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Conservemos las tradiciones

 

En cuanto
ciertas voces cuestionan el futuro de alguna costumbre ancestral, ya sea por su
brutalidad o por su naturaleza discriminatoria, algunos del lugar se ponen
ariscos e invocan la sagrada tradición. Los encierros de toros de Pamplona -por
señalar un caso conocido- deben pervivir porque son tradicionales, tal es la
réplica habitual frente a sus detractores.  Quien esto escribe descree del valor incontestable de la
tradición como supremo argumento favorable a los encierros o a cualquier otra
práctica social. Instituciones o usos arraigados en una comunidad no valdrán
tan sólo porque vengan de antes, sino porque hoy se antojan justos o
convenientes para el común de sus ciudadanos. De suerte que ese criterio ha de
servir para el refrendo o el rechazo de unas cuantas realidades que entre
nosotros pasan por tradicionales. Y ello nos pide hacer algunas distinciones.

 

1. Hay una
especie de tradición que aún no es, pero que se quiere que sea. Me refiero a esas costumbres o prácticas inventadas
hace bien poco y que responden a la necesidad de dar pátina a nuestros actos
más ordinarios. El presente suele ser prosaico y aburrido, y nada mejor para
rescatarlo que infundirle alicientes novedosos y, mejor aún, dotarlo de
presuntos antecedentes ilustres. Ciñéndonos tan sólo a las fiestas populares,
los uniformes juveniles, himnos conmemorativos y cánticos al santo patrón,  guisos de toda la vida, desfiles de
autoridades, ceremonias inveteradas, etc.,  suelen ser de anteayer mismo, pero muchos las creerían
llegadas de la noche de los tiempos. Desde épocas bien recientes existe una
sorprendente afición a crear costumbres de la nada o de la casi nada. Ya se
sabe de dónde proviene el impulso: del prestigio de los orígenes, el valor de
la diferencia, el respeto de la identidad, el fomento de los rasgos culturales
y cuantos misterios nos han revelado estos últimos años los antropólogos y
gremios afines. Desde este narcisismo colectivo exaltamos el “nosotros”, lo
mismo que hacemos del “ser de los nuestros” la seña de identidad más destacada.
Todo es poco para resaltar el milagro de ser contemporáneos de vetustas
tradiciones a las que hemos visto nacer.

 

Ahí tienen asimismo las tradiciones que
fueron, pero que ya no son
. Esa o
aquella  tradición rigió durante un
tiempo, tal vez a lo largo de siglos, pero dejó de hacerlo varios lustros o
siglos atrás y no ha llegado viva a nosotros. La práctica en cuestión será
antigua, todo lo vieja que se quiera, pero no es tradicional. Tradición no
significa antigüedad. Tradicional es lo antiguo que pasa de padres a hijos (de tradere, entregar), y hay experiencias que las generaciones
anteriores no entregan a las siguientes. ¿Hará falta añadir que no hay dictamen
de la historia ni decreto de la moral, y menos aún de la política, que nos
obliguen con derecho a recuperar las tradiciones pasadas caídas en desuso? Los
vivos vivimos de incontables herencias que nos han legado los muertos, pero
también gracias a que hemos abandonado otras muchas por inútiles o
injustificables.

 

2. Más
conflictos suscitan en todas partes las tradiciones que todavía son, pero
que ya no deben ser o seguir siendo
. Se
trata de todas aquellas que es preciso revisar, y en su caso transformar o sin
más suprimir, a la luz de principios morales indiscutibles o principios
políticos universalizables. La dignidad del hombre no tolera que subsistan los
códigos tradicionales que perpetúan el sometimiento de la mujer o la pena
capital. Frente a la soberanía popular como clave de organización de lo público
han de borrarse las invocaciones a la voluntad de una Iglesia, del señor o del
amo, de la sangre, de la casta o del caudillo…, por tradicionales que sean en
una sociedad.

 

Negarlo sería tanto como consagrar en política
la llamada legitimidad tradicional, o sea, la conciencia de que la validez de
las normas y de su obediencia estriba en que siempre ha sido así. En nuestro texto constitucional –y por lo demás
expresamente contra sus principios básicos- una tradición que todavía subsiste
es la foral, esos presuntos derechos históricos que quiebran el supuesto nuclear
de nuestra igualdad como sujetos políticos. Fueron derechos cuando los derechos
no eran de los individuos sino de los territorios y monarcas, cuando no había
ciudadanos sino súbditos, cuando no había leyes nacionales sino locales. Esa
tradición del antiguo régimen se extinguió, por suerte, y con ella habrían de
extinguirse todas sus secuelas. Podemos disimular y estirarla alguna temporada
más, pero no lograremos justificarla.

 

Por eso, en fin, quedan tantas tradiciones que
aún no son y deben llegar a ser
. Son las
tradiciones contrarias a todas las anteriores y abarcan creencias y conductas
colectivas, instituciones y celebraciones acordes con la dignidad humana y la
exigencia democrática que todavía nos faltan. ¿Se instaurarán algún día? Sí,
tan pronto como muchos de nuestros sedicentes progresistas se liberen de su
profundo talante tradicionalista.

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