese, vamos a seguir llamándole, pensamiento (véase por ejemplo la reciente cencerrada de autonómica indignación a una frase corriente y moliente de Rosa Díez y la adecuada y jugosa respuesta de Arcadi Espada en “Poco gallego todo”, El Mundo, 13 de marzo de 2010), cuando si algo ha demostrado la historia reciente hasta la saciedad es que no hay cosa más sana para la convivencia y la salud mental que las bromas sobre gentilicios y actos, o dichos, de afirmación identitaria. Cuando ya no son de recibo esas bromas es que ya sólo se admite lo que halaga la consciente o inconsciente vocación a raza (perdón: etnia, identidad) intocable o superior.
Pero mujer de Dios, le tenía que haber contestado yo si no me hubiera indignado y a la vez alborozado tanto al oír la frase de marras y hubiera tenido además mayor confianza; pero cómo van a ser los celtíberos, aquellos celtiberotes prerromanos, nada menos que nuestra identidad, que algo, por otra parte, que, si algo es, es en efecto nada, como bien demuestra el filósofo Clément Rosset en uno de sus estupendos libros que lleva por título Lejos de mí. Pero con la Iglesia nos habíamos topado, con el insoportable tufo a “cerrado y sacristía” que en poco tiempo ha generado, y no como el peor de sus efectos, el régimen autonómico de España que, si algún acierto administrativo y político ha tenido —nada tampoco muy allá, al decir de Sánchez Ferlosio en el temprano 1980—, no marcha ya sino con el paso marcial cambiado que marcan los nacionalismos. Si la así denominada identidad de los catalanes es, como dicen sus popes nacionalistas, por ejemplo Wifredo el Belloso o la de los vascos viene de la prehistoria, por qué los celtíberos no iban a ser igualmente la identidad de los sorianos en esa suprema, ridícula, patetiquísima, descabalada y zote ceremonia de la inanidad y la idiotez, en todos los sentidos de la palabra, que es la machacona, ratonera y pegadiza mojiganga de la afirmación de identidad hoy en curso en todas partes.
Hasta ahí podíamos llegar y hemos llegado, a la necia reproducción de la misma necedad en todos los rincones, al eco ubicuo de la imbecilidad del tiempo a la que sacrificar en su momento lo que sea menester y, en el presente, toda educación sentimental e intelectual que se precie. El triunfo de la vanidad, de la más vulgar falsificación, de la más huera repetición de una fórmula vacía y una obsesión fantasmal, eso es la identidad. Pensar que aquellos utensilios, que aquellas costumbres y lenguajes y personas, por otra parte sin duda interesantes, histórica y humanamente interesantes, constituyen lo que es uno hoy o una colectividad, es, simplemente y si no nos fuera a traer tan a mal traer, para echarse a reír, para soltar una carcajada descomunal que enterrara en toda su ridiculez a ese sigamos llamándole pensamiento que algunos, para seguir sacando su buena tajada caciquil, pretenden incluso “blindar”, como se dice hoy y sobre lo que volveremos, a expensas de cualquier sensatez o democraticidad.
“La identidad culinaria canaria”, “la música étnica catalana”: he leído solamente en los últimos dos días. El tipismo romántico o franquista, el estereotipo y el colorido costumbristas, ahora han ascendido de grado filosófico. Forman la nueva tríada revolucionaria, con toda su extendida mojigatería y sus fervorosos devocionarios: Identidad, Etnicidad, Diferencia. Ya no son Libertad, Igualdad, Fraternidad. Son todo lo contrario, pero algunos se quedan tan anchos; lo que cuenta, y a algunos renta, es ser devotos de alguna Iglesia.
“Piezas añadidas”, dice Montaigne que somos; “cualidades prestadas”, dice Pascal. Pero lo que más me gusta es lo que se puede deducir de Hume en la excelente, como suya, traducción de Félix Duque: “tropiezos”, tropiezos a la hora de querer “atraparnos” a nosotros mismos, eso es lo que somos. Pero si nos “atrapáramos”, si consiguiéramos atraparnos; es decir, si consiguiéramos saber lo que es nuestra cacareada identidad, ¿qué atraparíamos?: nada, no atraparíamos nada, y aquí volvemos a seguir a Rosset, nada más que un deseo de creer, una obsesión, un fantasma, una fórmula huera, una vulgar falsificación. O bien, para decirlo con Machado, atraparíamos a nuestra propia muerte:
“Morir… ¿Caer como gota
de mar en el mar inmenso?
¿O ser lo que nunca he sido:
uno, sin sombra y sin sueño,
un solitario que avanza
sin camino y sin espejo?”
Por fin uno con nosotros mismos, sin proyección de nada, sin desdoblamiento, sin cabida de ningún otro, sin proceso ni reflejo. Idénticos, atrapados, muertos. En nada tan inane y sin embargo deletéreo, Europa y el mundo, y ahora con especial ahínco la España autonómica rehén de los nacionalismos, ha gastado tanto necio esfuerzo y tanto extravío de la finanza y la sensibilidad como en crear de nuevo identidades, obsesiones, vulgares falsificaciones.