Aprovechando mi estancia en China estuve en la Exposición Universal de Shanghai. Era la primera Expo que visitaba. Ni siquiera Sevilla ni Zaragoza me habían visto por allí. Admito que no me gustan los eventos de grandes magnitudes. Creo que no generan conciencia crítica, sino más bien consumismo de masas. Dudé si entrar o no en aquel recinto hasta el último día de mi viaje a Shanghai, pero al final me pudo la curiosidad de ver aquello con mis propios ojos, palpar el ambiente a traves de mis propias sensaciones. Tras visitar la Expo de Shanghai me reafirmo en esa posición: no me gustan los eventos superlativos.
La entrada principal estaba dominada por el pabellón de China, que a pesar de su sencillez de formas desprendía megalomanía al duplicar e incluso triplicar el tamaño de los demás edificios, repartidos por áreas geográficas y temáticas. Todo estaba recién estrenado. Las calles relucían. Para los que no querían gastar mucho había líneas de autobuses gratuitos y franquicias de comida rápida. Para los más estirados, cochecitos eléctricos de cuatro ruedas que se asemejaban a los que se utilizan en los campos de golf y los exclusivos restaurantes de los pabellones. Todos los medios de transporte estaban pintados de verde.
Durante el mes de mayo, a las pocas semanas de su inauguración, se habían publicado noticias alarmistas acerca del número de visitantes. Al parecer, no se estaban cumpliendo las expectativas de los organizadores. Conocidos de Beijing que habían visitado el evento antes me habían confirmado que no había tanta gente. No obstante, la llamada nacional debió surtir efecto y el día de mi visita, a pesar de ser lunes, no había pabellón sin cien o doscientas personas esperando para entrar, en su mayoría chinos. Era desesperante imaginarse dos o tres horas en una fila cociéndose al sol de Shanghai, así que opté por sufrir para el pabellón de España (como también trasnoché para ver en directo la Eurocopa de 2008 desde Beijing aunque no me guste el fútbol) y deleitarme con la imagen exterior de los demás pabellones nacionales, tarea que ya requería varias horas de paseo.
Mientras esperaba para entrar en el pabellón de España observé que casi todos los chinos de la fila sostenían pasaportes con el logo de la Expo de Shanghai. Se parecía tanto al documento en cuestión que dudé si era necesario para entrar en el pabellón o si allí tramitaban visados para España. En China todo es posible. Después vi el logo y lo descarté. Otro extranjero que me precedía en la cola me explicó de dónde había salido ese pasaporte de mentira y para qué servía. Al parecer, lo vendían por 30 RMB (en estos momentos, unos 5 €) en las tiendas de souvenirs. En cada pabellón lo sellaban, así que el tenedor del pasaporte podía ir acumulando sellos de países como si hubiera dado la vuelta al mundo. Esa era la obsesión de muchos de los que visitaban la Expo. Lo pude comprobar en el pabellón africano, donde se presentaban sencillamente, como si fuera una feria de turismo, muchos países del continente. Ese era uno de los pocos pabellones nacionales que no tenían cola. Las filas, sin embargo, se formaban en su interior para sellar el dichoso pasaporte.
Todo esto me dio mucho que pensar, por eso no me arrepiento de haber visitado la Expo. Sin embargo, lo que echo en falta en este tipo de eventos es un pabellón que explique con honestidad cuál ha sido el proceso de desarrollo, quiénes han ganado y quiénes han perdido. Esa información se difumina. Para construir la Expo hubo que desalojar a mucha gente que vivía allí. «Mejor ciudad, mejor vida» es el lema. ¿Para quién? Ideales como ése no se logran con consumismo de masas.