Desde cualquier ángulo La cinta blanca es infumable, a veces rozando el ridículo. Lo mejor, el maravilloso alemán que emplea. El resto huele a Inquisición, incluida la fotografía. Disculpen las molestias. No es sólo que uno inevitablemente se repita, sino que además se repite –esa es la fascinación- el dispositivo cultural que nos envuelve cual celofán, este cordón sanitario que combina aislamiento y comunicación. Igual que en la tribu, la repetición es la madre de todas nuestras paredes. Hasta donde hemos visto, Haneke juega así con dos efectos metafísicos profundamente inmorales: uno, llenar el vacío, desactivar la “banalidad del mal”; es decir, lastrar nuestro malestar flotante, la ambigüedad de vivir; dos, avalar nuestra ansiedad de ser “vanguardia”, logrando sutilmente localizar el mal en otros, aunque estén muy cerca de nosotros. La cultura a la que nuestro director sirve es un gigantesco interior, un dispositivo mundial para localizar y demonizar. Ya se dijo en algún lugar: al aislamiento por la comunicación; a la comunicación, por el aislamiento. Y Haneke es bueno en esto. ¿Tienen unos minutos? Vamos por partes.
Como recuerda algún libro que el progresismo medio no lee, uno de los negocios más boyantes es extender la hostilidad, el odio autista que suple la violencia que no somos capaces de ejercer, los enemigos que no nos atrevemos a tener. La pulsión de muerte que se retrata en La cinta blanca, en un preciosista B/N, es la nuestra, no la de los otros. Sin saberlo, en este punto crucial es inocente, Haneke enseña su propio racismo; de rebote, nuestro puritanismo democrático. El blanco y negro de la fotografía remarca la lógica binaria del director: nosotros y ellos; el maestro encantador y el barón despótico; la jovencita adorablemente tímida y su padre severo. Y por supuesto, el pastor autoritario que maltrata a sus hijos. Igual que Funny games, Das weisse Band es como un Western, pero con los indios en primer plano, ocupando angustiosamente la pantalla y entremezclados, en un escenario de lento cuerpo a cuerpo, con unos pocos héroes más o menos impotentes.
Cuando Sokurov recuerda en Moloch, aunque no es su mejor trabajo, que Hitler era como nosotros, va en dirección contraria. A decir verdad, ni siquiera contraria. En paralelo a Taurus, Moloch se dedica a filmar una metafísica del mal en el bien, del bien dentro del mal. Comparado con esta sutileza, Haneke intenta siempre localizar el mal fuera con una mezcla funcional de hobbesianismo y deconstrucción. Deconstruye todo lo que sea heroísmo o bondad común, ambivalencia popular. Sataniza por en medio a otros, unos cuantos que sirven de ejemplo de lo que no somos, lo que no debemos ser. Y tiene su talento, para qué negarlo: los “malos”, para darle verosimilitud a la historia, siempre tienen en Haneke algo de corazón.
Así pues, visto el éxito, el padre severo persevera. Tanto en Funny games como en La cinta blanca –y nuestro compromiso fílmico terminó ahí, con la paciencia agotada- la tecnología punta de Haneke está al servicio de una visualización de la violencia que es groseramente analógica de los medios, constituyendo algo así como su corriente alternativa. Pero, de González a Aznar, de Bush a Clinton, ya sabemos lo que da sí la alternancia: está ahí para que no sea visible el orden total, este “integrismo del vacío” (Baudrillard) que se mantiene odiando la vida desnuda, el sentido de la tierra. Estamos exagerando un poco, probablemente. Pero ¿qué problema hay en ser «injusto» con quien va por la vida revelando lo que a todos se nos oculta y haciéndose de paso mundialmente famoso?
