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Construyendo el castillo

 

 

 

Un consejo: si tenéis pensado visitar algunas cataratas es mejor hacerlo durante la estación seca. Durante esos meses, la caída del agua, lo que son las cascadas en sí, se ven mucho mejor que en la época de lluvias. Uno pensaría que es al revés y que es precisamente cuando el río va más cargado de agua en el momento en que las vistas son más espectaculares. Pero hay un dato a tener en cuenta: el agua es tan abundante y baja con tanta fuerza que crea una cortina de vapor de varios metros y oculta el relieve. 


No es que las cataratas o cascadas tengan mucho que ver con James Rhodes. O sí, quien sabe, pero la semana pasada, mientras terminaba Instrumental pensaba en eso: en la fuerza del agua que genera vapor. En el vapor que a veces no nos deja ver el agua.


La contra de Instrumental es antológica: “Me violaron a los seis años. Me internaron en un psiquiátrico. Fui drogadicto y alcohólico. Me intenté suicidar cinco veces. Perdí la custodia de mi hijo.” Resumiendo: quien quiera echarse unas risas, ya sabe que ese no es su libro. Desgraciadamente, a Rhodes le pasó todo eso. Pero también le ocurrió otra cosa: la música. Porque primero vino la herida y después llegó la música, que la curó. No sabemos si la herida es condición de posibilidad del arte y nunca lo sabremos, pero en estas memorias de música y locura, lo que importa es lo que el compositor hizo con el dolor, la forma que le dio. Rodhes es uno de los más eminentes concertistas de piano de la actualidad y un gran renovador de la musica clásica. 


Leí o –mejor dicho– sufrí, el libro, y desde que lo terminé, tengo ganas de escribirle un email para darle las gracias por varias cosas. Por haber sobrevivido a esos años oscuros, por haberles dado un sentido. Pero sobre todo, por habérnoslo contado.


El sentido es algo que damos retrospectivamente a las cosas, únicamente comprendemos al mirar atrás y tiene lógica que así sea. Es difícil, mientras se está luchando por salir de la tormenta, atisbar un poco de claridad y entender que lo malo, lo terrible, también puede tener otro tipo de consecuencias. Algo parecido contaba la humorista norteamericana Tig Notaro (el documental que se ha hecho sobre ella es muy recomendable). En el transcurso de unos pocos días, su madre murió, su pareja le dejó y a ella le diagnosticaron cáncer. Cuando el médico le dio la noticia de que padecía esa enfermedad, respondió: “No puede ser, ya se ha muerto mi madre. Esto tiene que ser un error”. Como si la tristeza y el dolor tuvieran un cupo, un máximo: si te toca un cáncer en la tómbola, entonces tu madre no se muere morir al cabo de poco. Después de esa semana terrorífica, Tig tenía dudas acerca de qué podría hacer en su próximo show. Al final, lo único que fue capaz de contar fue lo que le había ocurrido a ella misma aquella semana. Ese monólogo la convirtió en una celebridad de la noche a la mañana.


No sé por qué estoy relacionando a James Rhodes con Tig. Supongo que ambos representan un ejemplo de que la vida consiste en levantarse todos los días y echarle un pulso a las dificultades para transformarlas. Hablando de esto ayer con un amigo me contaba que todos y cada uno de los díastodos y cada uno de nosotros tenemos que salir de la cama para construir un castillo; nuestro castillo. Pese a que la metáfora sea un poco infantil, me parece buena. Porque el castillo, por enorme que sea, a veces no se ve: el vapor del agua lo cubre y, sin embargo, está ahí debajo. Hay que tener fe. El castillo siempre está, forma parte de lo que somos. Leyendo a Rhodes, viendo a Tig, incluso hoy, escuchando ‘heroes‘, del gran David Bowie que nos ha dejado, me repito esto: que el castillo depende de uno mismo. 

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