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Conchita Montes, un siglo de encanto, una época de España

 

Aunque pueda parecer mentira, la juventud y la belleza, eso que Jaime Gil de Biedma decía que era un tremendo fracaso, pueden cumplir un siglo como si nada. Es lo que le sucede a Conchita Montes, María de la Concepción Carro Alcaraz hasta 1940 en que debuta como actriz de la mano de Edgar Neville, el director de cine, diplomático y escritor, integrante de la llamada Otra Generación del 27, de quien fue eterna pareja y musa, aunque no estoy seguro de que le gustase el término. Hace cien años, el 13 de marzo de 1914, nacía en un Madrid alfonsino, todavía ingenuo y algo zarzuelero, en el seno de una familia acomodada y decididamente liberal quien luego sería Conchita Montes. Convertida en una estudiante de Derecho en el caserón de la calle de San Bernardo y a punto de irse a Nueva York a mejorar su inglés, en 1934 conoce a Edgar Neville, recién llegado de Hollywood. El encuentro con el conde de Berlanga de Duero, casado a su manera pero siempre muy sensible al encanto femenino, fuera hollywoodense o nacional, cambió la vida de ambos de manera radical. Tras el poético encuentro según unos en Nueva York y según otros en la muy madrileña calle del Arenal, Conchita, que ya reunía los tres adjetivos que le iban a acompañar toda su vida –distinguida, culta y guapa–, se convirtió en pareja reconocida, hoy diríamos que de hecho, más allá de todas las normas del divertido e ingenioso cineasta y escritor. Entonces los dos eran cultos, ricos inteligentes, ingeniosos, elegantes y guapos, pues Edgar aún no se había convertido en el personaje que empiezan a recoger las fotos de los años 40.

 

De la mano de Neville y en un Madrid abierto en el que a algunos personajes se les permitían ciertas cosas, luego ya ni siquiera a ellos, en tan sólo dos años Conchita Montes conocerá a muchos de aquellos que habían dado un tono plateado a la vida cultural española. Frecuentaba tertulias como las de Bakanik y Chiki Kutz, sucursal madrileña del cervecero donostiarra, y banquetes de todo tipo en los que conoció desde Alberti a José Caballero, pasando por Neruda, Buñuel, Cernuda, a los amigos de Neville –Tono, Miguel Mihura, José López Rubio– a Agustín de Foxá, a Pedro Salinas…, incluso hizo al alimón con Edgar la crítica cinematográfica de algún periódico madrileño, como revela en su obra J. A. Ríos Carratalá, el más entregado de los especialistas nevillianos. Ambos eran republicanos aunque con todas las contradicciones propias de un conde que le tenía simpatía a Alfonso XIII y de una chica bien del Madrid de la época, pero lo eran por lo que se suele ser, por la libertad que permitía el nuevo régimen y por modernidad antes que por convicciones firmes hacia la forma de gobierno alternativa a la monarquía. Este entusiasmo, que les llevó a afiliarse a la azañista y reformista Izquierda Republicana, estuvo a punto de costarles caro. A otros menos significados les costaría la vida.

 

La felicidad de la pareja, como la de todos los españoles, acabó en julio de 1936. Recién llegados de Nueva York una semana antes tras una travesía transatlántica en la que el paquebote era un cabaret, el levantamiento les sorprendió en Madrid, donde pudieron contemplar cómo la ciudad se deslizaba hacia un régimen de terror cada vez más ciego. Por fin, a finales de agosto lograron salir de la ciudad. Neville con destino Londres, donde iba a la embajada destinado como diplomático al servicio de la República, y Conchita con él, no se sabe muy bien si con otro salvoconducto semejante o si gracias a un contrato de trabajo como actriz que desde París le envió Marcel Achard, el dramaturgo, buen amigo de Edgar. Sea como fuere, la pareja consiguió salir de una decididamente ciudad hostil aunque no imaginaban lo que iba a suceder y en qué se iba a convertir la España sublevada.

