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Frontera DigitalConstruir lectores. Salvar mundos

Construir lectores. Salvar mundos


«Tu biblioteca es tu psique expandida» (VLM)

“Gracias a los libros sabemos que Sócrates desconfiaba de los libros” GABRIEL ZAID, Leer

Desde que era un joven estudiante de filología empecé a desarrollar la afición por ese subgénero de títulos que, más allá de su precisa catalogación dentro de las intrincadas categorías de la teoría, la crítica o los estudios literarios, a mí me gusta denominar, y perdonen la aparente tautología, como “libros para lectores”. Me refiero a aquellos ensayos que en tono más o menos autobiográfico, erudito o divulgativo, de forma más impresionista o académica, desde una perspectiva más integrada o, lo que suele ser más habitual, apocalíptica, sea como reunión de textos dispersos o con carácter más monográfico y sistemático, se dedican a hablar sobre otros libros, acerca de nuestra condición lectora o de lo que me atrevería a llamar el maravilloso oficio de leer: libros que no se acaban, que se ramifican, que remiten a otros, que hay que leer con papel y boli al lado, que van formando ese gran bosque, esa foresta infinita, desde la que parten y hacia la que se dirigen nuestros extravíos.

Pienso, mientras echo una mirada oblicua a mi biblioteca, en títulos como El fuego y el relato de Agamben, Las palabras de la tribu de Valente, La utilidad de lo inútil de Ordine, La mirada griega de Manuel Crespillo, Leer con niños de Santiago Alba Rico, El arte de encender las palabras de Berta García Faet o El último lector de Piglia. Pienso, por seguir con la enumeración caótica, en todos los de Steiner, claro. En algunos de Harold Bloom, Maurice Blanchot, Enrique Vila-Matas, Octavio Paz, Virginia Woolf… Y tras terminarlo hace unos días, tendría que añadir Construir lectores, del también novelista y poeta, amén de crítico y profesor (en mi antigua facultad, para fortuna de nuevas generaciones de estudiantes malagueños), Vicente Luis Mora, un ensayo en que, ordenando y desarrollando aspectos ya apuntados en obras anteriores, como su muy recomendable La huida de la imaginación, lanza un potente manifiesto en defensa de la importancia de las obras densas y complejas tanto para nuestra capacidad crítica como para la salud de unas sociedades expuestas a una galopante desertificación cultural.

Como en el caso de los arriba mencionados, estamos ante una obra que nos hace sentir que formamos parte de una comunidad ideal, siquiera como aspiración, constituida no ya por quienes amamos la lectura por encima de los libros –por quienes somos bibliómanos mucho antes que bibliófilos–, sino por todos aquellos que nos tomamos eso de leer –en tanto “piedra angular para la construcción del edificio propio”, en palabras de Mora– en serio y soñamos con un mundo, cuando ya no estemos, en que un poema, un ensayo, una novela sigan teniendo la capacidad de proteger a la especie humana de la intemperie a la que parece querer condenarnos la banalización, el fanatismo o el culto a la ignorancia que amenazan con llevarse por delante todo lo que de bello, bueno y verdadero se mantiene en pie.

“No me parece casual que la época de la sociedad más infantilizada que se recuerda coincida, con el declive de la lectura de obras literarias complejas y de verdadera calidad. No puede ser coincidencia –afirma el autor con pesar– que la más burda epidemia de noticias falsas, teorías de la conspiración manipulaciones masivas que hayamos conocido triunfe justo cuando los bestsellers formularios han desplazado a las narrativas sólidas que estimulan el pensamiento crítico, un borrado que ha contado y sigue contando con la complacencia del periodismo antes llamado cultural”.

Esa pérdida de “músculo pensante”, inversamente proporcional a nuestra obsesión por nuestros cuerpos, sometidos a todo tipo de tratamientos, estiramientos, presiones y punciones, es sobre la que alerta el autor de Centroeuropa. Y especialmente en un momento en que la lógica caníbal del mercado devora nuestra atención sometiendo nuestra identidad a una subasta sin fin, su llamamiento a que esa “milenaria cadena de lectores” no se vea interrumpida y seamos capaces de diseñar estrategias, en el seno familiar –¿no es, dice Mora, el rostro de nuestra madre el primer libro que leemos?– en los centros educativos –revirtiendo la actual tendencia de convertir la literatura en “autoayuda disfrazada”–, para que incluso a través de esa “atención difusa” que la era digital nos impone –nuestro mundo es, ¿y cuándo no?, textovisual–, seamos capaces de hacer sentido y crear complejidad, resulta especialmente apremiante.

“Los fines de época –escribía hace poco Guillem Martínez en uno de sus imprescindibles domingos– son así. Se ve poco y mal, desde muy lejos, porque los ojos que observan son, precisamente, de otra época”. Nadie escapa a esta circunstancia. Nadie se salva del derrumbe, que es como Martínez denomina aquí al periodo en que lo viejo no termina de irse ni lo nuevo de llegar, ese interregno en que, decía Gramsci, nacen los monstruos. Pero hablando de literatura hay que reconocerle a Mora –recordemos su ensayo El lectoespectador, del que el presente es un reposado contrapunto, por no hablar de su propia apuesta novelística, el haber intentado mirar siempre un poco más allá, el de haber tendido, todo lo frágil que se quiera, un puente entre épocas, una pasarela destinada a evitar que lo que siempre habíamos dado por supuesto, la presencia del lector –no lector en el sentido técnico de la palabra, claro está, sino de ese lector entusiasta capaz de ponerse en cola para hacerse con un ejemplar del The New Yorker con el último cuento de Salinger; de ese lector que no confunde facilidad con felicidad ni prefiere un algoritmo a Shakespeare o Sylvia Plath ni, maldita sea, confunde cualquier bodrio sentimental ¡con un poema de Borges!– no se convierta pronto, si no lo es ya, en una especie en extinción.

