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Con los cristianos: una temporada en Palestina

«Corren rumores de que ha habido detenciones en Belén en la noche anterior y también de que ‘el ejército disparó con cañones en Beit Sahur’, cosa que no puede ser más que una patraña. Pero las patrañas forman parte del cuadro, máxime cuando mucha gente está dispuesta a creérselas a pie juntillas».

 

Nos encontramos con esta frase al inicio de Cristianos (Libros del Asteroide), el relato sencillo y cotidiano, por momentos fascinantemente extraño, del periodista francés Jean Rolin sobre los cristianos de Palestina. La narración se sitúa antes del inicio de la invasión de Irak en 2002 y después de la ocupación de la Basílica de la Natividad en Belén. 

 

Entre la crónica y el libro de viajes, Rolin recorre la región buscando allí lo que se escapa de los titulares de la prensa internacional e intenta responder a las preguntas primordiales sobre la verdadera situación que viven cotidianamente los cristianos árabes. Tras su lectura uno termina por creer que todo se encierra en la última frase del extracto: hay demasiada gente dispuesta a creerse a pie juntillas las mentiras que encajan con su visión del mundo. Una mentalidad conspirativa que atraviesa a ambas comunidades (releo lo escrito y es evidente que no existen dos comunidades, ni en Israel ni en Palestina: otro éxito de la sinécdoque identitaria).

 

Jean Rolin es un viajero constante, que ya supera la sesentena, al que le acompaña una mirada perspicaz y deudora de su insólita infancia entre la Bretaña francesa y el Congo, hacia donde se encaminó como enviado especial del diario Libération en la década de los ochenta. La profesión de su padre, un médico militar, le ofreció la oportunidad de experimentar la diversidad y la exigente existencia moral del otro. Todo ello ha alimentado desde entonces las páginas de sus obras. También en la ficción, porque es novelista – y ha recibido premios por esta labor en Francia-, aunque sus mejores páginas están dedicadas a testimoniar los problemas de las culturas minoritarias o las injusticias que ha ido encontrando en su vagar por el mundo. 

 

La intensidad de sus opiniones, sin alzar la voz y sin las estridencias típicas, nunca han dejado indiferente al lector. Sus frases se basan en el análisis personal de lo vivido, en la evocación de anécdotas risibles o melancólicas y en las reflexiones sobre la historia política del país al que viaja. Y más allá del estilo didácto y pedagógico, sobre todo surge el arte literario necesario para construir sus narraciones.

 

¿Y por qué detener su mirada en los cristianos de Palestina? La repuesta es bastante sencilla: antes de su visita se había producido la mediática ocupación de la Basílica de la Natividad en Belén. Por ello, era una oportunidad para acercarse a la realidad cotidiana de los cristianos de la Tierra Santa.

 

Como muchos recordarán, en 2002 un grupo de unos dos centenares de palestinos, en su huida del ejército israelí tras una serie de atentados suicidas, buscaron refugio en el templo cristiano, que hoy en día sigue bajo la administración de dos comunidades, la católica y la ortodoxa griega, y con la nave como terreno neutral. El temido Tzáhal sitió el recinto y solo unas exigentes negociaciones solventaron la grave situación creada, que terminó con la deportación de varios de los cabecillas más peligrosos, según el Estado de Israel. La ocupación terminó en mayo, tras 39 días de incertidumbre. 

 

Cualquier error hubiera sido dramático. El problema diplomático no fue trivial. Como tampoco lo era en las conciencias de los cristianos de la región. Una profesora de la universidad de Belén le confesaba a Rolin que en aquellos días, «hubo momentos en que el Cielo dejó de ser un recurso para mí. Si El no podía defenderse a Sí mismo, ¿cómo iba a poder defenderme a mí?». No en vano, el templo de Belén es uno de los espacios cristianos más antiguos y santos y, además, forma parte de la secular tradición simbólica y cultural del cristianismo. Según cuenta la leyenda, la basílica fue construida sobre el lugar exacto donde nació Jesús de Nazaret (por lo que, algo que pocos saben, es un lugar sagrado también para los musulmanes). 

 

Entonces, Jean Rolin decidió hacer su maleta y viajar a Palestina. En Belén visitó una ciudad acosada por los toques de queda y en serios problemas como consecuencia de la segunda intifada y la ocupación israelí que había profundizado en la crisis económica. En el silencio de las calles, pesaban la mirada de los retratos de los mártires. Pocos días antes de su llegada, un terrorista suicida de Belén había asesinado en Jerusalén a 11 personas. 

 

Rolin descubrió con rapidez que su interés por comprender la situación de los cristianos palestinos iba a encontrarse con la cerrazón de todos los protagonistas, incluso de los mismos cristianos. De esta forma, un jesuita, al inicio de su travesía, le aseguraba que su ambición era inútil y no contenía una ápice de valor: «no se podía hacer esta distinción entre los palestinos».  

 

La lectura de este breve texto nos sumerge en las razones por las cuales los cristianos de Palestina son sujetos incómodos. Las pruebas de ello se arromolinan en la narración constante de Rolin. Su presencia es incómoda para los palestinos islamistas y para los, quizá mal llamados, laicos, pero también para los israelíes y para las onegés que colaboran en las diversas zonas del país. Página tras página, hasta la última, el lector termina considerando que los cristianos son incómodos hasta para sí mismos. Son una minoría sin porvenir, contradictoria y en real peligro de extinción. Rolin lo sabe porque ha charlado con ellos en sus iglesias, en sus casas o en sus comercios.

