Outsiders es un laberinto con diferentes entradas y salidas. Galerías y pasillos disfrazados de novela negra.
Nos encanta medirlo todo: las distancias, el trabajo, el prestigio, la amistad, el egoísmo, queremos incluso calcular el amor. Y el desamor.
Yo toda chiquita y mi mamá decía: “comparar es encontrarse.” Y yo me quedaba pensando en algo así como prender el bombillo del pasillo para ir a la cocina por la noche.
―La que haya dicho que las comparaciones son odiosas ―decía mi mamá― fue una pobre pendeja, porque solo comparando sabemos donde estamos. Cerca, lejos, feas, bellas. Con un buen trabajo o con uno bien horrible.
Y yo ahora mido el valor de una persona por lo que es capaz de cumplir. Mi papá, por ejemplo, siempre cumplía su palabra.
Mi papá nunca faltaba a sus promesas. Yo era una niña de nueve, y a una semana de mi cumple detuvieron a mi papá. Si no hubiera sido por eso, estoy segura que hubiera cumplido la suya y venir a verme. Entonces nos mudamos a Roma con JairoKá. Detención es una palabra muy linda para lo que en realidad fue un secuestro.
Por esa época en Roma lo único que me consolaba era Sandokán, mi pastor alemán. En las tardes, cuando salía del colegio, donde me daban clases de italiano, salía a un parque cerca de la casa. Sandokán era grande y ladraba de vez en cuando.
En las noches, cuando JairoKá se cepillaba los dientes, salía del baño y recorría la casa con el cepillo en la boca, hablando con mi mamá, la espuma en la lengua y a mí me parecía un perro con rabia. Lo odiaba. La casa tenía chimenea eléctrica, piso en madera, la sala con doble altura. Mi mamá no estaría con cualquiera. Cuando preguntaba por papá mi mamá contestaba que pronto vendría a visitarme, “tal vez la otra semana” decía.
En las mañanas, mi mamá cerraba el baño del cuarto principal, un baño recargado de luces que parecía el camerino de un equipo de baloncesto. JairoKá pasaba al cuarto de al lado, o sea, al mío, se afeitaba y limpiaba las cuchillas golpeando el mango contra el lavamanos.
Más tarde, cuando yo entraba y notaba esos pequeños grumos de pelos negros y gruesos, y costras de jabón pegadas a las baldosas, me tapaba la nariz y moría de rabia. Rompía una tira larga de papel higiénico y, sintiéndome la niña más asquerosa del universo, limpiaba el pegote.
Alguna vez cerré la puerta de mi alcoba con seguro. Me regañaron. Todavía no tenía edad, según mi mamá, para encerrarme. Era desesperante despertar en las mañanas y sentir los golpecitos de la máquina de afeitar contra el lavamanos. Moría de fastidio de solo ver a JairoKa salir de mi baño.
―Hay que entenderlo ―decía mi mamá cuando yo le pedía que hablara con él―, es nuestra nueva familia.
―¿Y mi papá?
―Tenés que dejar de pensar en Julián.
Y entonces allí su contradicción. Dejar de pensar en mi papá era dejar de compáralo con JairoKá. Mamá recordaba que no estaban juntos por su falta de conexión y yo la miraba sabiendo que era falso porque mi papá y mi mamá eran igualitos. Odiaba la mirada de amor de mi mamá por Jairoka. Pero peor aún, odiaba la mirada de amor de ese sujeto por mi mamá.
Cuando estaba pequeña jugaba a tener senos y a ponerme los brasieres de mi mamá y rellenarlos con algodón. La infancia es lo peor. O no, lo peor es tener un padrastro. Dicen que si un hombre quiere acercarse a una mujer con hijos tiene que enamorar primero los hijos antes que a la mujer.
Pienso todo esto sabiendo que soy hija de las nuevas generaciones. Creo que hay que escapar de ese viejo modelo de mujer y, aun así, también hay una parte en mi biología que sigue estando en el pasado y que no logra entrar en esa nueva construcción de feminidad.
No soy la mujer que mi mamá pensaba cuando yo era una niña, cuando me pintaba la alcoba de rosado, como si las princesas fueran para mí. Tampoco soy un hombre, ni mi mente, ni en mi sangre. No me gusta el maquillaje, no me gusta depilarme las axilas ni el pubis. No me gusta verme sexy. No me gustan las mujeres tan lindas, y una cosa muy importante: no quiero tener hijos.
Sabiendo que por encima de la evolución biológica está la evolución cultural, y que una se forma, construye, razona, compara, piensa, se educa, sabiendo todo esto, una sigue siendo un animal, eso es, biología. Por eso también, y a pesar de evidente equivocación, tampoco imaginaba a mi papá con otra mujer.
