Si hubiera que elegir una verdad universal sobre la discusión política de andar por casa, la más firme candidata sería, a bote pronto, la recomendación de no hablar del asunto en reuniones familiares. “No nos metamos en política” es la temerosa constatación de que la cena de fin de año puede acabar como un campo de Agramante.
¿Alguna esperanza de poner de acuerdo de una vez por todas a las dos ramas de la familia? Ninguna, a juzgar por los cada vez más abundantes estudios que demuestran cómo la gente intenta reducir lo que se llama “disonancia cognitiva” negando las afirmaciones que contradicen sus creencias más profundas. No es que no creamos al cuñado que piensa de forma diferente a nosotros, es que ni le oímos. Por el contrario, si quien nos habla es esa tía de nuestra misma tendencia ideológica, de entrada le daremos la razón, por lo que podría decir, como Groucho Marx: “¿Va usted a creerme a mí o lo que ven sus ojos?”. Evidentemente, a usted, querida tía.
La aparente inutilidad de la conversación política contradice la idea misma de democracia, régimen basado en la discusión, el intercambio de ideas y opiniones, que permite al ciudadano tener una opinión sólida de los asuntos de su tiempo. Sobre esa solidez –se supone- se asienta su voto.
Hace algún tiempo, en Colorado se llevó a cabo un estudio para el cual se pidió a un grupo de personas de izquierda, procedentes de Boulder, debatir con otro de gentes de derecha, venido de Colorado Springs, sobre tres asuntos: el calentamiento global, las uniones civiles homosexuales y la acción positiva. En ambos grupos había también moderados. Al concluir la discusión, los de Boulder habían modificado ligeramente su opinión, pero no para suavizarla, sino para moverse más a la izquierda, mientras los de Colorado Springs habían hecho lo propio para desplazarse más a la derecha. Los investigadores fueron David Schkade, Reid Hastie y Cass Sunstein, quien da algunos detalles más del experimento en su interesante libro On Rumours. Los autores concluyen: “El principal efecto de la deliberación fue hacer a los miembros de los respectivos grupos más extremistas de lo que eran antes de empezar a hablar”.
Entre unas cosas y otras podría pensarse que no vale la pena debatir. Pero yo creo que es mejor desechar la idea de que una discusión fructífera es aquella que concluye en acuerdo. En realidad, éste sólo es necesario en deliberaciones conducentes a tomar una decisión ejecutiva. Las conversaciones de Nochevieja casi nunca son de este tipo. Resulta útil ver al discrepante de nuevo año tras año, recordar que existe, y constatar que la realidad es mucho más poliédrica que un puñado de verdades inconcusas… Aunque nuestros ojos grouchianos insistan en decirnos lo contrario.