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Con la mente en otra parte

 

Es un domingo por la tarde. Podría ser un domingo como cualquier otro en Comala City.

 

 

Pero mi mente está en otra parte, lejos de aquí.

 

Lejos, cuando menos, del televisor, frente al cual en estas épocas del año acostumbro fatigar las tardes de domingo mirando el béisbol, una vieja costumbre que además considero fundamental para mantener la buena salud mental: nada como los nueve innings del Rey de los Deportes para descansar y practicar, sin mover un dedo, una suerte de intensa actividad Zen. 

 

He repetido esto del Zen beisbolero a amigos y detractores, novias que reclaman la atención que debemos otorgar el único día de la semana en que se vale quedarse en pantuflas hasta las cinco de la tarde, no ducharse, mantenerse en cama y mirar hacia el techo durante horas, como esperando el llamado de los zombis, o bien, en plan más sano y productivo: echarse en el sillón y ver béisbol.

 

Es que es aburridísimo, el béisbol, me reclaman, me impugnan, como si yo ejerciera y aplicara la legislación que corresponde a los domingos de mierda. A una novia creyente, tuve que encararla diciéndole que dejara de chingar, que yo no había inventado los domingos, que la culpa la tenía esa cosa que ella llamaba “dios”.

 

Cuando mis argumentos en defensa del Zen beisbolero terminan por no funcionar, recurro entonces a una imbecilidad infalible. Pregunto: ¿pues qué esperabas?, y remato no sin cierta saña y ganas de joder: para cualquiera, los domingos dejaron de ser una maravilla el día que no te volviste a subir a un triciclo y a dibujar círculos en el piso con el juguete, a menos, claro, que te llames Óscar Matzerath y te creas un personaje de Günter Grass. La escena suele terminar mal, con un pesado ejemplar de El tambor de hojalata volando en dirección a mi cabeza.

 

Es domingo y no estoy mirando béisbol; es más, ni siquiera una comedia barata en Netflix de esas que ablandan el cacumen y te dejan el cerebro dulce como un durazno en conserva.

 

Es más: no estoy en mi casa (lo cual considerando que es domingo, sí que es inusual: desde que tengo eso que llaman edad de razón, los domingos por la tarde no me asomo a la calle ni forzado a punta de pistola).

 

Mi mente y yo estamos en otra parte.

 

 

Una vez más, en unos cuantos días llegará un ejército de hombres a empacar mi casa, y si las cosas van bien, en un mes, más o menos, otro ejército de hombres irrumpirá en el lugar que será mi nueva casa, en otro país, para desempacar todo, mi escritorio, la pelota de béisbol que siempre tengo sobre mi escritorio, la cama, todo, hasta la última cuchara y demás bártulos y enseres domésticos de cuya existencia suelo enterarme cuando me expongo a la fatiga y el tedio extremo de ser testigo de una mudanza internacional, obligado como queda uno a estar presente, sin poder apenas parpadear, mientras unos desconocidos ataviados con uniforme y botas, usualmente hombres fornidos y altos, en realidad unos gorilas, lo mismo levantan por los aires tu diván que desempacan con la debida delicadeza tus calzoncillos.

 

Este domingo, mi mente y yo decidimos tomar un ligero paseo por el barrio centenario de Comala City en el que vivo, o viviré por unos cuantos días más. Hay fiesta en la plaza, bailes no menos centenarios que sólo conocen quienes están a poco tiempo de mudarse al otro barrio, ya saben de qué hablo. Los miro y, de alguna extraña manera, me asombra la seriedad con que se toman y siguen los exigentes protocolos y convenciones que exige el danzón —así se llama este baile, y si alguno entre ustedes quiere saber más, lea el libro que sobre el tema escribió para Oxford University Press, mi multi-galardonado amigo Alejandro La Madrid, profesor de la universidad de Cornell, uno de los musicólogos más prestigiados en su campo, asesor musical de Peter Greenaway para la película Eisenstein in Guanajuato (2015) y a quien conocí en Chicago, cuando Alejandro estudiaba el movimiento Nortec, del cual publicó la primera monografía seria y documentadísima acerca de un tipo de música proveniente de Tijuana que es, en esencia, bello y puro desmadre, como la propia ciudad fronteriza de Tijuana.

 

Lo curioso de esta tarde de domingo, por demás gris y lluviosa en Comala City, es que mi mente tampoco se halla en la ciudad en la que me despertaré en unos cuantos días, en otro país, a miles de kilómetros de aquí, para usar la manida expresión.

 

 

Mi mente, entienda el lector esto como mejor pueda, está —la muy cabrona— en mi propia mente, llevando a cabo sus propias y no solicitadas exploraciones en momentos específicos que se remontan hasta 2008, cuando regresé a Comala City tras una larga temporada fuera del país, y despuntan en 2015, esta misma tarde y apenas hace unas horas, cuando uno de mis mejores amigos, alguien a quien considero mi hermano, me respondió en un email  a una pregunta que a ratos me pone los pelos de punta. Estamos hablando de un valiente. El propio Roberto Bolaño supo reconocerlo. Escribe mi amigo y hermano:

 

Lo único que creo lo mantiene a uno sobre la cuerda floja es la confianza de escribir cosas que son distintas, que se expresan con la mayor capacidad intelectual de que se es capaz, mientras los demás usan la escritura como un simple medio para llegar a un fin: fama (mala o buena), poder, simpatía, etcétera.

 

La gente se divierte en la plaza, el célebre kiosco morisco, un bizarro e indestructible armatoste diseñado por el Ing. José Ramón Ibarrola para ser el Pabellón de México en la Exposición Universal de 1884 y de la Feria de San Luis Missouri en 1902.

 

 

Yo pienso en los hermanos como este que me escribió en la mañana de hoy: amigo, puedes estar seguro de que en esa nueva ciudad a la que voy, me encontraré con tu sombra al doblar la esquina, en elevadores, en mi lugar de trabajo, en mi casa, en mis ansiedades y mis dichas, reflejado en mi propia sombra: Yes, sir.

 

Mi mente se detiene en ciertas conversaciones con amigos que son, ya lo dije, como hermanos, con amigos que ya no lo son, que dejaron de serlo por culpa de nadie. En un cuaderno que tengo junto al ordenador, hago memoria y escribo las frases, que desde luego no verán ustedes aquí, y que durante este tiempo escuché de boca de mis mejores amigos, sea porque me cambiaron la vida en los últimos siete años, sea porque me salvaron o me sirvieron para hundirme más, hasta lo más oscuro, ahí donde, es difícil de creer, es necesaria la oscuridad más impenetrable para que aparezca la luz, una luz, no obstante, tan oscura y necesaria que cuando andas en problemas ilumina el camino de vuelta mejor que los más potentes faros marítimos.

 

Mi mente sigue suelta, vagando. ¡Ya deténte, hija de la chingada!

 

Pienso en los cambios demenciales por los que ha pasado esta ciudad; pienso en los que le siguen. Casi puedo jurar que lo único que reconoceré cuando vuelva, será el kiosco morisco.

 

 

Los espléndidos y arcaicos personajes que hoy bailan danzón serán entonces fantasmas.

 

Y yo también. Me disculpo, respetables damas y caballeros de fino porte. Jamás me verán bailando danzón. Pero estaré, no lo duden un segundo, con ustedes y con mis paisanos, la banda Arcade Fire, en el Más Allá —en el Afterlife.

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