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Conspiranoia ‘made in Spain’. Historia y sociedad a través del prisma del complot

La prehistoria del conspiracionismo español se remonta a las persecuciones a los judíos de finales del Medioevo. En 1491, el rumor infundado del asesinato ritual de un niño en La Guardia (Toledo) llevó a la hoguera a varios judíos y conversos, y aceleró la expulsión de los hebreos de los reinos de Castilla y Aragón. La persecución se desplazó entonces hacia los conversos. Asociados injustamente a la revuelta de los Comuneros de Castilla, fueron uno de los blancos preferidos del Santo Oficio, junto con protestantes y musulmanes. A las brujas, en cambio, la Inquisición apenas las persiguió. En los procesos de Logroño –los mayores celebrados contra la brujería en España–, el inquisidor Alonso de Salazar “planteó sus dudas ante instancias superiores acerca de la verdadera existencia de las brujas” y trató de frenar la cacería. Los tribunales civiles de Cataluña y Navarra sí se mostraron implacables.

Hemos hablado de prehistoria porque en esos complots el elemento sobrenatural era determinante: los judíos y las brujas se conjuraban con Satanás en contra la Cristiandad. En las teorías de la conspiración propiamente dichas las tramas son puramente mundanas, no interviene demonología alguna. Producto de la Ilustración, se basan en la idea de que son los humanos quienes hacen la historia, y la hacen con medios racionales (léase, un plan). Estas características las distinguen rotundamente de las meras designaciones de chivos expiatorios comunes a todas las culturas.

Probablemente, la primera teoría conspirativa de cuño ibérico sea la relativa a los jesuitas. Además de atribuirles designios de dominio universal y de tener espías en todas partes, se les acusó de instigar en 1766 los motines de Esquilache en Madrid, una revuelta popular motivada por el hambre. Carlos III, que ambicionaba sus bienes y temía su poderío, los expulsó del imperio español, incluidas sus misiones en Sudamérica. El historiador Marcelino Menéndez y Pelayo no albergaba dudas de que hubo una “conspiración de jansenistas, filósofos, parlamentos, universidades y profesores laicos contra la Compañía de Jesús”. Los “delitos” de la orden, especificó, eran su autonomía de la Corona y la envidia que despertaban en el resto del clero.

Que haya narrativas conspirativas no significa que no existan complots reales. La primera mitad del siglo XIX fue testigo de la actividad en España de genuinas sociedades secretas de todo signo político. Los carbonarios autóctonos defendían las banderas liberales y nacionalistas; los comuneros profesaban un liberalismo exaltado; en la Isabelina militaban liberales como Aviraneta y Cardero junto a los generales Palafox, Palarea y Van Halen; y la Junta Apostólica, fundada durante el Trienio Liberal, bregaba por devolver a Fernando VII el poder absoluto. “Las sociedades secretas, integradas mayoritariamente, por funcionarios, profesionales liberales y militares, fueron un elemento clave en la instauración del régimen constitucional español en 1820”, recuerda el historiador Ramón Arnabat Mata. Pero no son estas los que aquí nos interesan, sino las historias infundadas de confabulaciones malévolas. Y estas ostentan una fisonomía inconfundible: en ellas nada ocurre por casualidad, nada es lo que parece, todo lo que ocurre es el resultado de acciones ocultas, y todo está conectado por fuerzas malignas que mueven los hilos en la oscuridad.

 

Un ejemplo de manual lo aporta la guerra de Cuba. Es cosa sabida que comenzó con el hundimiento del Maine, el acorazado estadounidense fondeado en el puerto de La Habana, tras la explosión ocurrida el 15 de febrero de 1898. Washington, jaleado por la prensa sensacionalista, lo achacó a las minas colocadas por las fuerzas españolas. Pero en Madrid nadie tenía interés en proporcionar un casus belli a la república imperial, y se pensó en un auto-sabotaje, pese a que el estallido ocurrió con los tripulantes a bordo y le costó la vida a 271 de ellos. Victimizándose, Estados Unidos rechazó una pesquisa independiente y declaró la guerra a España. Décadas más tarde, Fidel Castro –cómo no— insistió en la teoría del montaje yanky ideado para apoderarse de Cuba. El debate recién se despejó en 1976: la investigación del almirante estadounidense Hyman Rickover concluyó que la proximidad de la santabárbara a la sala de calderas causó la explosión accidental que hundió al buque. Pero en las teorías conspirativas los accidentes no tienen ninguna cabida: todo, hasta el último detalle, ha sido planificado por conjurados que rara vez erran el tiro.