Se trata de un negocio que ya es viejo: el Holocausto de un lado; nosotros, al otro, aunque sólo sea porque estamos frente a la pantalla. Y esto Haneke lo hace de la mejor manera –es decir, de la peor-, poniendo el otro lado no enfrente, no lejos, sino muy cerca de nosotros: delincuentes que podrían ser los primeros de la clase, burguesía rural de comienzos del siglo pasado, el fin del amor en una pareja de nivel alto, etc. Así, la función política de lavar las almas en doblemente eficaz. Aunque horrorizado, todo el mundo sale en el fondo contento después de este tipo de cine. Al fin y al cabo, por el simple hecho de haberlo localizado en alta definición, el mal ha vuelto a quedar fuera, en el campo difuso de algunos Otros que no somos nosotros. Por contraste, la vida de los espectadores vuelve a ser normal. Todo el progresismo medio, que ironiza fácilmente sobre el nuevo Papa, sale encantado de estas cintas “impresionantes”. Nosotros somos los que vemos esta película, los que asistimos a esta impecable disección intelectual del mal. Indulgencias plenarias, pues. De nuevo resultamos absueltos por el Apocalipsis de la crítica.
Como dice Haneke de Amour, explicando por qué cree que la edad no le ha ablandado: “Me he aproximado a esta película exactamente igual que en mis películas previas. Trato de mantener una mirada clínica, ser un observador objetivo y no dejarme avasallar por el sentimiento”. A fe que lo logra. Y un corolario más, levemente político, es éste: no tenemos que escuchar a esos bárbaros vociferantes de las afueras, musulmanes del sur o pobres del norte, pues una vez más la crítica ha cumplido su función quirúrgica. Occidente es capaz de la más radical autocrítica. Así pues, seguimos siendo el primer mundo. No es extraño que la cultura europea corra detrás de Michael a darle todos los premios. “Amour se centra en una pareja de clase alta porque ese es el entorno del que yo provengo, y creo que un autor siempre debería hablar de aquello que conoce”. Más claro, agua. No olvidemos pues una importante lección, cien por cien hanekiana, que no había quedado suficientemente clara en Dinastía: Los ricos también lloran.
“Si hubiera situado Amour en el seno de la clase trabajadora quizá se habría percibido como un drama social. La audiencia podría haberse distraído con cuestiones secundarias, como si la pareja podía o no permitirse pagar a una enfermera. Creo que nos habría sacado del tema principal del filme: explorar cómo y por qué amamos en las circunstancias más trágicas.” Al menos en los últimos tiempos, el objetivo es siempre una tragedia metafísica pura, sin interferencias groseras de la vida popular. Esto indica otra vez que sólo soportamos una metafísica negativa, invertida. Nuestra religión, que nos permite despreciar a los pueblos del resto de la tierra, es la simpatía por el diablo. El nihilismo organiza y justifica nuestro retiro elitista. Nos podemos ahorrar Amor, pues, por ser perfectamente previsible. Dado que se trata de un tema constante de vanguardia, basta con tomar cañas con los amigos.
En el caso de Das weisse Band lo peor, una vez más, es que está bien hecha. No obstante, el preciosismo de la fotografía, a veces con imágenes muy bellas de la campiña mientras se narra una historia atroz, ¿qué indica? No se trata sólo de un marco idílico de definición para que después destaque más el horror de la violencia visible. ¿La cuidada, casi bíblica imagen es sólo la envoltura para la podredumbre de lo enterrado, lo sumergido? Es algo peor que esto. La perfección de la superficie confirma que a Haneke le importa un comino la vida de los seres a los que se está acercando. No se ven por ningún lado las preguntas, las dudas. El vidente tiene claro el programa, la historia que va a contar. Sabe a dónde va, y punto: por el camino, se recrea en preciosas estampas nevadas. Pero una verdadera historia –al menos, eso pensaba Godard- debe poner en suspenso el sentido, también en la voz y la intención del narrador. Aquí, por el contrario –igual que en Funny games, que Haneke es capaz de repetir milimétricamente al cabo de diez años para prolongar su éxito en Estados Unidos- el control es constante, de cabo a cabo. Resumiendo, estamos ante una película puritana sobre el puritanismo. Si se quiere, forzando un poco los términos, una película bastante nazi sobre el nazismo.