 

A lo largo de la narración, se hace evidente la sangría constante de la diáspora cristiana, porque muchos de los miembros de estas comunidades no encuentran una razón para seguir luchando contra todo y todos. En la actualidad se han convertido en minoría incluso en lugares donde antes eran una mayoría tradicional, asfixiados por la continuada ocupación israelí y la alta natalidad musulmana. No es extraño, por tanto, que la gran parte de los cristianos palestinos tengan más de un familiar directo en el extranjero. Y, a veces, uno cree que solo les queda el pasado, real o no, para considerarse las comunidades primigenias que se han mantenido firmes en su fe y espiritualidad, pese a la llegada del islam en el siglo VII. 

 

Con todo, no quieren ser juzgados como malos patriotas. Los cristianos rechazan la ocupación y colaboran en la construcción nacional palestina. Algunos incluso consideran legítimos los atentados suicidas. Se sienten y viven como palestinos de pleno derecho, aunque la realidad a veces contradiga este sentimiento. 

 

Hay múltiples historias, muchas de ellas anónimas, sobre las que se construye el relato de Rolin que lo demuestran. Todos reprochan a Israel su ocupación y su violencia, porque la viven en sus propias carnes. En estas páginas nos encontramos con la historia de una trabajadora de hospital cuyo marido tiene que huir de los soldados israelíes: «si no se entrega, lo mataremos cuando lo encontremos». A pesar de ello, los cristianos no suelen tener duda: los israelíes son considerados los únicos culpables de su situación.  Elocuentemente, un sacerdote ortodoxo le confirmaba con seguridad a Rolin, que «detrás de cada problema que ha experimentado el mundo, encontrarás siempre la mano de los judíos. Son tan testarudos que se han querellado hasta con Dios». 

 

Por eso, un número nada desdeñable participa de las organizaciones políticas palestinas (la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) de Arafat siempre ha sido apreciada por los cristianos palestinos) y han sufrido la represión por ello. Y algunos otros tampoco se olvidan de atacar a Estados Unidos, en menor medida también a Europa, pero no dudan en considerarlo como el mejor destino posible en el caso de exiliarse. Aún así, y aunque pocos lo digan, también son conscientes de que, se comporten como se comporten, seguirán siendo señalados como colaboracionistas y aliados del enemigo. Dolorosamente tienen que reconocer que son tratados de forma privilegiada, en cierta medida, por los israelíes.

 

Las acusaciones de conductas antipatrióticas en una sociedad como la palestina no son una cuestión fútil. Los reproches hacen su efecto en la vida cotidiana, aunque muchos cristianos miren para otro lado. Así, por ejemplo, el Patriarcado decidió durante la Navidad anular las celebraciones relacionadas con la festividad, ante el miedo a que las autoridades israelíes suavizarán el toque de queda por ese motivo religioso. De haber sido así, los cristianos hubiesen sido señalados por enésima vez. Por eso mismo, tampoco pudieron celebrar de forma privada cotillones y otras fiestas de Nochevieja. Un grupo, no  identificado, había amenazado a todos aquellos que lo hicieran en nombre del islam. Había que mantener el duelo a causa del asesinato de varios militantes palestinos. Aunque, como algún cristiano insinuaba pero sin levantar demasiado la voz por temor, esta injusticia era impensable en tiempos de Ramadán, por muchos fallecidos que hubiera. Los enfrentamientos entre cristianos y musulmanes no fueron recogidos por la prensa.

 

No cabe duda, los cristianos de Palestina son los grandes olvidados del conflicto, quizá porque al no entrar en los esquemas cerrados y diluidos en la cotidianidad del sufrimiento apenas cuentan para nada. Las narrativas establecidas pueden con ellos en todos los sentidos. De hecho, Rolin acaba su recorrido-testimonio con una frase demoledora: «pasé una parte de la noche preguntándome si no me habría equivocado de camino desde el principio: si no me habría entrometido en algo que, en el fondo, no era asunto mío». 

 

Creo que la respuesta del padre Read de Taybeh, una pequeña aldea cercana a Ramala, es expresiva y debería responder plenamente a la incertidumbre del periodista francés: «si yo tuviera que ser el último cristiano palestino, me casaría y empezaría de nuevo». A pesar de las dificultades, los cristianos resistirán en Palestina. Eso sí, como pidió el Sínodo de Oriente Medio reunido en octubre de 2010, deben «disfrutar de todos los derechos de ciudadanía, de libertad de conciencia y de culto, de libertad de enseñanza y de la educación y en el uso de los medios de comunicación». De lo contrario, peligrarían. Lo reconocía el propio religioso: «el día que nos sintamos extranjeros, perderemos».

 

 

Joseba Louzao (Bilbao, 1983), historiador e investigador en el departamento de Historia Contemporánea de la Universidad del País Vasco (UPV-EHU). Su ámbito de especialización es la historia de las religiones en el mundo contemporáneo. Ha publicado en FronteraD Arthur Koetsler: la biografía atípia del siglo XX, Tony Judt: la sutileza de la responsabilidad, Cómo se enseña la Historia en España y Vidas en susurros. Mantiene el blog La historia no tiene libreto

 

 


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