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Con nocturnidad

 

De la mano de Colegiala, de Osamu Dazai, me he lanzado solo a los brazos de la noche pekinesa, que si te descuidas, hace de ti un pelele en medio de un agujero negro. Por eso lo del libro, intentando esquivar a amigos y conocidos, cuando en el fondo deseaba reencontrarme con ellos. Y a la vez tampoco. Que de nuevo me vi paseando entre las embajadas, con noche cerrada, y el policía que posaba muy serio delante de la de Somalia –vete tú a saber si sería el mismo– atento a mis andares, que ya son tan extraños de día que uno aceptaría una buena detención con interrogatorio de tanto pasear de noche por las mismas calles ante sólo un tipo de humanos: uniformados chinos, armados aunque de apariencia débil. Ayudaría a mi detención, sin lugar a dudas, el gesto y el corte de pelo; que ayer un chino me dijo que era el que se llevaba en no sé cuál dinastía pasada, como queriendo decirme que me habría dado igual poseer el pelo de cualquiera de las meninas de Velázquez. Que la moda, en mí, es algo más que un antónimo.

 

Pekín, cuando prepara un desfile militar infantil-pletórico y a la vez, organiza un mundial de atletismo, se convierte en una especie de urbanización fantasma, con las avenidas semi desiertas y los cielos casi azules. Que luego aterriza un nuevo paria –siempre vienen de Occidente, subiditos y ridículos– y te dicen aquello de: “Joder, pero si aquí no hay contaminación”. Que no hay nada como tomar partido de un asunto al minuto de haber aterrizado, demostrándose el porqué del 25% de paro en España, con un 40% de jóvenes desempleados, cuando además éste lo era.

 

El Miles es una de esas coctelerías, sita en Sanlitun, donde pasaré más de una noche. La descubrí ayer y hoy ya estaba pegado a su barra, frente a una magnífica selección de licores. Siempre me centro en los maltas, normalmente japoneses, y en las ginebras. Como la cosa debía ser tranquila me decidí por la segunda atracción, mezclada con una tónica siempre novedosa, que a este paso la Schweppes acabará cerrando. Los cuentos de Dazai iban cayendo en el cajón de mis recuerdos mientras me planteaba el seguir consumiendo o cambiar de antro. La llegada de una pareja penosa –él gritaba al hablar y ella mascaba chicle a la vez que bebía un cóctel y chateaba a través de su móvil– me hizo replantearme el asunto, que fue cuando ascendí hasta la sexta planta del Nali Patio para, de nuevo, incrustarme en el Migas, que como si de una escena psicodélica se tratara –y juro que sólo cené un bacalao a la plancha con berenjenas ídem– me mostró una peculiar forma de hacer negocio y provocar, al menos en mi caso, la semilla de una idea: gasear la zona, donde decenas de parejas inventadas sobre la marcha, bailaban salsa, probablemente el movimiento musical más coñazo –si no se bailara no valdría ni para quemarlo a lo bonzo– donde siempre me pregunté a qué colegio fueron sus letristas. Eso sí, había excelsas bellezas por ambos sexos, bailando de formas inequívocamente provocadas por años de gimnasio, clases de danza, valentía en público, y algo de dopaje. Que yo, en lo de bailar, siempre fui de madera.

 

En el Migas, donde además fui invitado, descubrí una tónica, que anunciándose en la misma botella, indica que recogieron las plantas que luego gestaron la quinina a 1724 metros de altura, en ese colmo de lo progre en el que se ha convertido el gintonic. Iba combinado con una ginebra extraña –provenía de romeros, tomillos y demás hierbas mediterráneas– que en el fondo me resultó familiar: los Giró de toda la vida que ahora hacen llamar a su destilado Mare, y que avanzan en una región (Cataluña) que comienza a parecerse a una inmensa boina. Y digo lo de avanzar porque aparte de etiquetar todo en inglés –fuera traumas pre-bélicos de si en catalán o en castellà– se hacen llamar Gin Mediterranean, pasando de nuevo por alto ese manido asunto de la identidad; como si para hacer ginebra hubiera que sacar a relucir los colores y raíces de cada elaborador. Que el inmenso mar, a fin de cuentas, sigue siendo el único lugar casi sin fronteras. Porque dentro de nada dará más igual ahogarse en él que vivir jodido en tierra firme. Decir, con seguridad aplastante, que ese gintonic fue, con diferencia, el mejor de la noche, que continuó en el Glen, un clásico donde desde la marcha de su jefe/dueño japonés aquello parece más un lúgubre bareto con historia pasada que un bar de referencia. Entré, emocionado, recordando tantas y tantas noches bebiendo combinados de ginebra y tónica así como botellas de Yamazaki y Hibiki, cuando me llegó al aparato respiratorio un importante golpe nasal –una hostia, mismamente– que debía salir de algún frigorífico entre mal enfriado y levemente limpiado. Los cuatro mozos, nativos, me pusieron unas almendras manidas, y el gintonic, de Tanqueray 10, sacó a relucir la escasa pericia de los camareros, que si siguen sin jefe acabarán destruyendo un templo como la copa de un pino: el Glen.

 

En esas, me fui a mear, comprobando que los baños del edificio –lo comparten con otros negocios, aunque a esa hora sólo ellos abren– acumulaban más mierda que el camión de basura que se me cruzó en el camino de vuelta a mi hotel, algo frustrado por comprobar que al Glen le quedan tres telediario si no dos. Al menos, mientras me volvía a concentrar en la lectura de Colegiala, con la vejiga en el límite de su capacidad de almacenaje, sonó el Dream a Little dream of me, de Mama Cass, una obesa como las de antes, cuando cantar era mucho más importante que la imagen. Y dándole a la tecla me acuerdo, cómo no, de Mocedades, que hoy, en 2015, para salir en la tele, las obligarían a vomitar antes de actuar, a ponerse a dieta; en fin, a mutar su realidad corporal.

 

Antes de tomar ese taxi pasé por la puerta del Beer Mania, probablemente el primer bar que visité en Pekín, allá por junio de 2007, donde como si la imagen se hubiera congelado, encontré a franceses y belgas hermanados en torno a una bolsa de cocaína y una montaña de botellas de cervezas importadas, casi todas vaciadas. Y en la pantalla plana un partido de fútbol en diferido de la indiferente liga holandesa.

 

Ya en la habitación de mi hotel, y mientras escribo esta crónica de vida, desangro el minibar, con la esperanza de que al marcharme no me lo cobren. Porque la esperanza, muy por delante de la vergüenza, es lo último que se pierde. Al menos en mi caso.

 

 

Joaquín Campos, 25/08/15, Pekín.

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