 

Lo ocurrido desde entonces, un tanto confuso y nebuloso, acabó con el diplomático pasado a la ya conocida como España nacional, al igual que había hecho su amigo y también diplomático y escritor Foxá, y con Conchita Montes en San Sebastián tras un exilio en San Juan de Luz, donde parece que regentó un hotel para sobrevivir mientras Neville conseguía su salvoconducto para regresar a España. A todo ello hay que añadir un episodio difícil de mes y medio de reclusión en un convento tras haber sido detenida en Irún al entrar en territorio nacional, no se sabe a causa de qué. La época decididamente no estaba para bromas y aunque las amistades de Edgar como su encanto eran infinitas, su republicanismo confeso, muchos de sus amigos y la vida poco convencional de la pareja hería, y de qué manera, la susceptibilidad de una España que iba adoptando unos tonos cada vez más oscuros e intolerantes. Fueron los amigos de Neville, y también de Conchita, en el mundo de Burgos y de la Falange –Dionisio Ridruejo, Luis Escobar, la no menos fascinante Marichu de la Mora, hace poco desvelada por Inmaculada de la Fuente en su magnífico libro, Eugenio Montes…– los que consiguieron que la pareja se integrase en la España de Franco, que algunos falangistas tan jóvenes como ingenuos imaginaban sería alegre y faldicorta como quería el Ausente (José Antonio Primo de Rivera), sin saber lo que les esperaba.

 

Neville, al tiempo que recuperaba su condición de conde, se puso la camisa azul y desde entonces, con su amante, comenzaron a practicar esa cosa tan española de cuidar las formas (las externas, claro). Tras dejar de vivir juntos, Edgar se alistó en el Servicio de Prensa y Propaganda de Burgos, sin duda a sugerencia de su director y amigo Dionisio Ridruejo, y se dedicó a recorrer los frentes filmando documentales que exaltaban el valor de los nacionales tanto como denigraban la “barbarie marxista” que según decía se iba encontrando. También le dio tiempo a escribir varios cuentos que se publicaron en la revista falangista Vértice –una especie de Vogue con camisa azul luego reunidos en el volumen titulado Frente de Madrid, en los que proclamaba su entusiasmo por la causa nacional. No se libró Conchita Montes de ese período de meritoriaje y penitencia, pues tuvo que pasar por la expiación pública de su detención y por expresar públicamente su fervor hacia los sublevados. Para ello nada mejor que utilizar también las páginas de Vértice y la todavía enorme influencia de Dionisio Ridruejo. El resultado fue la publicación de un relato incluido en las Novelas de Vértice en el número de abril de 1939, titulado Paco y las duquesas.

 

En esta narración, que firma como Conchita Carro, la Montes, que todavía no lo era, describe el ambiente del Madrid del verano del 36, en el que tuvo ocasión de ver de cerca el terror que se había desatado en la capital desde los primeros días del levantamiento militar. Paco y las duquesas era una más de las muchas novelas dedicadas al Madrid rojo, a los sufrimientos y al terror desatado en la Villa y Corte, un recurso argumental de segura acogida que estaba de moda en la España sublevada, donde se contemplaba a la capital como una ciudad enemiga, como el Madridgrado de Francisco Camba, a pesar de haber finalizado el conflicto, un asunto del que nos hemos ocupado en Capital aborrecida (Madrid, 2010). Y es que, para expiar el conocido fervor republicano, el tema elegido por Conchita Montes no podía ser más acertado, sobre todo si tenemos en cuenta que precisamente tres de las novelas de la revista Vértice, publicadas como anexo en los números de abril, mayo de 1939 y enero de 1940, tuvieran como marco a la capital.