Durante la Guerra Civil proliferaron las teorías conspirativas. La extraña muerte del líder anarquista Buenaventura Durruti a su llegada al frente de Madrid se adjudicó bien a una bala franquista, bien a un disparo accidental de su propio fusil, bien a un asesinato por sus compañeros molestos por su acercamiento al Partido Comunista Español (PCE), bien a un atentado comunista. Su muerte ha quedado como enigmas. Nada misterioso hay en cambio en la acusación hecha por el PCE al Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM) de colaborar con Franco. La formación revolucionaria había condenado los Procesos de Moscú, algo que Stalin no perdonó. Remedando las purgas soviéticas y con un documento falso como única evidencia, el PCE denunció que el POUM colaboraba con la quinta columna franquista e inició una campaña de acoso que culminó en un proceso judicial y el secuestro y asesinato de su líder Andrés Nin por agentes del Kremlin. En 1938, un tribunal proscribió al POUM porque su radicalismo debilitaba al gobierno a la vez que, para fastidio de los comunistas, negó su presunto contubernio con los fascistas. El episodio profundizó las divisiones entre los republicanos y aceleró la desmoralización en sus filas.

La conjura judeo-masónica, un clásico del pensamiento reaccionario, obsesionó a Francisco Franco. Que en España apenas hubiera judíos no obstó para que los considerase una amenaza existencial. Se conjetura que su manía a la masonería le venía del odio a su padre y a su hermano Ricardo, masones los dos. La Ley de Represión de la Masonería y el Comunismo promulgada en 1940 con su firma le endilga la pérdida del imperio, las guerras civiles del siglo XIX, la caída de Alfonso XIII y la transformación de la Segunda República en “satélite y esclava de la criminal tiranía soviética”. Consecuente hasta el fin, en 1975 Franco responsabilizó al contubernio masón-terrorista-comunista de las protestas realizadas frente a las embajadas españolas por los fusilamientos de miembros del FRAP y ETA.

Apuntemos de pasada que el conspiracionismo antisemita de raigambre hispánico tuvo el refrendo de un autor que posaba de “contracultural”: Fernando Sánchez Dragó. En su obra Gárgoris y Habidis. Una historia mágica de España, galardonada nada menos que con el Premio Nacional de Ensayo de 1979, se hizo eco del infundio del complot judío mundial al comentar, a propósito de la Segunda Guerra Mundial: “Los rabinos se sentaron a la mesa y movieron, con hilos largos, sus soldaditos de plomo: Hitler, Churchill, la Gestapo, las divisiones acorazadas, el Ejército Rojo…”.

En el tardofranquismo surgió un pasatiempo nacional: adivinar las intrigas del Opus Dei. La Obra de Escribá de Balaguer penetraba las cúpulas de las grandes empresas, la prensa y el Estado; que además manejara el Banco Popular la hacía sospechosa a los ojos de quienes veían en la banca un ente maligno. La implantación en otras latitudes de la denominada “masonería light y católica” hizo temer que quisiera dirigir los destinos del mundo. Su influencia alcanzó su cenit durante los gabinetes tecnócratas del franquismo tras imponerse a los falangistas y cayó en picado cuando Franco la apartó del gobierno, sin que por ello se redujeran las suspicacias de católicos, falangistas e izquierdistas. “La Santa Mafia” cobró notoriedad internacional gracias a El código Da Vinci (Dan Brown, 2003), novela que pinta al Opus como una tenebrosa organización capaz de todo con tal de proteger los secretos de la Iglesia. Como había ocurrido con los jesuitas, de nuevo una orden religiosa ambiciosa e influyente volvía a dar pie a las habladurías. Y como suele suceder en política, la facción perdedora en la lucha por el poder –la Falange, en este caso– atribuyó su desplazamiento a una conjura omnímoda.