Mi papá era más inteligente que JairoKá. Así tuviera menos plata. Extrañaba mucho ver películas con él. La que más nos gustaba era “El perfecto asesino” donde un sicario decide cuidar a una una niña a la que acaban de matar a sus padres, su vecina. Nos encantaba esa película.
Mi papá me llevaba para su casa y preparaba palomitas de maíz y comíamos papitas fritas, chocolatinas y gaseosa. Y luego mi mamá se moría de rabia cuando yo le contaba lo que habíamos comido durante todo el fin de semana. Mi papá pedía domicilios de pizza y hamburguesas porque no le gustaba cocinar.
Una vez, entretenida en un partido de baloncesto en el parque del barrio, Sandokán se me perdió. Desesperada, caminé tres vueltas por el parque llorando. Había decidido avisarle a mi mamá y esperar el regaño cuando noté a la distancia que un señor de chaqueta lo traía. Era una chaqueta punkera.
―No hay que descuidarse ―me dijo en castellano.
Miró su reloj: caro, plateado, brillante. Sonrió, acarició a Sandokán y me despedí con la plena seguridad de que ese señor no era un total desconocido, como hasta entonces había creído, y que por el contrario me conocía más de lo que yo hubiera querido.
La noche que le cuento en Medellín, mi mamá buscó en el armario una chaqueta para mí. Estábamos, lógico, muy asustadas sabiendo que algo muy peligroso estaba sucediendo y con la plena seguridad, y esto lo sabíamos sin decirnos nada, que todo podría empeorar y de ahí la impaciencia y nuestra ansiedad y angustia. Nos abrigamos y fuimos a la cocina para buscar las llaves del carro. Por el barrio sonaban sirenas que atravesaban el rumor de la lluvia.
Mi mamá marcaba desde su teléfono móvil mientras iba de un lado a otro de la sala. Llamaba a JairoKá, el idiota musculoso, que iba bronceado hasta en invierno. Cuando se cansó de insistir, agarró su bolso de cuero y me apretó.
―¿Para dónde vamos?
No me contestó. Abrió la puerta del apartamento, sacó un ojo y chequeó el pasillo.
Salimos afanadas y bajamos por las escalas de emergencia. Los ascensores eran una trampa fácil. Lo sabíamos porque mi papá siempre lo repetía: en un desastre nunca se usa un ascensor. Las bombillas se prendían cuando pasábamos a causa del sensor de movimiento. Mala idea si el plan era evitar la ubicación.
Con una mano me sostenía y con la otra apretaba el bolso. Sus ojos estaban excesivamente abiertos y brillantes. Escuchamos un rumor en el pasillo oscuro. Mamá sacó el revólver del bolso, sin soltarme, y apuntó contra las sombras. Era el revólver que mi papá guardaba en la casa.
Mientras conducía, mamá no dejaba de mirar por el espejo retrovisor.
Las plumillas del panorámico barrían el agua y la visión de la calle 10b. Tan pronto como giramos a la izquierda para remontar la transversal inferior, en dirección sur, unas farolas se proyectaron desde atrás. A pesar de llevar el cinturón de seguridad giré para verlas: eran redondas y plateadas, parecían farolas fantasmas atravesando la noche y la lluvia.
Mi mamá aceleró corriendo el riesgo de derrapar y perder el agarre contra el pavimento. Cuando tomamos el giro fui sacudida y pensé que chocaríamos con el andén. Mala ruta pues la calle 10 era larga, sin opción para entrar en alguna callejuela e intentar perdernos. Aceleró en dirección del Parque del Poblado para tratar de torcer por otras cuadras.
Pasamos la noche escondidas en un hotel, sin volver a decirnos nada. A la mañana siguiente, un cielo gris se tamizaba sobre Medellín, una atmósfera plomiza por entre los edificios. Docenas de buses y camiones inundaban las avenidas. La vibración de sus motores era la palpitación de una ciudad que fermentaba. Luego de la insistencia durante la noche anterior, mi mamá pudo comunicarse con JairoKá.
―No, no eran policías ―dijo al teléfono móvil.
Fastidiada, fui a asomarme al balcón. Afuera estaba peor. Una nube de gas flotaba sobre la garganta del valle. Veneno por todas partes.
―Lo sé, porque lo sé ―escuché que decía.
En la sala había un juego muebles de cuero y un estudio con sillas. Un escritorio y una biblioteca de madera, con los entrepaños vacíos, todo dispuesto como si el cuarto de hotel fuera un apartamento para alojar por temporadas a un ejecutivo.