En apariencia, Haneke es furiosamente anticristiano. Me refiero a que rompe con un “cristianismo”, perfectamente secularizado, que puede estar en Sartre, en el humanismo de M. Moore, en Badiou… en Baudrillard. Se trata de una vieja apuesta intelectual por una potencia que atraviesa la muerte, la infinitud de los seres finitos; su posibilidad de milagro, más alta que toda realidad sociológica. Es una burla comparar la imagen de La cinta blanca con la de Ordet de Dreyer. Cargado de odio redentor, carente de la más mínima piedad hacia lo que pueda latir en cualquier humano, sea cual sea la estrechez de su condición, Haneke es completamente incapaz, fílmica y moralmente hablando, para la ambivalencia. En este sentido, es siempre hobbesiano. Frente a la “dureza optimista” de Sartre, un absoluto existencial que hace relativo todo contexto, Haneke usa muy bien el pesimismo vital del mercado. Pesimismo intelectual que, para complementarlo, comparte con el capitalismo una misma histeria antivitalista. Histeria reactiva ante cualquier autonomía existencial y moral que pueda vivir cerca, libre de nuestra hipocondría.
Haneke es, se puede decir, antiexistencial. En tal sentido, cómplice de la línea principal de nuestra cultura. Incluso la forma que tiene de incriminar a la infancia, de implicarla en el mal, es furiosamente puritana y correlativa de la demonización constante que ejercen los medios. Cómplice también de un largo y exitoso género de terror. Se pone en marcha entonces esta sociología que encanta al alma bella progresista, pues así ella vuelve a casa convencida otra vez de que el mal está fuera y de que la propia vida no es tan miserable como en el fondo tememos. En este punto, con su sociología descriptiva cuajada de tópicos, Haneke hegemoniza una de las alas radicales del espectáculo. De hecho, La cinta blanca enseguida se convierte en completamente previsible. Podemos irnos de la sala, hastiados, después de que el único niño no monstruoso entregara un pajarito enjaulado a su triste padre, el pastor. Lo que venga después encajará en los carriles férreos del rodaje.
¿Intentar encarar la violencia del siglo XX europeo en el odio molecular más básico es inteligente? Si ésta fuera la tesis, la película de Haneke no sólo ignoraría mecanismos históricos que tienen que ver con un contexto y unos intereses estratégicos, con la situación y la actividad –política, económica, militar- de algunas naciones. Lo que es peor, ignora también nuestro mecanismo molecular, el odio discreto en que está basada la democracia real. Dispositivo que Haneke no retrata y otros autores, sin embargo, sí. En otro tiempo, el mismo Houellebeck, actual fabricante de éxitos. Sin salirse de un plano poco menos «comercial» que el de Haneke, nuestro querido Arcand. O Sam Mendes.
La famosa Reforma que tanto encandiló a los ilustrados españoles es tratada en Das weisse Band sin piedad. De hecho, los pocos seres humanos que no parecen abyectos tienen un aire sentimental, casi «católico». ¿Ajuste de cuentas entre puritanos? Que lo resuelvan entre ellos, en el sur estamos muy ocupados. O quizás no, tal vez se trate de un ajuste de cuentas familiar, anclado en la biografía personal del autor de Caché. ¿La mamá de Haneke le pegaba? ¿Su papá abusaba de él? Pues bien, existen vías judiciales y clínicas para eso, sin necesidad de molestar al prójimo con la basura privada. Pero claro, la necesidad en este caso es la del negocio –espiritual antes que económico- que completa, es preciso insistir, la labor exorcizadora de los medios. Cuanto más negra sea la vida del otro, más blanca es la nuestra. Parafraseando a Debord: Nuestra moral anémica sólo puede ser apreciada por sus supuestos enemigos.
