Bellísima vista al amanecer del Lago Trasimeno. Después del primer baño, me entrego a mis ensoñaciones sobre Aníbal y la batalla del Lago Trasimeno. M. me dice que podríamos en algún momento del fin de semana visitar el museo que hay dedicado a la batalla en la orilla septentrional del lago. Estudio la batalla, la disposición de las tropas, los escasos elefantes que lograron sobrevivir al cruce de los Alpes y la inevitable carnicería. Pero si nos pensábamos que hoy el día iba a ser consagrado al estudio o a la molicie, es que no conocíamos al marqués. Hay que ponerse en marcha para conocer el castillo de Migliano, en Marsciano, donde tiene su feudo en la campiña Venanti y donde M. pasó tantos veranos felices. Camino de Migliano, nos detuvimos unos instantes en un castillo próximo, el de Spina, en el municipio de Marsciano. En 1260, todo el pueblo le fue asignado en propiedad al barrio perugino de Porta Eburnea. Con tales credenciales gibelinas, no podían esperar demasiado cuartel del emperador Enrique VII, quien lo devastó por completo. No acabarían ahí sus males. En 1416, al tercer intento, Braccio Fortebraccio tomó el castillo y lo saqueó a modo. En diciembre de 2009 otro tipo de terremoto volvió a devastar pueblo y castillo. De allí, siempre en el municipio de Marsciano, nos dirigimos al castillo de Migliano. Venanti tiene un ala del castillo como feudo, del mismo modo que el marqués se ha hecho con un ala del castillo de Tatti.
Yo creo que M. es absolutamente sincero cuando habla de la necesidad de que los poderes públicos organicen un sistema de subvenciones y sinecuras para que los propietarios de este tipo de castillos puedan mantenerlos con decoro y dignidad, ejerciendo su función social de dinamizadores de la vida cultural de su entorno, de un modo análogo a como estructuraron la vida económica y social de su entorno durante el feudalismo. A mí este tipo de ideas y ocurrencias me hacen quererlo aún más. Además del cartel dantesco como heraldo de los males de Italia que también campa en su casa y en su atelier en Perugia, la casa es una prolongación y expansión de sus otras premisas. Si la casa es una forma elocuente de autobiografía, los espacios venantescos son una extensión y explicación al mundo de su proyecto vital y artístico. Cuadros, siempre propios, por doquier, grabados, esculturas, bustos romanos, heteróclitas colecciones, armaduras, espadas y todo tipo de panoplias, libros y más libros. Un lugar maravilloso. Comprendo que el marqués se sintiera aquí en su casa y haya escrito páginas tan bellas sobre aquellos años. El castillo fue construido en el siglo XII por los condes de Marsciano, procedentes de la Toscana y arraigados aquí, en Umbría. Uno de los miembros de la familia, que poseyó el castillo hasta finales del siglo XVII, Antonio di Ranuccio, tomó por esposa a la hija del famosísimo condotiero Erasmo de Narni, mejor conocido como Gattamelata. Ranuccio progresó en su propia carrera como mercenario gracias a la ayuda inestimable de su suegro. Primero al servicio de la República de Venecia y luego al servicio de Florencia. En esto los condotieros eran como los nuevos gladiadores, los jugadores profesionales de fútbol: se vendían al mejor postor y cambiaban de equipo como de camisa. Ranuccio, el señor de Migliano, como ahora lo es Venanti, murió como es debido en combate en 1484 y fue enterrado en Pisa. Tengo que buscar su sepulcro.
