Nunca un libro de viajes coincidió tanto con mis emociones durante unas vacaciones. Volví a leer Confesiones de un burgués, de Sandor Marai, por segunda vez, como si fuera un estado de ánimo, el que tenía dadas las circunstancias. Cogía el autobús en la estación de autobuses de Belgrado para irme a Albania, y salía con la imagen grabada de cientos de refugiados sirios, afganos… que, tumbados sobre el polvo, pasaban las noches en los parques aledaños en tiendas de campañas, o sobre mantas y cartones. O una cola de 15 personas esperando detrás de alguien que terminaba de lavarse la cabeza en la fuente, mientras la ropa estaba tendida en las ramas de los árboles. Un ambiente de pobreza, tedio y desesperación mientras yo mismo viajaba sin que nadie me obligara a ello para, sencillamente, disfrutar de unos días de descanso en otro lugar de la geografía balcánica.
Era finales de julio, y todavía la noticia sobre la gran cifra de refugiados no saltaba a las portadas con la misma repercusión que ahora, aunque desde hacía meses no paraban de llegar “turistas involuntarios” a Belgrado. Sin embargo, mi culpabilidad burguesa, acompañado del libro, se reprodujo durante el viaje como si fuera un cilicio mental. Confundido ideológicamente, sin saber, si estaba mi percepción condicionada por mi estado de ánimo, el libro o por el mismo escenario que acaba de presenciar arrastrando mi maleta Samsonite entre sombras. Y pensé: si escribo algo será desde la altivez, pero también desde la constancia de que mi mirada será inevitablemente superficial.
Por este motivo, no es éste un recorrido espiritual, sino estético. Un recorrido limitado en cualquier caso porque 11 días, excepto si es en la celda de una prisión, no permiten otra cosa que nadar por el país sin mojarse la cabeza. Albania parece un país interesante, entre otras cosas por las mismas razones que lo son los países vecinos: por sus contrastes y contradicciones. Y, sin embargo, el país parece convivir con ellas de una forma mucho más armoniosa que sus vecinos ex yugoslavos, que siguen exorcizando demonios, los habidos y por haber, los propios y los extraños. Albania parece haberse construido y deconstruido, hasta asumir su legado, tan mediterráneo, como ilirio, balcánico, otomano, étnico-nacionalista, comunista y anticomunista, católico, ortodoxo y musulmán, y mostrar lo que decía Angel Wagenstein de las realidades locales: “ese revoltijo típicamente balcánico de pedazos de historia desmenuzados e incompatibles”.
La primera contradicción viene de afuera. Es la autopista que conecta Pristina con Tirana, una infraestructura mastodóntica que se ha ventilado un tercio del PIB anual kosovar, desproporcionada para el escaso tráfico que tiene, y que se estrecha de repente en una doble vía donde camiones, coches, motocicletas, bicicletas y peatones rivalizan por abrirse hueco para entrar los primeros en la capital, como si se tratara del videojuego Grand Theft Auto. Ese caos inicial tiene su gracia: coches de caballos, jubilados en bicicleta, un camarero con chaleco, y el trasiego de vehículos cambiando de vía de forma precipitada y, a veces, temeraria, sin que deje de haber cierta coreografía en todo ello. Y ese polvo gravitando, que se eleva entre solares, gasolineras, edificios de oficinas con cristaleras Rayban, talleres mecánicos y edificaciones sin tejado con los hierros verticales apuntando hacia el cielo, cuando, sin avisar, un águila bicéfala negra de varios metros en una rotonda se eleva como quien pone los huevos encima de la mesa.
Pese a que el primer contacto con la ciudad es vertiginoso y eléctrico, Tirana es una ciudad de corazón lento, pausado, incluso meditabundo, como un largo paseo de una pareja de ancianos. Como en el resto de los Balcanes, el nervio al volante del conductor se sosiega ante la cultura del café, las terrazas y los parques, como si todo el mundo anduviera con prisas para luego al final solo sentarse en el sofá a ver el fútbol. Las capitales balcánicas destacan por su hedonismo apacible, en donde cualquier burgués 2.0, y no solo ellos, puede conectarse a internet, intimar con el amigo de la infancia, burlarse de los transeúntes o quejarse de la situación económica delante de un cappuccino con un caracola dibujada sobre la espuma. Incluso, en la plaza de la Madre Teresa, donde se congestionan el griterío, los chándales y las zapatillas, el nervio juvenil de la ciudad se difumina ante las amplias avenidas y los espacios abiertos. A veces la mejor manera de combatir el ruido es abriendo las ventanas.
