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Condenamos la violencia, venga de donde venga

 

Una de las mayores y más peligrosas memeces políticas en circulación es la que sigue sentenciando como si nada que hay que condenar la violencia, venga de donde venga. Quien emite semejante consigna simula ser portador de una exquisita sensibilidad moral, pero prueba más bien que o no sabe lo que dice o -si lo sabe-  que busca nuestra perdición colectiva. No mantengo sólo que esa sentencia nace de  ignorar el abecé de la política, pues sería más exacto decir que ignora incluso la primera letra del abecedario de la política, su punto de partida, su condición misma de posibilidad. O, si se prefiere, que confunde la sociedad de los hombres con la celestial comunión de los santos. Esto, que no deberían permitirse ni los más ingenuos, lo sueltan aún para quedar bien demasiados, incluidos muchos de nuestros enseñantes, los más curtidos políticos y bastantes aguerridos chicos de la prensa.

 

1. Pues los hombres inventamos la política para obtener la seguridad que la hostil naturaleza nos niega y para librarnos del miedo que los demás nos infunden; en fin, para garantizar en lo posible que no habría guerra entre nosotros y sentar las bases de la sociedad civil. Luego vendrá todo lo demás que la política debe traer y cuyo compendio es la justicia. Si aún no hemos renunciado al sentido común, comprenderemos que, a fin de que nadie recurra impunemente a la fuerza física, alguien tendrá que disponer del derecho en exclusiva a ejercerla. Ese alguien deberá ser el poder público. De manera que condenar en política todo recurso a la violencia suele significar una de dos cosas. O sirve para subrayar la maldad primera de la violencia institucional, lo que por sí sólo justificaría una legítima violencia defensiva por parte de quien rechaza esas instituciones. O sirve para equiparar ambas violencias, de forma que no habría que reprobar la una sin reprobar a la vez la otra.

 

Claro que, si aborreciéramos por igual toda violencia (recuérdese: “venga de donde venga”), entonces nada nos pondría a salvo de una al menos: la del más fuerte sobre los más débiles. Si equiparamos en malicia la violencia privada  del malhechor y la pública del policía, olvidamos que ésta existe para prevenir o repeler aquélla y, por si fuera poco, dejamos de discernir entre las causas justas o injustas que de ella pudieran servirse. Todas las causas políticas valdrían lo mismo, cualesquiera clases de violencias serían igual de deleznables. Y si reforzamos todavía este angelical “buenismo” con aquello de que la violencia engendra violencia, venimos aún a añadir otra biempensante tontería. Pues lo que desata una cadena segura e imparable de venganzas es la violencia privada, pero la violencia pública se instituye con vistas a poner fin a esa presumible cadena infinita.

 

Claro que el ejercicio de esta violencia pública se justifica cuando se ajusta a derecho, naturalmente. Supuesto que en toda sociedad debe haber una fuerza ejercida por el Estado en régimen de monopolio; supuesto que el recurso a esa fuerza física puede y debe ser del todo legítimo…, lo que importa también es fijar los requisitos y límites para que la violencia gubernamental sea lo más acotada y justa posible. Tal es el núcleo del Estado democrático de Derecho, a saber, el imperio de la ley de todos sobre todos sin excepción. Y así  se entiende que pueda ser más disculpable la violencia indebida de un ciudadano ordinario que la del policía que se propasa en el ejercicio de su quehacer, precisamente porque la violencia de este último está destinada a protegernos de  cualquier otra.

 

2. Imaginemos ahora a un pacifista radical que cuestione esas tesis y en su lugar postule el rechazo incondicional de la muerte como instrumento político, como correlato de la estimación no menos incondicional de la vida. Y situémoslo a continuación ante un terrorismo que actuara en una sociedad dada. ¿Podrá mantener sus premisas sin contradecirse?