La nube de gas bordeaba las montañas y la reverberación de la industria era un ronquido constante. Cuando volví, me detuve a mirarla: descalza, jeans y brasier. Un cuerpo de mujer que me gustaba observar. Comparar. Medir. Varias veces había jugado a ser grande, a tener senos y a usar toallas higiénicas.
―No me estás poniendo cuidado ―me dijo, restablecida y confiada.
JairoKá siempre lo conseguía.
―Lentamente tienes que endurecer tu alma, ―me dijo.
Mamá se desnudó, fue a la ducha y antes de entrar giró:
―Ven y te bañas conmigo.
Quería soltarme a llorar. Mamá se detuvo. Allí estaba yo con la piyama azul, abrazaba a Batman, el único héroe que seguía conmigo.
―Mamá, ¿dónde se llevaron a mi papá?
Giró y me dejó con la pregunta en los ojos y mi Batman en un abrazo.
“Después de la tormenta ―decía mi mamá―, no viene la calma”, creo que lo leyó en alguna parte: “Después del dolor, si no nos ponemos a pensar deprisa, viene el abismo.”
Con ella me sentaba a ver las fotos que había tomado cuando trabajaba para revistas de turismo. Unas impresas y otras digitales. Yo todavía no había nacido, fue antes de conocer a mi papá. Era un trabajo duro, decía ella, porque tenía que mantener amistades con dueños de hoteles, con agencias de turismo, con medios de comunicación y eso suponía estar hablando a toda hora con gente displicente y arrogante.
Sus amigas le decían: “tenés un trabajo de maravilla: estás de viaje a toda hora” y ella pensaba: “ay, dios mío, si supieran”. Porque viajar constantemente te deja un sin sabor en la conciencia de cada minuto, como si no vivieras, sino como si estuvieras flotando a toda hora, como si nunca pudieras asentar los pies en la tierra o nunca pudieras despertar de un sueño que ya se ha vuelto una pesadilla, la pesadilla de no ser plenamente consciente del aquí y ahora. O eso, al menos decía mi mamá.
Total, mirábamos las fotos de la selva brasilera, Machu Picchu, Las cataratas del Iguazú, Parque Nacional Torres del Paine. Lugares comunes y turísticos de Latinoamérica, porque, antes de quedar en embarazo de su única hija, ella se especializaba en esta parte del mundo. Luego, conmigo a bordo de su viaje, y harta de vivir en hoteles, se estableció y se dedicó a la publicidad.
Trabajó para agencias importantes. Para Kotex vendió eso de: “siente todo, menos tu toalla”. Y para una empresa de tacones: “Una parte de ti se muere de ganas, la otra solo debe mantener la boca cerrada.” Mi mamá era como una hippie, una hippie chic, lo que pasaba era que no vendía manillas y collares, sino imágenes y sensaciones, diseñaba deseos. Era mi heroína.
Papá ya no vivía con nosotras, de manera que los domingos me llevaba de paseo y me traía por la noche. A mamá le preguntaba:
―¿Por qué mi papá había sido sorprendido tan fácil?
―¿Querés saber por qué? ―me decía―. Por orgulloso y por terco.
Y agarraba otro cantaletazo. Con el tema de mi papá, me cuenta que sentía rabia y tristeza, como si a pesar de las circunstancias aún tuviera un mar de reclamos para papá, un mar ancho de quejas y tan hondo y profundo como su amor por él. Lo de JairoKa fue pura venganza. Al menos inicialmente.
Esa noche en Medellín cayó un aguacero cuando se lo llevaron, afuera arreciaba el agua y las cortinas de viento golpeaban contra las ventanas. Prendimos el televisor y apagamos la luz. Mi mamá se acostó, como si lo que acaba de suceder le importara un pepino. Yo fui a pegarme contra el vidrio de la ventana. Tres pisos abajo, más allá de la cerca metálica que rodeaba el jardín, dos camionetas negras estaban estacionadas. Me hicieron pensar en el Doctor Cementerio, una serie policiaca que veía con mamá.
Más allá de la esquina y el laurel esperaba otro carro blanco, muy diferente de los otros. Era lujoso y deportivo, como los descapotables en las playas de Miami. Pero éste ni estaba descapotado ni en una playa, estaba en la noche de Medellín recibiendo un chaparrón.
La lluvia sofocaba el cristal y pude ver a mi papá salir por la reja del edificio abriendo camino por la lluvia. Trotaba con las manos esposadas adelante, intentando cubrirse del aguacero. La cabeza metida en una bolsa negra como de tela.