¿Cinta blanca? Más bien, lo que Haneke dibuja es un auténtico cordón sanitario en torno a nuestra pulsión de muerte, para encintar a alguien Otro que de nuevo podamos odiar. La veda se abre. En este sentido, volviendo exagerar un poco, Haneke podría ser un buen funcionario de elite de la Unión Europea, encargado de las iniciativas culturales que preceden a nuestros bombardeos humanitarios. Por lo pronto, es el oportunismo de su trabajo el que da lugar a esa simplificación periodística que vende Das weisse Band como un retrato de los orígenes del nazismo. Probablemente Haneke nunca hará una película sobre el nazismo, ni sobre el integrismo islámico, porque su línea es retratar de modo maniqueo nuestros monstruos domésticos, los delincuentes, asesinos y fanáticos locales que pueblan la fantasía metropolitana. Jugando a cirujano del mal interior, puede mejor exorcizarlo hacia el exterior. El Padrino no es suficiente, se necesita un campo del mal ampliado. Y más intelectual y elíptico.
Estalinista metafísico, comisario político de nuestros fantasmas, Haneke se especializa en el horror familiar, el odio secreto, el fanatismo religioso, la violencia soterrada, la delincuencia impune. Nada que ver con los líderes que adora en bloque la izquierda. ¿Se imaginan al juez Garzón en esa lista negra? Imposible. Tanto en Caché, más sutil, como en Funny games y La cinta blanca, Haneke utiliza un viejo temor que el Evangelio expresa así: «En medio de vosotros hay uno que no conocéis» (Jn. 1, 19-28). La zozobra que esta pulcritud cinematográfica produce nace del roce con algo oculto bajo la transparencia social moderna. Por reprimido, eso siempre amenaza con volver en forma monstruosa. De ahí que el juego elíptico entre la claridad y la aberración sea constante en estos largometrajes [1]. Los malos son siempre otros que se parecen a nosotros, pero no lo son: sádicos pulcros en Funny games; pastores protestantes, niños diabólicos, barones y campesinos rudos en La cinta blanca; alta burguesía intelectual en Caché.
¿Qué significa que Haneke triunfe de tal manera entre la actual clase culta europea? Aclaremos que, envidias aparte, no es imprescindible tener nada contra el mercado y su lista constante de best-sellers. Si no fuese el mercado, sería el Estado. Da lo mismo, pues es la sociedad la que demanda consignas, productos referenciales. Si ayer la sexualidad era mala, ahora ha de ser buena: lo que importa es que haya una policía social. En resumen, por ahí no habría ningún problema. Un libro o una película –Cartas a un joven poeta, American beauty– pueden conocer un aplauso mundial y ser, a pesar de eso, obras excelentes. El capitalismo es lo suficientemente flexible e inteligente para eso. Y algunos autores también, lo cual es un motivo de alegría. El problema no está en la cultura de masas, sino en los productos de culto que la complementan o la dirigen. La serie Haneke, como la serie Tarantino o la serie Scorsese –nos consta que no son lo mismo-, tiene la función perversa de apuntalar la forma–de–mal propia de las elites, los profesores y periodistas, los intelectuales que nunca matarían directamente a nadie. En suma, gente que no trataría al prójimo así, como el pastor protestante de La cinta blanca a sus hijos –como el doctor a su hija, a su ama de llaves y amante-, pero que ejercen una estrategia constante en el mantenimiento de la violencia discreta esencial en Occidente. Hablamos del bienestar bipolar que atenúa la violencia «física» en nombre de la «psicológica», que atenúa todo lo que sea expresión en la cercanía y relanza todo lo que sea comunicación a distancia.
Un poquito de Freud vulgarizado, el goce perverso del Superyó puritano –más perverso que la incipiente vitalidad que reprime-, aderezado con una pizca de Marx: conatos de lucha de clases en torno al Barón. Con estos elementos, más una «excelente fotografía», hace Haneke su penúltimo Best Seller. En Funny games, siendo abyecta –profundamente cómplice con la sociedad como policía, en expresión de Rancière-, aún había una cierta ambigüedad en una cuestión clave: ¿Qué nos separa a nosotros de ellos? En La cinta blanca esa ambivalencia ha desaparecido y ellos están del otro lado, extendidos en un escenario de cartón-piedra. El envaramiento, la rigidez de los personajes que encarnan el mal, salvo pocas excepciones, resulta sencillamente cómica, propia de un tebeo. La visión de la infancia, con esa obsesión por la sexualidad y la agresión, es decimonónica, propia del puritanismo «austro-húngaro» y su reverso, las audacias de la vanguardia literaria o freudomarxista [2].