También, el misticismo religioso, tan asociado con la región, en Tirana parece disiparse en el ajetreo de las calles, en los pectorales prietos en camisetas ajustadas, en las zonas de moda en el barrio de Blloku, en los grupos de niñas chillonas con pantalones cortos y pulseritas de colores y en el neón que despiden algunas de sus construcciones religiosas, como la Iglesia Ortodoxa de la Resurrección. Incluso los cimientos de la gran mezquita balcánica, financiada por Turquía, que dará cobijo a 4.500 feligreses, parece más bien una recalificación urbanística que un futuro lugar de culto. De hecho, la misma imagen de la Madre Teresa, de origen albanés, pero nacida en Skopie, no es la de la devoción creyente, sino más bien la de una camiseta del Che Guevara cuyo copyright es objeto de discordia entre la capital macedonia y albanesa, que compiten, como dos niños, por la atención materna, por atribuirse el recuerdo patrio de la bendita y bendecida.
La espiritualidad parece estar en otros lugares, aunque solo atisbo a percibirlo a mi manera: en el puente de Tabak, en la pirámide ruinosa dedicada a Enver Hoxha, en la propia casa del monarca comunista, en cualquier mixtura de gambas, sepias y calamares, en los frescos de la mezquita de Et’hem Bey, en los frappé de sabores, en el bullicio contagioso de alguna escuela infantil, en la observación concienzuda con la que se compran las frutas y verduras de temporada, como los higos que, como piedras preciosas, se ofrecen en los puestos callejeros, o en la lectura absorta de una novela barata frente al lago artificial, en cuyo bosque de abetos se eleva una representación necrológica de los soldados de la Commonwealth, caídos durante la Segunda Guerra Mundial, pero también de soldados nazis. Para que uno o ambos altares no produzcan ningún corte de digestión, entre dichos memoriales se presenta los bustos de los hermanos Naim, Abdyl, y Sami Frashëri, figuras del nacionalismo albanés, como si el porte solemne de la consanguineidad albanesa pudiera conciliar ambos antagonismos. No es una rareza, es una metáfora bastante gráfica y generalizada. Es costumbre en los Balcanes que las contradicciones ideológicas se neutralicen con el ius sanguinis.
Desde Tirana a Vlorë, pasando por Berat, los monumentos comunistas parecen obra de la arquitectura galáctica, como llegados de otro planeta, en forma de estilismo astral. Solo el rojo sin vigor y los números tallados sobre piedra blanca denotan el paso del tiempo, pero esas formas geométricas parecen el decorado de gomaespuma de un programa infantil. La misma sensación que produce los cientos de miles de búnkeres que, como protuberancias surgidas de la hierba, despiertan la imaginación sobre tiempos no tan remotos. El cementerio partisano de Berat, incrustado en una ladera, ofrece al visitante sus lápidas como lenguas de piedra, ordenadas en estricto orden, pero distanciado estéticamente del verde circundante o de la piedra de los tejados otomanos que se concentran hasta el puente de Gorica, que ofrece una perspectiva que merece una postal de recuerdo sobre dos enamorados con las hormonas desatadas o, al menos, una foto en el Facebook con unos cuantos emoticonos felices. Algo parecido ocurre en Vlorë, donde el memorial se eleva tras infinitas escaleras para enfrentarse al horizonte en gradas y explanadas repletas de tumbas, en donde uno se puede encontrar a una corredora con chubasquero fucsia que no tiene reparo alguno en hacer de aquel lugar sacro su particular pista de atletismo, mientras estira las piernas con sus zapatillas Nike entre los cuerpos de los héroes partisanos.