En 1981, el síndrome tóxico provocado por la contaminación de aceite de colza con aceite industrial afectó a unas 20.000 personas y mató a 330. Se dijo empero que el estrago lo habían causado tomates rociados con el pesticida Nemecur de la multinacional Bayer, y que se lo ocultaba para no dañar las exportaciones hortofrutícolas. Tomando el testigo del rumor, la revista Cambio 16 responsabilizó a Bayer. Su reportaje omitió que, después de la retirada del aceite adulterado, no hubo nuevos casos; que la intoxicación causada por los agentes químicos de Nemecur no se asemeja al síndrome tóxico; y que la trazabilidad de los bidones de aceite estableció una causalidad clara entre su distribución y las intoxicaciones. Bayer demandó por difamación a Cambio 16, y los autores del reportaje se retractaron. Pese a ello, la muerte en 1985 por cáncer del más significado denunciante, el médico Antonio Muro, alentó el bulo de que había sido asesinado por los encubridores de la intoxicación.

En 1980, Herri Batasuna culpó al Estado de suministrar heroína a la juventud vasca para que “se consuma a sí misma en la adicción”. Calcaba así el cargo arrojado por los Panteras Negras al FBI de distribuir droga a los afroamericanos para alejarlos de la revolución. Pese a que el consumo de heroína subió en todas las regiones españolas deprimidas por la desindustrialización, el complot estatal sonaba bien a los oídos de la izquierda abertzale. Pero el juicio incoado a mandos de la Guardia Civil en Guipúzcoa por connivencia con el narcotráfico acabó sin condenas. No hubo ningún plan político de fomento de la drogadicción: los tratos de algunos oficiales con la heroína se limitaron a “lucrarse económicamente y conseguir confidentes para la lucha antiterrorista”, declaró el historiador Pablo García Varela a Eldiario.es. “No fue el único cuerpo policial que participó en el mercado negro de confidentes, al igual que ETA, que también tenía confidentes a su servicio de dudosa moral”, agregó.

Sin lugar a dudas, la teoría autóctona más impactante ha sido la relativa a los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid, poco antes de los comicios generales. España, recordemos, se hallaba en guerra con Irak como aliada de Estados Unidos. El gobierno de José María Aznar incriminó de inmediato a ETA, la izquierda abertzale lo desmintió y Al Qaeda reivindicó el atentado. Al día siguiente, las manifestaciones se polarizaron entre quienes clamaban contra ETA y quienes preguntaban “¿Quién ha sido?”. El 13 de marzo, y pese a la detención de una célula yihadista, el Ejecutivo insistió en la autoría de la banda vasca. Una multitud gritó frente a la sede madrileña

del Partido Popular (PP) que el gobierno ocultaba información con fines electorales. Al día siguiente, el PSOE ganó las elecciones. El 3 de abril, siete yihadistas, viéndose cercados por la policía, se inmolaron en Leganés. Más tarde, se supo que la Guardia Civil tenía intervenido el teléfono del jefe de logística de ETA y que, en la mañana de los atentados, este no salía de su asombro y barruntaba: “han tenido que ser los moros”. El ataque yihadista se impuso como la versión oficial de la tragedia.

El 23 de abril, El Mundo dirigido por Pedro José Ramírez salió a desmentirla. Le secundaban Federico Jiménez Losantos, el director del periódico Libertad Digital y presentador de la tertulia matinal de la COPE; y Telemadrid, la televisión pública madrileña controlada por el gobierno autonómico del PP. Negaban la autoría yihadista e insistían en la participación de ETA con la complicidad de policías fieles al PSOE, interesado en que el PP perdiera las elecciones. El candidato vencido, Mariano Rajoy, no tardó en sumarse: “No me creo que los detenidos por el 11-M organizaran los atentados”. Y Aznar declaró: “Los que idearon el 11-M no están ni en desiertos remotos ni en montañas lejanas”. Ninguno avaló sus dichos con pruebas o nombres.