 

No es de extrañar que en cuanto pudo la pareja pusiera tierra por medio, marchándose de la cuartelera España del “ya hemos pasao” a la fascista pero algo más moderna Italia, a veces incluso algo futurista, a rodar en Cinecittà películas para mayor gloria de los vencedores. Así, en 1939, Conchita Montes debutó en Roma como actriz de la mano de Neville, como no podía ser menos pues sabía algo de cine, haciendo de novia de falangista en la película Frente de Madrid, conocida allí como Carmen, fra e rossi, una película que aquí fue prohibida entre otras razones, según el crítico del Arriba, porque la elegancia de Conchita Montes era incompatible con el Madrid marxista. Es el mismo destino que sufrió Rojo y negro, la gran película de Carlos Arévalo protagonizada por otra Conchita, en este caso la Montenegro, vieja amiga de Neville y otra de las actrices míticas del cine español.

 

El resultado del experimento romano fue el previsible. Conchita Montes llenaba el escenario con todo su encanto y personalidad de manera que hacía que se olvidasen las carencias de método que pudiera tener. Había nacido una actriz tanto de cine como de teatro de manera inopinada, dando la razón a Marcel Achard. Cierto es que siempre hizo el mismo personaje, un personaje que Edgar Neville supo perfectamente cuál era y que no dejó de escribirlo para ella en cine y en teatro, pero nadie lo hizo como ella. Tanto que a veces se duda quién pudo inspirar a quién.

 

Desde entonces se sucedieron las películas de esta afortunada pareja durante más de veinte años. Conchita protagonizó, entre otras, el ciclo de los dos sainetes madrileños, El crimen de la calle Bordadores y Domingo de Carnaval, un intento de renovación nevilliano de lo castizo, y su prolongación en El último caballo, de inolvidable secuencia nocturna de la Gran Vía. También protagonizó algún drama de tintes neorrealistas como la laforetiana Nada, cuyo guión es de la propia Conchita Montes, pero sobre todo interpretó como nadie a las protagonistas de La vida en un hilo, de la que siempre se ha destacado su toque Lubitsch, y de El baile, ambas ejemplo del género de la llamada alta comedia para el que parecían haber nacido tanto el autor como la actriz, pues hacía de ella misma como es lógico con la mayor naturalidad, en el cine y en el teatro. No es de extrañar que cuando aparecía se apoderase de la escena, eclipsando a los demás.

 

A su vuelta a España, en 1941, la pareja comenzó una fructífera década de trabajo al tiempo que se iban integrando en el Madrid de la posguerra, del que hay que decir estaban más cerca, sobre todo Neville, de lo que representaba que de la ciudad que habían dejado en el año 36. Conchita, menos entusiasta hacia el nuevo régimen, además de volver con Edgar Neville a tertulias como la del Lyon d’Or y a frecuentar a personajes como Eugenio D’Ors, Ortega y Gasset o Luis Escobar, fue la única mujer que formó parte del grupo, no poco misógino, de la revista La Codorniz, heredera de La Ametralladora, que habían fundado algunos de los humoristas que ahora se agrupan bajo el epígrafe de la Otra Generación del 27, que tan bien ha estudiado Emilio González Grano de Oro. Junto a Tono, Mihura, el propio Edgar Neville se encargó durante decenios de la creación del damero maldito, a cuya realización se había aficionado mientras estudiaba en Estados Unidos, lo que no deja de ser una originalidad más. Luego, a medida que flojeaba el franquismo llegarían otros amigos como Jean Cocteau, que confirmaban las buenas relaciones que tenía el dúo Montes-Neville

 

Hay que decir que Conchita Montes, que siempre se declaró republicana para escándalo de bien pensantes del franquismo que no concebían ese desparpajo, no se doblegó ni ante la vulgaridad ignorante ni ante los prejuicios sociales más rancios. La Montes era en sí misma la versión en negativo de lo que era la mayor parte de las mujeres españolas de la época, pero sin el respaldo de haberse liado con ningún ministro y sin las ventajas de haber nacido aristócrata. Era lo más parecido a un cocktail europeo: Una buena dosis de distinción británica, bastante encanto francés, unas gotas de deportividad americana, y de humor y gracia muy madrileñas, con un punto de frivolidad algo alocada. Además, era leída, muy leída incluso, licenciada en Derecho, políglota, aunque este término ya no se use, y traductora. Alguien así, que para más provocación era guapa y delgada, fumaba y bebía cocktails con naturalidad, necesariamente tenía que producir algún sarpullido. Nada de eso le importó nunca.