Tras la visita a Migliano, volvimos a Perugia y M. aparcó el coche en el aparcamiento de la Rocca Paulina. Subimos por las escaleras mecánicas y cruzamos con más velocidad de lo deseable las galerías piranesianas, pues Lerici había amenazado con desmayarse a lo Pepe, el hijo del jefe Sopalajo de Arriérez y Torrezno de Astérix en Hispania, quien contenía la respiración cuando algo no le gustaba. En este caso, el desmayo parecía que iba a ser provocado por inanición, pues como nos dijo a voces necesitaba imperiosamente ingerir algún alimento. Henos aquí buscando un figón que nos sirviese para cumplir el expediente y que no le diese la puntilla definitivamente a nuestra maltrecha economía. Como siempre en estos casos, pues las prisas son fatales para estos menesteres, elegimos un sitio poco adecuado. Comimos mal y nos fusilaron con la nota. Todo fuera por evitar el desmayo de la joven condesa de Prata.
Visitamos la catedral, el Palazzo dei Priori y M. consiguió, en calidad de profesor de la casa, que nos dieran salvoconducto para visitar la Università per Stranieri. Carlo Goldoni pasó en este palacio parte de su infancia y en la sala que ahora lleva su nombre, la Sala Goldoniana, dio su primer recital, como él mismo nos cuenta en sus memorias. M. nos enseñó el edificio de abajo arriba y de arriba abajo. Ahora comprendo un poco más cabalmente el lugar que ocupa en su corazón y en su memoria la ciudad de Perugia.
Al atardecer, en la casa de Ornella en el Trasimeno, evocamos la Conjura del Magione, en el vecino castillo de los caballeros de San Juan o de Malta, que ahora es la residencia estival del gran maestre de la Orden de Malta. Los conspiradores lo pagaron caro. César Borja era implacable [1]. Y en Magione nació Giovanni del Pian del Carpine, compañero de San Francisco en los tiempos heroicos de la orden franciscana. San Francisco lo envío en 1221 a predicar la fe a los teutones que aún eran paganos. Su fulgurante carrera en la orden (fue provincial de Alemania y de Castilla) culminó con el encargo que le hizo el papa Inocencio IV de negociar la paz cristiana con el Gran Kan Mongol. Y allí se dirigió, hacia la remota Tartaria, por la ruta del norte, a través de Alemania, Bohemia, Polonia y Rusia, por las riberas septentrionales del Mar Negro, el Mar Caspio y el Mar de Aral. La Ruta de la Seda arrancando del Lago Trasimeno.
Además de la escuadra española, los asistentes a la cena eran nuestra generosa anfitriona Ornella y una pareja de amigos suyos, Marco Cerbella y su mujer, Maura. Rubia, bronceadísima, de muy pocas palabras, pero fácil sonrisa, siempre atenta a las palabras de su esposo, y de los demás, pues es persona educadísima. Cerbella, a quien conocía por referencias de M., pues le hizo una entrevista para una televisión al lado del Lago Trasimeno, como buen mixtificador, nos hizo un entretenidísimo resumen de su vida. Nos recomendó que viéramos una película de Giuseppe Tornatore, La migliore oferta, yo creo que para que pudiéramos hacernos una idea cabal de su propia vida. Y tenía toda la razón: la película parece su autobiografía. “En toda falsificación hay algo auténtico”, se afirma en la película. “Esta es la razón por la que lo añoraré, Mr. Olden”, le dejó en una nota la pérfida protagonista al falsario interpretado por Geoffrey Rush. ¿En el amor fingido siempre hay algo de real, como en toda falsificación de calidad? Toda aquella poética y metafísica de la falsificación, me hizo recordar aquel aforismo de Schnitzler que me heló el alma hace tantos años: “Traicionar por un motivo preciso significa casi ser fiel”.