El Mundo presentó como primicias falsedades, algunas tan ridículas como el hallazgo en la camioneta de los terroristas de una tarjeta del Grupo Mondragón, una cooperativa del País Vasco en la cual “han trabajado ‘abertzales’”, cuando en realidad era un casete de la Orquesta Mondragón. Sostuvo que el explosivo usado era el Titadyne manejado por ETA, pese a que el análisis químico demostró que se trataba de Goma-2 ECO robada de una mina asturiana y vendida a los yihadistas (uno de los ladrones, el exminero José Emilio Trashorras, que implicó a ETA en una entrevista con El Mundo, confesó que “ETA no tuvo nada que ver (…). Lo dije sin tener ningún argumento, más allá de querer confundir”). En la COPE, Luis del Pino definió la inmolación en Leganés de “siniestro teatro” y aseguró que se colocaron siete cadáveres para cargarles el 11-M. En la misma radio, Agustín Díaz de Mera, exdirector general de la policía, afirmó que se “había ocultado al juez un informe con pruebas de las conexiones de ETA con los islamistas”, pese a que estaba en poder del juez y negaba tal relación. Los propagadores de la teoría repetían que, dado que el beneficiario electoral había sido el PSOE, este tuvo que ver con la masacre (el criterio del cui bono –¿quién se beneficia?– es una “prueba” habitual del conspiracionismo). En paralelo con las versiones alternativas del 11-S, negaban la autoría de Al Qaeda y atribuían los atentados a un inside job de agentes desleales al gobierno de Aznar.

Después de que Losantos pidiera a los lectores de ABC que cancelaran su suscripción por la adhesión de esta cabecera a la versión oficial, su director, José Antonio Zarzalejos, aclaró que la campaña “no buscaba la verdad sino que respondía a otras pulsiones y fundamentalmente a tres: una mayor venta de periódicos y un aumento de la audiencia de radio (de El Mundo y de la COPE, respectivamente); el deseo de protagonismo y poder de determinados periodistas y la conveniencia política del PP de engancharse al carro de una ignota autoría –barajando siempre la de la banda terrorista ETA– para cubrir la mala gestión de la crisis que los atentados provocaron y la derrota electoral de 2004”. Durante más de un año, los defensores del complot polemizaron con El País –defensor de la legitimidad electoral de José Luis Rodríguez Zapatero– y ABC, decidido a impedir que le arrebatasen sus lectores.

Las refutaciones, más la sentencia que dio por probada la participación de seguidores de Al Qaeda, y las reiteradas reivindicaciones de los atentados por la red de Bin Laden arrinconaron a los conspiracionistas. Que cuando el PP volvió al gobierno en 2011 no moviera un dedo para descubrir la “verdad oculta” les restó más credibilidad.

Así las cosas, el nuevo director de El Mundo, Casimiro García-Abadillo –coautor de un libro sobre el Titadyne al servicio de la teoría conspirativa– entonó el mea culpa: “Dimos crédito a algunas informaciones faltas de rigor, que sólo tenían como fin confundirnos y llevarnos a un callejón sin salida. La labor de los servicios secretos (que se sirvieron de algún abogado y de ciertos miembros de las fuerzas de seguridad) fue crucial para hacer que los que buscábamos honestamente la verdad, pareciéramos una pandilla de iluminados”.

Más duro fue el testimonio de David Jiménez, otro exdirector del matutino: “En lugar de rectificar nos embarcamos en una huida hacia adelante que nos llevó a publicar durante años supuestas investigaciones para reafirmar nuestra teoría de una gran conspiración (…) el diario convertía coincidencias en evidencias, se alimentaba de informaciones poco fiables de la facción policial que degeneraría en Las Cloacas, exageraba cualquier elemento que ayudara a defender su versión –y ocultaba datos que pudieran contradecirla–, se camelaba a testigos para que defendieran nuestras informaciones y buscaba la destrucción de la reputación de cualquiera, juez, policía o periodista, que no siguiera nuestra estela. (…) Jota jamás lograría demostrar sus teorías, decepcionando por igual a quienes las creyeron y a quienes nunca lo hicieron”.

Impertérrito, Ramírez aseveró en una entrevista de febrero de 2022: “Estoy muy orgulloso de cómo el diario El Mundo enfocó la investigación… Me traicionaría a mí mismo si no repitiera que yo estoy convencido de que Jamal Zougam –el cabecilla de los yihadistas condenado, n.d.a.– es inocente”. El mismo año, Jiménez Losantos declaró: “¿Qué hicieron con la escena del crimen? Destruir los trenes, destruir la ropa, falsificar las autopsias de todos los muertos que se hicieron en tiempo y forma antes del domingo…”. El caso es que ninguno de ellos se atreve ya a incriminar a ETA, al PSOE o a poderes foráneos; cuestionan la versión oficial sin ofrecer alternativas. Es comprensible. ¿Quién admitiría que urdió un cúmulo de patrañas para facilitar el rearme moral de un PP desprestigiado? ¿Que difamó a la policía y a la magistratura para ganar oyentes y lectores renuentes a admitir que su partido utilizó electoralmente a las víctimas del terrorismo? La única conspiración que hubo fue la de El Mundo y sus asociados, la impresionante ilustración de cómo medios mainstream saben inventarse complots acordes a sus conveniencias.