 

Nada mejor para entender la personalidad de Conchita Montes en la sociedad de postguerra que la memorable secuencia de La vida en un hilo en la que la artista, con esa personalísima y encantadora dicción que algún insensible a sus encantos se ha atrevido a criticar, comenta las maledicencias que dedicaban un grupo de rancias damas de la sociedad a una amiga suya que actuaba en un circo, supuestamente desnuda, haciendo malabarismos sobre un caballo. Conchita, aplicando la recomendación de Lampedusa según la cual en la impasibilidad está en la base de toda distinción, comenta el chismorreo como si no fuera con ella: “No, el que iba sin ropa era el caballo. Ella iba vestida de écuyer”. Neville puro, sí, pero también Conchita Montes en pleno ejercicio de sus capacidades y de su personalidad.

 

En fin, Conchita Montes además fue un personaje de mi infancia, pues la veía de niño, hablando con mi madre junto a la peluquería que ambas frecuentaban en la Plaza de Manuel de Falla, donde vivían Edgar y ella aunque en pisos diferentes, él en el segundo y Conchita Montes en el cuarto, creo recordar. Desgraciadamente apenas la recuerdo. La veía mientras jugaba en el pequeño jardín que hay en esa especie de square escondido en el Madrid yé-yé de los sesenta, o bien pasaba a su lado fugazmente al ir a ver a mi madre. Era suficiente para darse cuenta de que su forma de hablar y de fumar resultaba irresistible, aunque Neville ya volase en pos de una malagueña a la que casi triplicaba en edad. Desde entonces se dedicó a lo mismo que su personaje de El baile: a envejecer, pero sin dejar de ser ella, aunque ya se hubiera ido la belleza morena que encandiló a un Edgar Neville que venía de ver a las artistas de Hollywood en directo. Conchita Montes conservó el resto hasta que el 18 de octubre de 1994, al poco de cumplir los ochenta, una edad muy propia de una dama de la escena, murió en su casa madrileña de los últimos tempos, casi treinta después que desapareciera Neville. No hace falta decir que cerraba una época.

 

Se ha dicho que Conchita Montes era como una Katharine Hepburn a la española, una apreciación que quizás se deriva más de las coincidencias en su vida sentimental, aquello de ser amantes de un hombre casado, que de su personalidad o de su vida, pues que yo sepa ni la americana escribió ningún libro ni acabó ninguna licenciatura. Además, era más redicha siendo menos culta que la Montes, aunque esto es una opinión.

 

Han pasado cien años, mejor, un siglo, pues parece más castizo y probablemente le gustaría más, desde su nacimiento y aún sigue encantadora. Si no se lo creen vuelvan a ver La vida en un hilo –en efecto, un Lubitsch del madrileño barrio de Salamanca– o la maravillosa, aunque haya quien la considere algo torpe, Domingo de Carnaval, cuya secuencia final, que ofrece el perfil más clásico de la Villa y Corte desde el isidril Ventorrillo del Chaleco, estaba inspirada en un Solana que tenía Conchita Montes en su casa. En suma, otra época.

 

 

 

 

Fernando Castillo Cáceres (Madrid, 1953) es escritor, ensayista y comisario de exposiciones. Colaborador en revistas como Cuadernos Hispanoamericanos, es autor de libros como Capital aborrecida. La aversión hacia Madrid en la literatura y la sociedad, del 98 a la postguerra; Tintín-Hergé, una vida del siglo XX; Madrid y el Arte Nuevo. Vanguardia y arquitectura 1925-1936; Geografía Modiano y Noche y niebla en el París Ocupado. Traficantes, espías y mercado negro. En FronteraD ha publicado Partrick Modiano, un Nobel para la memoria y la indagación

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