 

Rechazar la muerte es sobre todo rechazar la muerte de uno mismo. Es lo propio del miedo, que significa primero miedo a morir, no a matar. Y si es así, el rechazo incondicional de mi muerte violenta ha de llevar por fuerza aparejada la posibilidad condicionada de la muerte violenta de otro; es decir, me abstendré de amenazar la vida ajena siempre que ello no arriesgue la mía propia. Pensar otra cosa es autocensura o angelismo. Pero es que además esa aproximación a la violencia como instrumento preciso de la política se queda corta y resulta por eso harto engañosa. En el marco ciudadano la violencia pública no sólo protege mi propia vida física individual, sino también mi vida moral y política, así como la existencia misma de mi comunidad. No vale, pues, mirar la violencia tan sólo como instrumento de mi autodefensa. Si en mi huída renuncio a esa defensa, a lo mejor salvo mi vida, pero desde luego pongo en peligro tanto la vida y derechos de mis conciudadanos como la libertad de la comunidad entera por la que debería estar dispuesto a combatir.

 

¿Resultará aceptable entonces el rechazo absoluto de la muerte ajena? Lo que ahora condenaría de manera incondicional aquel pacifista es que, con cualquier excusa, otros mueran violentamente, ya  sea a mis manos o a las de otros. Ahora bien, tan tajante condena o bien choca con la tesis precedente, o resulta de imposible cumplimiento o arrastra consecuencias de todo punto injustificables. Pues se convendrá que el repudio absoluto a matar a otros sería contrario a nuestro rechazo no menos radical a morir a manos de otros. Si no estoy dispuesto en modo alguno a llegar eventualmente a matar para así evitar mi muerte violenta, entonces es que estoy dispuesto eventualmente a que me maten.

 

Vamos a suponer que ese propósito nacido de un respeto sin fisuras a la vida ajena pueda acarrear tan sólo mi muerte. En tal caso estaríamos tal vez ante un valioso acto de santidad: muero por no matar o para que otros vivan. Pero también podría suceder que mi muerte individual no viniera sola, sino que trajera consigo funestas consecuencias para los míos o para otros, tales como su vejación, sufrimiento o incluso su muerte violenta. Así las cosas, la conciencia habitual me ordenaría -al contrario-  rechazar un comportamiento que contribuya a la desgracia de mis familiares y amigos. En el primer supuesto, arriesgarse a morir por no matar sería heroico; en el segundo, llegar incluso a matar para que otros no mueran o sean humillados sería obligatorio.

 

De modo que la encendida negativa de uno mismo a matar ya contiene implícitamente la intención de  que sea algún otro el que se “ensucie” las manos en favor de uno mismo. En cuanto pongamos el límite infranqueable de nuestras relaciones en la legítima defensa de la vida, no habrá más remedio que encargar a otros la tarea institucional  -llegado el caso- de emplear la violencia y hasta de matar para proteger la vida de los ciudadanos. Y si ese límite amplía su radio, porque tampoco aceptamos vivir bajo la injusticia, más necesario todavía será que alguien en nombre de todos se encargue de blandir la amenaza pública contra quienes pudieran amenazar nuestros derechos. Quod erat demonstrandum.

 

3. Ya se ve cómo de aquellas premisas de apariencia tan delicada, pero tan indefendibles, se seguirían unas cuantas conclusiones indeseables. La primera de todas, la supresión de la política. Si frente a la iniquidad sistemática no hay lugar para la propia defensa y la de los otros,  incluso por la fuerza; si hay que entregarse resignadamente a la voluntad omnímoda del criminal o del déspota, o confiar en persuadirle con razones o plegarias…, entonces la política ha perdido su primera y más acreditada razón de ser. ¿No habría que llamar antipolítica a una situación en la que, a cambio de alejar la violencia física que amenace mi vida, me sometiera a todas las demás violencias? Allí cualquier desalmado sería ya mi amo potencial; puede ser mi amo real en cuanto se lo proponga. Pero si el Estado hubiera de desarmarse,  ¿para qué el Estado?

 

Negada la violencia pública legítima, y eso por presuntas razones éticas, se esfuman también los dilemas morales que aquélla conlleva. La ética de la responsabilidad o de las consecuencias habría sido engullida por la ética absoluta de las convicciones. Max Weber defendía una política animada por “la entrega apasionada a una causa” y por la “fe” consiguiente, pero que se hace cargo de sus consecuencias. Aquí, por el contrario, no se predica al ciudadano otro principio que el de salvar su vida a cualquier precio, la falta total de convicciones; y, a un tiempo, el total desprecio de sus consecuencias. Pero a quien postula esta ética habría que replicarle con aquel Max Weber: “has  de resistir al mal con la fuerza, pues de lo contrario te haces responsable de su triunfo”.

 

 

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