En estos viajes la figura del viajero Evliya Çelebi, es un lugar común, pero de obligada reivindicación, quien durante el siglo XVII viajó por todo el imperio otomano, y dejó recuerdo de esta experiencia en Seyâhatnâme, enciclopedia del viajero y testimonio de una época, de la que quedan dos tesoros históricos: Berat y Gjirokastra, donde el músculo otomano, socialista y capitalista se baten en un pulso idiomático sin paragón. El barrio de Mangalem, en la primera, o el castillo con la siete ventanas, en la segunda, se encumbran sobre promontorios que dejan a la vista el legado industrial, pero también ocultan y protegen a esas ancianas vestidas de negro, que parecen las abuelas del mundo. Queda grabado en el subconsciente el magnetismo de esos tejados de piedra que, como peces de plata, inspiran las historias claustrofóbicas de Ismail Kadaré, las cuales cobran sentido a fuerza de percibir todos los susurros y ecos que se escuchan, solo interrumpidos por un grupo de holandeses con mochilas al hombro, y la convicción de que en otras partes de la ciudad bullen las casas de apuestas, las revistas pornográficas y las panaderías. Ese ambiente de pulsiones contradictorias que, de Zagreb a Belgrado, pasando por de Sarajevo o Salónica, se repite por todo el sudeste europeo, para descubrir que en cada ciudad hay varias ciudades.
En ese ejercicio de contrastes, en Berat se puede observar una casa de ladrillo hecha escombros en el terraplén delantero, frente al monstruo que es la universidad, construida sobre un solar donde la fachada se levanta como si fuera el mismo capitolio estadounidense, en una formación arquitectónica que solo por si misma simboliza la huella de Bill Clinton en tierras albanesas, como si fuera el mismísimo delirio de un DJ con aspiraciones a la casa oval, frente a la delicadeza del abolengo otomano y la uniformidad socialista. Esta fortaleza, en dirección hacia el barrio antiguo, se enlaza con una vía peatonal donde, como sultanes, los hombres toman el café frente a los paseantes, muchos de ellos en familia, mientras los niños van correteando entre sus progenitores. Me pregunto si vendrán desde los alrededores del estado del FK Tomori, donde los niños juegan en los charcos, las vecinas se gritan desde los balcones y las personas mayores se encuentran en los portales de las casas. Me lo pregunto porque solo son hombres los que allí se sientan.
Esa paz que emana Berat vive su particular antítesis en Vlorë, cuya grandiosidad estriba en la majestuosidad de su perfil de cemento y hormigón, sobrecargada, como está, de comida rápida, colchonetas fluorescentes y agencias de turismo, en una versión inyectada de esteroides del turismo kitsch de sol y playa, tan indigesto para el que persigue descansar, para el que ansía desconectar del mundo o descubrir cualquier singularidad local, tan parecido en este caso a otros lugares del circuito veraniego del Mediterráneo que ni a 10 metros del agua se escucha o huele el mar. Mi recuerdo más asentado entonces fue que Vlorë está vinculada a Europa para lo bueno y para lo malo: como ese afán consumista entorno al Luna Park, templo de las atracciones, los televisores plasma y la chuchería veraniega. Allí los niños juegan y los padres miran el tablet.
Su envés fue Himara, que es un molusco entre rocas. Comercios pequeños, restaurantes de perfil bajo, vías públicas para los paseantes despreocupados, niños jugando con cachorros de samoyedo y un ambiente de tarde de domingo a todas horas todos los días. Himara es un lugar sin pretensiones, tranquilo, como una biblioteca al aire libre, rodeada de colinas que descienden entre edificaciones a medio construir, hasta las arenas de piedras con agua limpia y clara, con sombrillas y tumbonas que nunca llegan a la máxima ocupación. Toda construcción se vuelve insulsa, con ese espíritu desafecto con el que se construye en toda la región, a impulsos, el del hambre, el de la gula o la siesta. Los locales parecen flotar, ensimismados en un estado de ensueño o de digestión, que ni los propios turistas nerviosos pueden excitar. Y termina uno por entrar en ese tran tran tan balcánico, pero sin fuegos artificiales de minorías, autoridades religiosas ni intelectuales. Solo hay un instante en el que el lugar sale de su letargo. El pescado llega todos los días de verano hacia las 15.30. Pero no importa la hora. La gente ve llegar el bote por la bahía desde sus casas y llegado el momento se precipita hasta el puerto. Los barcos tienen una balanza, donde se pesa la mercancía. La compra y venta es ágil, con preguntas y respuestas certeras. Los compradores se llevan sus bolsas en silencio. Las bolsas son azules. No tendría sentido que fueran de otro color.