Ridículo al margen, sus mensajes confusionistas calaron en un sector de la opinión pública. En una encuesta de 2006, el 23% de los consultados negó que los atentados hubieran sido exclusivamente obra de yihadistas; en otra de 2018, el 53% de los votantes del PP juzgaba totalmente o bastante cierto que ETA participó del 11-M.

Sobre ese legado de desconfianza en la prensa, la justicia, el sistema político y las fuerzas de seguridad volvieron las suspicacias sobre el atentado sufrido en 1973 por el almirante Luis Carrero Blanco. En aquella circunstancia, descartados los sospechosos habituales –la masonería y el comunismo–, las jerarquías franquistas confirmaron la autoría de ETA. Y Eva Forest, responsable de logística del comando etarra, detalló poco después los pormenores del magnicidio. No obstante, la película de ficción Operación Ogro (Gillo Pontecorvo, 1979) insinuó que los servicios de seguridad hicieron la vista gorda. Esta vaga especulación fue desenterrada después del 11-M. En los años siguientes se publicaron libros “de dudosa calidad académica que han abordado la cuestión desde el enfoque de las teorías de la conspiración acusando a los servicios secretos de Estados Unidos de América de estar detrás del asesinato”, manifiestan Gaizka Fernández Soldevilla y Pablo García Varela. Se refieren a La CIA en España, del periodista Alfredo Grimaldos; a Matar a Carrero: la conspiración, del periodista Manuel Cerdán; a Todos quieren matar a Carrero, del periodista Ernesto Villar; a De cómo la CIA eliminó a Carrero Blanco y nos metió en Irak, de la periodista Anna Grau; y a El vicio español del magnicidio, del criminólogo Francisco Pérez Abellán. Todos “insisten en el papel fundamental de la CIA y otros grupos de poder en el asesinato del almirante” y en que Estados Unidos quería evitar que el ultrareaccionario delfín de Franco abortase la transición a la democracia.

Su tesis hace agua por todos los lados. Si ése era su plan, la Casa Blanca cometió un error de bulto, pues el crimen no impulsó el aperturismo sino que produjo un endurecimiento del régimen. Ningún documento de la CIA o del Departamento de Estado acredita nada semejante (el citado Cerdán admite que no encontró ninguno que señale a la CIA como “conspirador” o aclare “si estaba detrás o no”); al contrario, los cables de la embajada en Madrid filtrados por Wikileaks reflejan el desconcierto estadounidense. Carrero garantizaba al Pentágono el arriendo de las bases de Rota, Torrejón y otras bases, ¿por qué el presidente Richard Nixon iba a desestabilizar un régimen amigo? Los historiadores Javier Tusell, Charles Powell, Antonio Rivera y David Mota descartan las interpretaciones que hacen de Estados Unidos el hada madrina de la democracia española. Lo único que estas prueban, si acaso, es la notable desconfianza de una franja del público en la historia oficial, la eficacia persuasiva del adobado periodístico de las teorías conspirativas, y el interés de la industria editorial en narrativas que repiten en esencia la misma tesis.

Otro episodio revisitado hasta el hartazgo ha sido el 23F, un golpe genuino inspirador de un sinfín de teorías conspirativas. La asonada de 1982 fue perpetrada por mandos del Ejército y la Guardia Civil, y fracasó por su descoordinación, la falta de apoyo en los cuarteles y la condena del rey. Los puntos todavía sin aclarar (la trama civil, las contradicciones del general Alfonso Armada, las ambigüedades de Juan Carlos I…) dieron pábulo a la suposición de que el monarca lo avaló con la intención de que fallara y así zafarse de la tutela militar, o para imponer un gobierno de unidad nacional que atara en corto a ETA y los nacionalismos periféricos, y, como el aprendiz de brujo,

se asustó a último momento de las fuerzas que había liberado. Las persistentes dudas motivaron al periodista Jordi Évole a producir Operación Palace, un pseudo-reportaje emitido en la cadena La Sexta el 23 de febrero de 2014. Con periodistas y políticos que se prestaron a hacer declaraciones falsas acerca de un plan del rey y los partidos dirigido a atajar el golpe en ciernes, Évole puso de manifiesto lo sencillo que resulta vender un complot ficticio con los ropajes de la investigación periodística.