La estrategia cultural de Haneke está al servicio de nuestra deconstructiva estabilidad, esta necesidad que tenemos de “sospechar” y descreer; de criticar y atenuar todo lo que sea intensidad, naturaleza, independencia. Igual que el racismo puede ya prescindir de ideología, también la «pulsión de muerte» freudiana puede perfectamente no pasar al acto y mantenerse en este estado vibratorio que nos caracteriza, esta reserva atenuada que se dedica a informarse de lo mal que le va al otro. Inhibimos la violencia de la pulsión para volcarla en una hostilidad cada día más plana, más digitalizada, más susurrante. Nada de salpicaduras de sangre, por favor. Nada de “la jungla del otrora”, que diría Benjamin. Si hay trabajo sucio que hacer, que lo hagan otros y sin cámaras, o al menos fuera de campo. Así piensa el «alma bella» que somos.
Al salir de La cinta blanca, entre bostezos, la noche de marzo estaba llena de vida, igual que las risas de la chica de la puerta al pedirle la devolución de la entrada. Deambulando, revives después el cansancio de los camareros, el sabor del whisky y de las calles húmedas de Madrid. De todo esto, que nos libra de él, Haneke no parece saber nada. Al menos, no lo dice. ¿Qué puede saber de los espectros de lo real quien pone la poesía al servicio de la vigilancia culta?
Terminamos, para no agotar la habitual sensación de ser fácilmente comprendidos. El éxito de Haneke es fiel reflejo del odio que recorre Europa. No podemos con la vida, lo dijo ya Nietzsche hace unos cuantos años. Así pues, la única esperanza es que nuestra miseria anímica se extienda. Para ello el coraje popular, la fuerza y la bondad comunes, las creencias del tipo que sean han de perecer. Esta es la razón de que un ideólogo como Haneke no pueda mostrar el “amor” –mejor dicho, la fidelidad- más que si está presente el espanto. Organizando la desolación, nuestro celebrado director no imagina ser el funcionario lujoso de la superestructura que nos conviene.
1. Tal vez el clímax de este efecto aterrador, de esta angustia sin «paso al acto», Haneke lo lograba en una de las escenas finales de Caché, cuando el protagonista se acostaba en su alcoba, en medio de muebles y cortinas beige, y todos sentíamos que, aunque no iba a aparecer nada, había una latencia diabólica en esa escena cotidiana, expropiada para siempre de inocencia.
2. Escuchemos lo que dice Foucault en una entrevista de 1973 a propósito de las manidas perversiones infantiles: «Se dice generalmente: la vida de los niños es su vida sexual. Desde el biberón hasta la pubertad sólo se trata de eso. Tras el deseo de aprender a leer o la afición a los dibujos animados se esconde la sexualidad. Ahora bien, ¿cree usted que este tipo de discurso es efectivamente liberador? ¿No contribuirá a encerrar a los niños en una especie de insularidad sexual? ¿Y si todo esto les importase un comino, después de todo? ¿Y si la libertad de no ser adulto consistiese en no estar sujeto a la ley, al principio, al lugar común, tan aburrido a la postre, de la sexualidad? ¿No sería acaso la infancia la posibilidad de establecer relaciones polimorfas con las cosas, las personas, los cuerpos? Ese polimorfismo los adultos lo llaman, para tranquilidad propia, ‘perversidad’, coloreándolo de este modo con el camafeo monótono de su propio sexo (…) el niño tiene un régimen de placer para el que la cuadrícula del ‘sexo’ constituye una auténtica prisión». Michel Foucault, «No al sexo rey», Un diálogo sobre el poder, Anagrama, Madrid, 1985, pp. 154-155.