Mora, de más está decir, no se muestra confiado respecto al futuro. La sensación, parafraseando a Fernando R. de la Flor, de que ya nada puede detener la destrucción general de nuestras antiguas glorias, encantos y placeres, nos inunda a cada paso. Pero, asumiendo que la literatura ha perdido la centralidad en la propia conversación que tuvo en otras épocas en beneficio de las plataformas de ficción audiovisual u otros formatos generadores de relatos como los podcasts, los videojuegos, etc., la prueba de que no se resigna, como tantos otros, a quedarse sentado viendo cómo se lleva el puente la corriente, de que no se ha dejado seducir por la nutrida e ilustre estirpe de quienes, desde cierto indisimulado elitismo con frecuencia, pero también con muy fundados argumentos, han sembrado de funestos vaticinios el futuro de la Cultura en general y de la literatura en particular –al citado Steiner podríamos sumar pensadores tan lúcidamente sombríos como Gilles Lipovetsky, Zygmunt Bauman o Mark Fischer–, es precisamente este libro antitópicos y anticenizos cuyo último epígrafe lleva por título “Esperanza”.

Si para el autor esta última es hija de la necesidad, del deseo, de la razón o, como para Ernst Bloch, se trata de la fuerza activa que nos impulsa hacia un futuro mejor a través de pequeñas luchas cotidianas –¿escribiendo ensayos como este, por ejemplo?– carece de importancia. Aunque solo se pueda leer para iluminarse a uno mismo; aunque no sea posible encender la vela que ilumine a nadie más, como sostenía Bloom; aunque sea también discutible que la literatura nos haga mejores personas –o simplemente agrande nuestras inclinaciones éticas, para bien y para mal–; aunque tenga razón Juan Ignacio Ferreras, otro de nuestros pesimistas favoritos, en eso de que “es inútil la bondad de un libro contra la maldad del mundo”, el hecho mismo de debatir acerca de estas cuestiones puede ser considerado un síntoma de salud, de que nuestro cuerpo social se rebela frente a la crisis de sentido que afecta a tantos órdenes de la realidad, en última instancia, de que al menos todavía, concluye Mora –y que Harari nos pille confesados–, “todo lo que nos importa sigue vivo”.

Decía Sartre –autor de aquel brillante homenaje a su condición de lectoescritor que le valió un Nobel, que rechazó, titulado Las palabras–, en una de las declaraciones de amor más crudas que he leído, que “el mundo podría prescindir perfectamente de la literatura, pero incluso mejor del hombre”. No es poca cosa viniendo de un autor al que la mera idea del fin del mundo le aterraba – “si la humanidad viniera a desaparecer, mataría definitivamente a sus muertos”, llegó a escribir en el citado ensayo autobiográfico–, pero a riesgo de parecer unos exagerados este tipo de enajenación, nada transitoria, es la que nos invade cuando la literatura nos coge del pescuezo.

Nuestro horror ante las destrucciones de libros, los donosos escrutinios, el cierre de librerías y demás bibliocaustos –¿cómo olvidar la imagen, tomada por el fotoperiodista Gervasio Sánchez, de la biblioteca de Sarajevo hecha pedazos?–, más allá de ponernos en alerta frente al célebre oráculo de Heine de que se empiezan quemando libros y se terminan quemando hombres, nace de nuestro convencimiento de que no hay vida digna de ser vivida privados de la lectura, de que solo a través de un entrenamiento constante, placentero, pero a la vez exigente, podemos aspirar, por decirlo nietzscheanamente, a llegar a ser el que somos. De ahí que para el archilector, el más temible adiós no sea la propia desaparición, ni siquiera el fin del mundo, sino la pérdida de la capacidad de leer que supone la ceguera. Borges, que huyó de la autocompasión y que escribió (dictó) muchos libros –libros que se resintieron, naturalmente, por su discapacidad– se acercó a esta especie de muerte en vida, a este abismo, al padecer en carne propia “la magnífica ironía de Dios”, que le dio “a la vez los libros y la noche”. Solo la lectura en voz alta de su madre, primero, de María Kodama más tarde, sumado a una portentosa memoria entrenada en mil y una bibliotecas, lo salvaron de quedar fatigando sin rumbo, como un Ulises varado frente al terrible silencio de las sirenas –por utilizar la popular imagen de su admirado Kafka–, los anaqueles cenicientos de la “biblioteca de los sueños”, allí donde aguardan no los expedientes de nuestro inconsciente, como en la extraordinaria novela de Kadaré, sino donde van a beber cuantos desean preservar la tradición de pirómanos y lotófagos, pero sobre todo, quienes tienen la certidumbre de que toda una serie de mundos nuevos esperan ser alumbrados.

Al final, para quienes, humanistas irredentos, hemos aprendido a imaginar “el Paraíso bajo la forma de una Biblioteca”, la publicación de un (buen) libro que hable de (buenos) libros es siempre motivo de celebración y solo por eso a Vicente Luis Mora debemos darle las gracias por invitarnos a la fiesta. Bailemos, por tanto, pensando que el único hielo cuya trayectoria debe preocuparnos es el que se derrite en nuestras copas. Y que lo que tenga que pasar nos pille leídos y bien leídos.

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