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AcordeónLa estrella vespertina. Memoria contra el coronavirusConcepción Molero Cruz, derrotada cuatro años antes del virus

Concepción Molero Cruz, derrotada cuatro años antes del virus

(El Prat de Llobregat, Barcelona. Madre, murió a los 80 años el 31 de marzo). “Ahí está”, dice mirando el interior del nicho recién abierto. “Ahí está”, repite con máscara y una intensa emoción. Ahí está, en el fondo del nicho, su hermano Antoñín, muerto a los 9 años. El Cementiri del Sud de El Prat de Llobregat abrió su verja el sábado, a las tres y media de la tarde, para enterrar a Concepción, una mujer de 80 años derrotada cuatro días antes por el virus. La verja se abrió como si fuera un entierro clandestino. Sólo los cuatro hijos, el conductor de la funeraria y dos enterradores. Siete personas. Siete máscaras. Siete distancias. Y poco tiempo, muy poco, para llorar: es un entierro de riesgo. La tarde sobre el cementerio es radiante: es toda una generación que se marcha con el cielo transparente. He visto estos nichos muchas veces desde el aire. Están pegados a la pista 25R, la de aterrizaje. Al verlos, llegando de Afganistán, de Irak, de Libia, siempre me he preguntado por la diferencia entre morir en guerra o morir en paz. Concepción no quería ser incinerada. Quería descansar junto al cuerpo del hijo que no llegó a la adolescencia. “Antoñín pilló meningitis a los cinco años y entró en coma. Murió cuatro años después”. Es el amor de una madre por su hijo enfermo. “El sueño llenará tu regazo de escanda, yo endulzaré para ti los quesitos, esos quesitos que son la curación del hombre”, dice la primera canción de cuna de la que tenemos noticia, escrita en una tablilla por una madre sumeria a su hijo enfermo. Es la fuerza más hermosa y triste que existe. En Sumeria hace cinco mil años y en El Prat hoy. Cuando el enterrador empuja el ataúd de Concepción dentro del nicho, me entra una extraña sensación: es como si nos estuvieran enterrando a todos. Como si estuvieran sepultando la vida que hemos llevado hasta ahora. La placa de mármol blanco que cierra el nicho tiene tallada la imagen de San Juan de Dios con un niño en los brazos. “Mi hermano fue el primer niño ingresado en el hospital de San Joan de Déu”. Deja caer su torso sobre el ataúd para fundirse con una madre de la que no se han podido despedir: en estos nichos lineales, los humanos son los ángeles en desconsuelo esculpidos en los viejos cementerios. “Nos dijeron que no trajéramos flores. Por el virus”. La única flor es la rosa que la funeraria ha colocado sobre el ataúd. ¿Por qué una flor es más flor si la cortamos nosotros?, me pregunto mientras cierran el nicho. El único avión que ha aterrizado durante el sepelio, justo antes de empezar, ha sido un Boeing fabricado en Seattle, operado por una compañía rusa y matriculado en las islas Bermudas. La misma globalización que nos ha metido en este agujero nos ayuda a salir de él: el avión está cargado con material sanitario. “Ya estás con tu hijo”. Es un entierro de riesgo y la funeraria pide a la familia que se acabe de despedir de su madre para volver a cerrar la verja. “Adiós, mamá”. Su madre no es un punto en una curva. Es Concepción Molero Cruz. La mujer que ya descansa junto a su pequeño bajo unos aviones que algún día volverán a despegar. Ya fuera del cementerio, los cuatro hermanos y algunos familiares que esperaban en el parking se acercan. Intuyo un acercamiento emocional entre alguno de ellos que antes no existía. Les doy el pésame. Con máscara. Con distancia. Y al alejarme, escucho que uno de ellos dice a los demás: “No nos podemos abrazar. Pues nada”. Plàcid Garcia-Planas. Gracias al diario La Vanguardia.

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