A mí no me gusta contar cosas, exceptuando unos cuantos rocambolescos episodios sexuales a mis buenas amigas. Hoy, de hecho, iba a contarles cómo se vive en esta ciudad sin agua, pero a medida que avanzaba en las líneas, más cansada me sentía, y he tirado la página a la basura.
No confío demasiado en la gente que escribe para los demás, pensando que será leída. Al final, casi nunca los leemos a ellos, sino a su imagen, a lo que creen que deberían parecerse. Me dejan indiferente los que opinan o describen sin estar ahí, y todo el mundo cree tener una opinión sobre algo, algunas magníficamente elaboradas y expuestas, pero vacías de todo sentimiento, sin un rastro de sangre a su alrededor. No, no me interesa nada que no haya nacido de un desgarro, de una visión equivocada, de una pasión sin sentido, de una herida…
No me importan ya los libros ni las historias de todos los impostores, demasiado cobardes, como para mostrarnos de qué están hechas sus tripas. Sus ideas, que no lloran, que no se agitan ni tiemblan, sus palabras biensonantes, incapaces de arder, son como epitafios petrificados en la lápida del tiempo. Bonitas pero muertas. Que sigan bailando su baile de máscaras a millones de kilómetros de distancia de sí mismos, que continúen con esas otras novelas que no son, en definitiva, las de la propia vida, las del propio ser. Con su acerada lucidez, intensa como el rojo de un rubí arrancado a la tierra, y su perezosa desidia, adormecida entre el azul sin mística de una sobremesa, no hay otra historia que valga la pena que la personal. Pero vivimos en la superficie del ser humano, demasiado lejos de las entrañas, demasiado preocupados de que solo se vea el lado más brillante y artificial de nuestro envoltorio. Nadie se muere un poco cada día, nadie se reincorpora derrotado a dar vueltas como un imbécil en la rueda de la vida… Así nos lanzamos en tropel hacia la estupidez más absoluta y que más daño puede hacernos: la de no permitirnos ser solo seres humanos, aterrados y sedientos de amor. Pero eso nos lo callamos y construimos historias, entretanto, en las que en el colmo de la deshonestidad el yo siempre sale bien parado.
Escribo desde que era pequeña, empecé con unos diarios infantiles con los que pretendía entender, sin saberlo, por qué mirar a mi alrededor sólo me producía ganas de bostezar o de destrozarlo todo. Pero no me gusta escribir, sólo lo hago para no reventar. Es una operación quirúrgica, dirijo el bisturí contra mi misma para llevar la luz a las regiones más remotas en las que solo anida la oscuridad, para explicarme y explicar el mundo. No espero ni deseo el entretenimiento por el entretenimiento; para mí, un buen libro es aquel que me permite atravesar todos los infiernos y resurrecciones del otro, que son los míos; es un encuentro entre dos desconocidos en la interminable noche, dispuestos, cabeza en alto, a las confesiones más terroríficas.
Creo que esto es lo más parecido a mí que hoy puedo contarles…