Pensé estarían en Barajas esperando el vuelo procedente de Ecuador, esperándome a mí, con deliciosos contratos a los que yo, coqueta como Marilyn en Los caballeros las prefieren rubias, diría ¡no, no, no! Hasta que apareciera un trabajo tan irresistible, tan perfecto para mí, al que le diría por fin ¡sí, sí, sí! Y al que le estamparía mi firma y hasta un beso de carmín rojo.
El sueño español se me haría realidad (porque yo lo valgo).
Pensé que me reconocerían por la calle.
—Disculpa, ¿no eres tú la periodista ecuatoriana…?
Yo (mordiéndome el labio inferior, las mejillas coloreadas):
—Esto… Sí, ¿cómo supo que era yo?
—¡Cómo no voy a saberlo! ¡La noticia de tu venida circuló por todos lados! ¡Ven, tienes que trabajar para nosotros!
Y otro que pasaba por ahí:
—¡No, para nosotros!
Y otros más:
—¡Eso nunca! ¡Ella tiene que venirse a nuestra redacción!
Y yo dando vueltas de felicidad, los brazos abiertos, cantando en la Gran Vía como en una escena del musical Sonrisas y lágrimas.
Pensé que alguno de aquellos editores a los que les mandé mi desesperado currículo contestaría. Aunque sea uno.
Uno.
Pensé que se correría la voz de que estaba buscando trabajo y que alguien me recomendaría con vehemencia («eh, oigan, hay una chica que tiene diez años de experiencia en medios, que trabajó para Tal, Cual y Pascual. Especializada, idiomas, paquete de office, don de gentes: ¡debemos contratarla!»). Pensé que alguien escucharía esa recomendación y diría «desde luego, empieza mañana».
Pensé que lo de repartir tarjetas telefónicas en quioscos, estancos y tiendas de alimentación sería absolutamente temporal, que era cuestión de semanas que me llamara un periódico, una radio, una revista. Pensé que algún día los dueños de los quioscos, que me hacían esperar y esperar y esperar bajo el sol del verano y el hielo del invierno y que nunca se molestaron en saber mi nombre (me decían «la chica de las tarjetas»), leerían algo mío en un periódico de los que vendían sin saber que «la chica de las tarjetas» era la autora.
Pensé que al final de mes me pagarían lo acordado y no menos. Pensé que mi propio compatriota no me haría la putada de bajarme el sueldo de quinientos a trescientos euros porque sí, porque me da la gana, porque no te atreverías a denunciarme tú, sinpapeles.
Pensé que pagaría el alquiler sin problemas, que no tendría que recurrir (nunca más) a mis padres, que no lloraría antes de dormir, que siempre tendría un euro para una botella de agua en el bolsillo.
Pensé que todo eso estaba garantizado porque yo era una profesional con especializaciones y años de experiencia y que España, cómo no, se daría cuenta de eso.
Pensé que a mí no me pasaría lo de «otros» emigrantes: taxistas que son ingenieros, cuidadoras que son abogadas, deshollinadores que son profesores universitarios, repartidoras de tarjetas telefónicas que son periodistas.
Pensé que emigrar con todo mi bagaje sería complicadillo, pero no tremendo.
Pero fue tremendo porque emigrar a buscarse la vida (esto es sin contrato, sin permiso, sin garantías) es tremendo.
Lean lo que cuentan estos españoles en Suecia.
El que no sepa esto a estas alturas es tan idiota como era yo cuando llegué a España. Pero la emigración es el más potente desidiotizador que existe.
Díganmelo a mí.