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Con Rodin


Fue uno de esos días de final de primavera parisina, radiante de luz, cuando me topé con un tipo barbudo de mirada penetrante y tocado con una boina que parecía que se le iba a caer: “No se asuste hombre. Yo ya he muerto, pero resucito cuando me apetece para escuchar las sandeces de quienes visitan el museo. Es decir, mi casa”. Ni más ni menos era el mismísimo Auguste Rodin, el padre de la escultura moderna, nacido en París en 1840 y fallecido en 1917, cuando el mundo iba a sobresaltarse con la revolución rusa.

“¿Y qué, disfrutando de unas jornadas de asueto para pasear por el jardín de mi casa?”. Más o menos, le respondí algo tenso en mi áspero francés. “No se ponga nervioso conmigo, que yo soy, o mejor dicho era, una persona normal. Nunca me llegué a creer la fama ni pretendí ofuscar el éxito de ese narcisista pintor impresionista llamado Claude Monet, del que prefiero no acordarme. Él sí que quiso tapar el mío”.

Di con el artista mientras abandonaba el interior del bonito palacete que compartió en régimen de alquiler con el escritor Jean Cocteau, el pintor Henri Matisse y la bailarina Isadora Duncan. Había disfrutado mucho del recinto, de sus obras y sobre todo por el hecho de que el museo esa mañana no hubiera sido invadido por turistas, salvo un grupo de pequeños escolares franceses muy educados y bien dirigidos por sus profesores.

Sin embargo, en el jardín, mientras observaba su famosa escultura en bronce El pensador, de la que tanto nos hablaba el profesor de Arte en el colegio de los jesuitas de Zaragoza, me distrajo la atención la llegada de cuatro palurdos americanos, ya entrados en años y vestidos como si fueran al gimnasio, que entre gritos y risas se preguntaban por qué ese tipo se devanaba los sesos con el puño sobre el mentón. En su idioma, naturalmente, sin preguntar si yo hablaba inglés, me pidieron si les podía hacer una foto delante del monumento. Fingí no entender y añadí en español que no sabía sacar fotografías con esos endiablados dispositivos llamados móviles. Se quedaron un poco sorprendidos y pidieron auxilio a otra persona quien amablemente tomó la instantánea. Me pareció que un par de ellos me insultaron en inglés en voz baja, pero eso no me afectó.

Es ahí cuando surgió de los arbustos el escultor. “Hizo usted mal negando la solicitud, No hay que ser tan soberbio en la vida. Nunca entendí a esos artistas que se creen mejor que nadie y que ni se molestan en escuchar la opinión de los otros”, me lanzó de corrido.

Todavía yo no estaba repuesto del susto y tras felicitarle por su obra escultórica, cuando él me preguntó en su acento parisino qué opinaba de la escultura que tenía frente a mis ojos. “Me gusta mucho. Siempre que la he visto me ha impresionado la intensidad de ese individuo, su fuerza, su sufrimiento”.

Hoy en día, querido amigo, me dijo poniéndome su enorme mano derecha sobre mi hombro, pensar no sirve de mucho. “No hay tiempo para la reflexión, sino para lo inmediato”, afirmó Rodin. “Ya ve usted lo que dijeron esos americanos tan tontos”, agregó.

“No pienses tanto que te va a explotar la cabeza. Esa es una frase que yo escuchaba cuando era niño y sigo escuchándola ya de mayor”, le comenté en mi alambicado francés. “Así es, amigo mío. Así es. En mi tiempo también se escuchaba eso. Esta obra la incorporé a la Puerta del Infierno en homenaje a la Divina comedia de Dante. Ya ve, ahora que la Iglesia católica declara que el infierno no existe. Yo más bien diría que el infierno está aquí, en nosotros, en nuestras bajezas y fechorías. En nuestra insolidaridad y egoísmo”.

“Ya le he dicho que fallecí hace más de un siglo, pero cuando me aburro vuelvo a la existencia para observar y escuchar. Me encanta hacerlo y si estuviera vivo, todo lo que veo y escucho lo plasmaría en más esculturas”, afirmó mientras comenzamos a pasear por el precioso y bien cuidado jardín, el suyo, el de Auguste Rodin, con su estanque y sus estatuas en los flancos.

“Mire, tras El pensador yo haría una escultura dedicada al vicio y la hipocresía. El cínico la titularía. No tendría una forma determinada, un rostro concreto, un hombre o una mujer. Quizás sería grupal”, me explicó mientras nos sentábamos en uno de los bancos junto al estanque. “Qué maravilla de día, señor Rodin. Qué cierto eso de que la mejor estación de París es ésta, la primavera, la belle saison”, exclamé sintiéndome más seguro en mi trabado francés. Le conté entonces algunas anécdotas personales ligadas a esta ciudad, muchas preciosas y otras no tanto.

Cuando nos despedimos me recomendó aparcar aquellos sucesos que me marcaron negativamente durante mis tiempos pasados aquí e interrogarme como su escultura del pensador por qué fueron malos o incluso si realmente lo fueron.

“Escuche, señor, el mundo tiene cosas muy feas. Las hubo cuando yo vivía y también las hay hoy. Huelga citar una en particular. Hay muchas. Quédese con las experiencias buenas, con los recuerdos que usted haya conservado a lo largo de su vida o en sus estancias parisinas. Pero piense, amigo. Piense. No deje jamás de hacerlo. Pensar, reflexionar sobre nosotros y los demás nos hace sentirnos vivos. Y eso al final es lo que cuenta”.

Me preguntó ya casi a la salida del palacete a qué había venido a París y si planeaba quedarme durante mucho tiempo. Tras darle cumplida respuesta nos dimos un apretón de manos y abandoné el museo un tanto aturdido. Aún le oí exclamar: “Venga cuantas veces quiera. Aquí tiene su casa. Bien a gusto le invitaba ahora mismo a almorzar, pero, ya sabe, señor (por cierto, nunca me preguntó mi apellido ni mi nacionalidad), yo morí el 17 de noviembre de 1917, el año de la Revolución Bolchevique.

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