Durante la pandemia del covid-19, el conspiracionismo vernáculo hizo gala de una

febril actividad, adquiriendo por primera vez el rango de pánico moral. Para gran escándalo, artistas de izquierda como los músicos Miguel Bosé y Enrique Bunbury se opusieron tajantemente a la vacunación alegando un montaje de las farmacéuticas, en frente común con un escritor emblemático del catolicismo ultramontano, Juan Manuel de Prada, convencido de que se trataba de una excusa para imponer una agenda plutocrática. El tam tam de las redes sociales advirtió del advenimiento de un nefasto Nuevo Orden Mundial, y de la sumisión del gobierno español a los planes de dominio planetario de Bill Gates, y se prodigó en acusaciones al comunismo internacional con resonancias franquistas (Santiago Abascal, líder de Vox, reprochó a Pekín que ocultase que el “virus chino” había escapado de sus laboratorios).

En una encuesta encargada en plena crisis por la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología, los adultos que suscribían el enunciado “Hay sociedades secretas que ejercen gran influencia en las decisiones políticas” se mostraron más reacios a vacunarse que los que confiaban en las autoridades sanitarias y los laboratorios. Nada demasiado distinto de lo observado en otros países, aunque aquí la población se vacunó en masa: en abril de 2022, el 86,8% había recibido la primera dosis, un índice elocuente de la distancia entre el barullo mediático y las prácticas concretas.

Superada la pandemia, la teoría del Gran Reemplazo cruzó los Pirineos. Denuncia esta narrativa un plan secreto diseñado por las élites globalistas para sustituir a la población blanca y cristiana por inmigrantes de color, principalmente musulmanes. Llamativamente, fue acogida con los brazos abiertos por dos corrientes nacionalistas antagónicas. De un lado, Jorge Buxadé, eurodiputado de Vox, declaró que en nuestro país “se promueve la inmigración masiva y desordenada apoyando un auténtico reemplazo poblacional”; del otro, Sílvia Orriols, la alcaldesa de Ripoll adscrita al ala xenófoba del independentismo, afirmó: “España utiliza la inmigración para colonizar y acabar con la nación catalana”, incitando a que Junts per Catalunya, temeroso de que Aliança Catalana le quitase votantes, exigiera al Gobierno el control de la inmigración en Cataluña. Una demostración palmaria de cómo un tópico conspiracionista es explotado por formaciones ideológicas opuestas al servicio de sus respectivas agendas, y contribuye a radicalizar a los partidos más moderados.

Las factorías del conspiracionismo no descansan. Recientemente, la Villa y Corte hervía de murmuraciones acerca del amago de dimisión del presidente de Gobierno, Pedro Sánchez, ligándola a la amenaza del Mossad con filtrar información comprometedora “hackeada” de su móvil si reconocía el estado de Palestina. La DANA inspiró extremos disparatados, como el que dice que Marruecos preparó la tormenta con ingeniería climática para arruinar a los agricultores valencianos.

Para no cansar al lector nos detendremos aquí, sin tocar las conspiraciones reales, un tema que requeriría un libro. Del complotismo español puede concluirse que, desde la persecución de los jesuitas, adaptó narrativas en boga en el extranjero. Al igual que en otras latitudes, ha tenido políticos, religiosos y periodistas conspiracionistas, y, últimamente, “profesionales de la conspiración” que han hecho un oficio de la denuncia de las tramas más descabelladas. Y como en otros países, ha servido a los fines más variados: ventilar malestares sociales, fungir de banderín de enganche a políticos e influencers demagogos, aportar explicaciones simples de fenómenos complejos, servir a los gobiernos para satanizar a sus opositores, designar cabezas de turco de las grandes calamidades… Ha sido un complotismo de segunda mano, con algunas muestras de originalidad patentes en los ficticios complots del Opus Dei y del 11-M. En este campo de la imaginación, España no ha sido demasiado diferente.

 

Este fragmento pertenece al libro Teorías de la conspiración: historia y sociedad a través del prisma del Complot publicado por la editorial Comares.

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