Cerbella es falsificador de antigüedades –no desvelo ninguna confidencia, él lo reconoce públicamente- y parece que lo hace por gusto, no por medro económico (es hombre de recursos, no tiene problema alguno para ganarse la vida). Ha esquivado la cárcel varias veces, como si fuera un trapecista. La más seria de todas fue la decimosegunda. Si se obtiene condena en esa vista, se va ya directo al trullo. En esa ocasión, Cerbella echó la casa por la ventana. Recurrió a lo que en Italia se llama Toga d’Oro, un letrado con cincuenta años de experiencia, catedrático de universidad. Uno de esos genios del derecho procesal que son capaces de sembrar la duda razonable en el más severo de los jueces. Sí, nuestro falsario esquivó una vez más lo que se presentaba una inevitable temporada en la cárcel. Y parece ser que, superado el trance, se cortó la coleta de falsario, como hacen los diestros cuando cuelgan la espada. Sabio pueblo el italiano y sabia su tradición jurídica. A la gente hay que enviarla a la cárcel por crímenes nefandos, por derramamiento de sangre, por infinita maldad, no por fruslerías como esta. Si alguien falsifica así, el estado debería hacer uso de su excepcional talento y darle una posición de privilegio y llevárselo a su terreno, como se hacía en Sierra Morena con los bandidos más eminentes. Sí, esta ley italiana me representa. Por otra parte, Cerbella es hombre cultísimo y de calidad. Lo sabe todo sobre la civilización etrusca y nos dio una clase magistral sobre las cosas que trajeron a Italia: el olivo, la vid, el ciprés. ¿Sería reconocible la Toscana sin esa tríada etrusca?
Entre el vino, el atardecer, el sonido de las cigarras, haciendo caso omiso de los mosquitos tigre que querían arruinarnos la velada, pronto quedó claro que Cerbella y M. van a emprender juntos un proyecto de una película. El resto de los asistentes nos ofrecimos entregados para formar parte del proyecto. Contemplando el espectáculo del lago Trasimeno al atardecer, nosotros también nos pusimos a pergeñar una intriga. Morte nel Trasimeno. Se trataba de arrancar una tormenta de ideas para poder redactar un guion cinematográfico. Ingredientes irrenunciables: un aristócrata arruinado buscando desesperadamente caudales con los que poder arreglar las goteras del tejado de su ruinoso castillo en Umbría –creo que es ocioso apuntar quién es el modelo en el que se inspira-; un falsificador de antigüedades de talla internacional; un pintor octogenario aficionado a heterodoxas tenidas y misas negras, al trato y ya solo contemplación de mujeres hermosas. Todo ello ambientado en una noche de truenos en una mansión asomada al Lago Trasimeno, propiedad de la Dama del Lago, trasunto de Ornella Busti. También acordamos que no debería faltar algún episodio erótico-vampírico. No son malos mimbres. De una noche parecida surgieron El vampiro de Polidori y el Frankenstein de Mary Shelley.
Mirando a Marco y a Maura, yo no podía dejar de recordar a uno de los malos sin fisuras de En busca del Arca Perdida, el elegantísimo arqueólogo francés Belloch-Cerbella, quien bebía los vientos por Marion-Maura y, muerto de celos y con gran pique profesional, arrojó a Indiana Jones a un pozo de serpientes con una lacónica e impecable despedida, destocándose de su panamá Montecristi: “Indiana Jones, adieu”. Siempre he querido protagonizar una despedida así (en el papel de Belloch, no terminando en el pozo de las serpientes). Belloch terminaría mal, eso es lo que sucede por vender tu alma al diablo y a San Adolfo de Braunau. Y como estas cosas, ya lo sé, no se piensan porque sí, me acordé de que ese mismo día M. nos había señalado la gran propiedad que tiene Georges Lucas en la zona, en una antigua abadía que había restaurado. Efectivamente, George Lucas fue el productor de En busca del Arca Perdida. Al final, Belloch-Cerbella se fue con su Marion-Maura a su casa y yo me quedé con los mosquitos tigre como si fueran las serpientes del pozo, no sin ir a darme un baño a la piscina con el marqués a la luz de las estrellas y seguir un buen rato dándole vueltas a la historia que acabábamos de poner en marcha. Al fondo el lago, me quedé pensando en cuánta razón tenía Umberto Eco cuando dijo aquello de que venimos al mundo como pirómanos y nos vamos de él como bomberos. Salvo los perversos y las perversas, que se mueven a discreción entre ambos negociados a lo largo, ancho y profundo de sus vidas.