Saranda y Ksamil son el destino final, como un Benidorm más del Adriático, sin más encanto que sus aparentes comodidades, donde comprar crema para el sol, poner tiritas a los niños, caminar por el paseo tomando helado o hacer cola junto al hostal para comer sencillamente un gyros. Los alrededores, como un cuadro inspirado en una epopeya latina, quedan emborronados por el atasco de veraneantes amantes de los altavoces y las motos acuáticas. Esta decepción no es más que un respiro para muchos, que pueden escuchar a Beyoncé mientras comen espaguetis boloñesa bajo el hormigón de cualquier hotel internacional de cuatro estrellas. Y es que son las ruinas prehistóricas de Butrinto las que le dan un barniz elegante a toda la zona, porque no hay mejor que un yacimiento para que el turbofolk albanés nos suene a música celestial.
Si el ambiente puede recordarle a uno a la península de Halkidiki –la isla griega de Corfú está enfrente– y a lo que llaman por la región turismo de tomate, con toda la despensa metida en el maletero, hay un barniz a sur de Italia inevitable. Como si la diáspora albanesa en Bari y Brindisi pasara los veranos en Albania haciendo, eso sí, el mejor expreso y pizzas que se pueden comer en los Balcanes. Aparte de las delicias locales, el ascendente italiano es mi recuerdo gastronómico más intenso.
La vocación contemplativa es posible en Albania, pero no tanto en sus carreteras, que no permiten la divagación, entre curvas y reviros que invitan al mareo, la inquietud o la observación de paisajes abruptos, que se despeñan hacia la costa, como cuando uno desciende desde el monte Çika y la playa de Dhërmi se observa como un punto luminoso de arena limpia al final del acantilado. Como cuando de un camino polvoriento nace una autopista sideral que recorre como una brisa relajante la marisma de Levan a Vlorë, un cortocircuito similar al embotellamiento repentino que uno sufre cuando se entra en Fier camino a Tirana. Como cuando saliendo de Gjirokastra el camino junto al río metamorfosea en una vía limpia entre anchos valles. Y así, Albania, se vuelve inesperada, y no hay manera de abstraernos de nuestra visión espacial, porque siempre tiene alguna sorpresa paisajística que depararnos.
Esta vida albanesa, modesta, así se resume en esos cicateros 11 días, los de un forense tan necesitado como estoy a veces de alejarme de los Balcanes, apartarme por unos instantes del cadáver balcánico, para volver con más fuerza si cabe a la sala de autopsias. Al no saber cómo renunciar a mis rincones favoritos, lo hice con la lectura, que es una manera como otras muchas de distraerse, de desconectar saliéndome de los Balcanes y, sin embargo, estar en ellos. Y Marai terminó por contagiarme su trauma de clase, en esa lucha constante por disfrutar de la vida, asumiendo no sin lamentos su condición de privilegiado. Habiendo estado en los Balcanes, reconozco que el viaje a Albania transcurrió no habiendo estado en ellos. O, tal vez, todavía pensando que había estado de vacaciones mientras cientos de refugiados emigraban, no precisamente para irse de vacaciones. En cualquier caso, al final no hizo falta la lectura para evadirme de los Balcanes. Desde que salí de Belgrado no abandoné la estación de autobuses y sin embargo estuve en Albania sin estar en ella. Confieso.
Miguel Rodríguez Andreu (Vigo, 1981) es editor de la revista de estudios balcánicos Balkania y co-editor de Eurasianet. Es autor de Anatomía serbia y Homofobia en los Balcanes. Reside en Belgrado. En FronteraD ha publicado No es fácil ser Slavko Goldstein. Escritor, croata, político, judío… y La derrota serbia o vivir orgullosamente.