A un lado de los dos manes que entraron hasta la casa, trotaban otros cuatro por el corredor del jardín. El último, vestía chaqueta corta, punkera, las mangas más arriba de las muñecas, y una chompa que le cubría la cabeza. Llevaba un reloj sólido, pretencioso, plateado, que le brillaba bajo las lámparas de la calle. El resto de los hombres trotaban, menos el jefe que caminaba despacio. El jefe, el punkero.
Me acuerdo muy bien que un trueno partió el cielo y yo me acurruqué de susto. Cuando volví a la ventana, el hombre estaba mirándome, o al menos levantaba la cabeza. Me sentí señalada por una sombra. Salté atrás, creyéndome culpable y mamá preguntó qué pasaba.
―Hay un señor abajo.
Era uno de los que se estaban llevando a papá. Pero era uno que no estuvo en la casa. Nos pegamos juntas al vidrio. La figura negra del sujeto se recortaba contra la luz del farol. La chompa en la cabeza parecía la estampa de un monje. El hombre alzó el brazo y vimos el reloj de plata cuando se despidió. Mi mamá tenía las manos en la boca y los ojos muy abiertos. Le pregunté quién era.
―Nos tenemos que ir. Pero ya.
Afuera, el viento limpiaba las calles del barrio Las Lomas, el cielo perdía equilibrio y caía derrumbado sobre Medellín. Mamá buscó un par de chaquetas. Y así empezó nuestra fuga.
A pesar del tiempo recuerdo cuando mi papá dijo: “Siempre voy a estar con vos, Eliza” cuando yo estaba por cumplir diez años. Entonces estaba aprendiendo a que tenemos la manía de medir el miedo, la amistad, incluso que pretendemos calcular quién da más en el amor.
Muchos años después entendí que solo unas pocas personas logran medir el valor de las palabras. Mi papá era una de ellas. Me gusta pensar que la gente volverá a respetar su palabra, me gusta pensar que tengo la confiabilidad en mi carne, en mi sangre, en mi sexo.
Desde el balcón se extendía la oscuridad y en la distancia Medellín era un valle sembrado de pequeñas luces parpadeantes, un cañón castigado por un temporal que barría las terrazas y el pavimento. Yo tenía una piyama azul con delfines verdes, ―me acuerdo porque volví a verlo en fotos―, y es seguro que tenía abrazado a mi muñeco de Batman, uno de tela y esponjado, porque cuando yo tenía nueve años no me despegaba ni de esa piyama ni de ese muñeco.
―Pero Batman es un muñeco de varón ―me dijo un compañero de la escuela.
―¿Y a vos quién te preguntó? ―le había contestado.
Vivía con mi mamá en un tercer piso. Esa noche llovió mucho. En la sala de la casa, cerca de la puerta, esperaban dos sujetos con chaquetas negras y cara de matones. ¿Cómo son las caras de matones? Caras muy feas.
Alguien había ordenado detener a mi papá y estos sujetos estaban cumpliendo la orden.
Mi papá me levantó y me miró. Lo abracé y apreté mucho, sintiendo en mi cara su barba carrasposa. Sentí su olor. Nunca se me ha olvidado el olor de papá.
―Vos sabés que sos parte mía ―me dijo―. Y yo soy parte tuya.
Los dos hombres miraban a mi mamá. Ahora que veo sus fotos de joven me parece muy bonita. Con razón la miraban así. Ella esperaba desde la barra de la cocina, descalza, en camiseta deportiva y bluyín.
―Juntos por siempre, eh. No importa lo que suceda.
Papá sonrió y en esa sonrisa había amargura. Me dejó en el piso y caminó hasta la cocina, donde mi mamá. Era una cocina con batería de cuatro fogones, un par de hornos y una campana extractora en acero. Las tortas de chocolate y las galletas de coco que hacía con Matilde, la nana, eran deliciosas. Mi papá fue hasta la barra donde mi mamá, mirándola como si fuera culpable, como pidiéndole perdón. Ella lo abrazó y, como si se hubiera quemado, lo desenganchó. Como si se hubiera quemado o como si corriera el riesgo de quedarse pegada a ese pecho toda la vida.
Quería llevarme al pasillo para evitar que presenciara lo que sucedería a continuación. Me solté de su mano y me dejó ver cuando papá guardó en la chaqueta su cajetilla de cigarrillos y el encendedor.
Me pegué de mi mamá con muchas ganas de preguntarle qué estaba pasando, por qué estos dos señores se lo llevaban. Lo miraba queriendo estar con él, llevármelo para mi pieza y ver televisión acostados en la cama. No pude. Antes de cerrar la puerta, papá repitió:
―No importa lo que suceda.
Fin
Esta historia continuará…
Lea el siguiente capítulo: Santificado sea tu nombre