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Mientras tantoContra Hegel por entregas (I)

Contra Hegel por entregas (I)


 

Vale decir, contra esta imagen pueril y grandiosa del Todo (hace mucho que se ha apuntado a ella el antiguo anarquista Fernando Savater), una totalidad repartida democráticamente y fragmentada, que nos tiene enredados con la cobertura de su movilidad civil y tecnológica. Estamos neutralizados por el espectáculo de una sociedad que se ha convertido a sí misma en medio omnipresente, fetiche supremo, mediación personalizada que dificulta al máximo cualquier inmediatez. El masaje es el medio, se ha dicho. Por razones médicas, pero también morales, religiosas y políticas, habría que desactivar esta divinización occidental de la Historia a través del imperialismo de pequeño formato. Practicar una especie de toleranciacero hacia el dogma de la interactividad consensual. Y Hegel está detrás de esta conspiración acéfala, sin conspiradores. Me explico.

 

I


Empecemos por un principio más bien pesado. La dialéctica moderna sirve para relacionar polos opuestos que antes la metafísica ha separado. Pero existen pensadores modernos, de Spinoza a Leibniz, a Nietzsche, que prescinden de la dialéctica en bloque. Y esto, por no hablar de la poética moderna anterior y posterior a Rilke. Por no hablar de la existencia común, que poco sabe de separaciones metafísicas y de su matrimonio dialéctico.

 

Y después todo este miserable antropocentrismo que acompaña a la filosofía hegeliana. Lo absoluto es sujeto, de acuerdo. ¿Y qué, a qué llamamos sujeto? Si se trata, al margen de los malentendidos de Heidegger, del sujeto de Descartes y Leibniz (del sujeto de Berkeley, Schopenhauer y Nietzsche), que lo absoluto sea sujeto no nos salva de nada, no nos ahora la necesidad de bajar de una vez a tierra. Precisamente en esos pensadores, tapados por la historia oficial de la filosofía, el sujeto es el proceder absoluto de la mente donde el mundo, cualquier entidad posible, aparece. El sujeto no es la idiotez de fulanito o menganita como Yo, sino el ámbito de una «mente cualquier» (Berkeley) donde todo aparece, tanto el humilde guijarro del camino como el individuo siniestro que entra de noche en el vagón del metro.

 

Cada objeto que se muestra, perforando la capa protectora de nuestro narcisismo antropomorfo, es una individuación absoluta que suspende el Yo, la omnipresencia del «sujeto» social, esta personalización de masas. En otras palabras, la singularidad real que muestra el arte consuma el sujeto en una desaparición del «sujeto» de la psicología, de la sociedad, de la empresa universal del Yo. Cada objeto que se muestra en su aura sólo manifiesta la identidad entre el hombre y el mundo, entre lo singular y lo universal, eso que aproximadamente Heidegger quiere nombrar con la palabra Dasein y que Nietzsche y las filosofías orientales expresan mucho más rotundamente.

 

Dioniso, el niño como figura más alta de la humanidad: la unidad de la conciencia con cualquier posible exterior. El hombre como puente para el sentido de la tierra. O sea, una totalidad que sólo se cumple en la ebriedad de cada punto del tiempo, no en el grandioso e inacabable proceso que pertenece al experto. Un absoluto local e infraleve, una theoria que ocurre de manera repentina (y con frecuencia clandestina), concentrando la acción en la intensidad de una contemplación, o no ocurre en absoluto, sino como una abstracción de funcionarios del pensamiento. Podemos leer en el Ulises que las revoluciones que rehacen el mundo nacen de las visiones de un campesino en la ladera. ¿Dónde estabas, Karl, en qué clase de proletario estabas pensando?

 

Precisamente por esta presencia del mundo (también del «hombre») en cada mente, la belleza común, esa que Hegel desprecia en nombre del Arte históricamente consagrado, es la verdad y no un mero adorno. La belleza es la verdad en cuanto divide el saber, lo pone en crisis al mostrar que lo universal en una escena singular, latiendo ahí. La belleza nos acaricia con la reconciliación «del azar y el bien» (S. Weil); muestra que el ser de los fenómenos es lo imposible de conocer que el bueno de Kant llamaba noúmeno.

 

Es el poder moderno de la Historia, y su realización espiritual en el capitalismo, el que teme al vacío, no la naturaleza. La belleza muestra que la naturaleza ama esconderse, que es en sí misma milagrosa. De ahí que Spinoza y Leibniz tengan problemas con el concepto de milagro… Pero el sistema hegeliano no es lo suficientemente abstracto para regresar a la inmediatez singular, a su dialéctica concentrada, inmóvil. No es lo suficientemente femenina, a diferencia del Tao o Nietzsche, para descender a este absoluto-vuelto-ente de la inmediatez sensible.

 

Toda la fenomenología del espíritu hegeliano tiene problemas, típicamente ilustrados y eurocéntricos, para pensar el absoluto sensible. Y el absoluto o es sensible o no es nada, nada más que una charla de intelectuales. Uniendo sujeto y objeto, el absoluto es esa escena que el hombre sólo puede entender bajo la figura nietzscheana (más niño que león) de un superhombre que, usando al hombre de puente, anula el pensamiento como algo separado de la existencia. De ahí la broma de Nietzsche (y de J. Cage): para pensar el ser del devenir (con Dioniso, ese dios que sabe bailar con las cosas) es aconsejable no ser alemán, sino polaco. Y el paralelo en Kierkegaard: el caballero de la fe, trasunto cristiano del niño nietzscheano, «debe parecerse a un dominguero cualquiera». Precisamente para infiltrarse, esquivando el enfrentamiento en bloque. De ahí que tengan razón, al menos en este punto, Foucault y Deleuze: el superhombre es el hombre del subsuelo. ¿Qué sabría de todo esto el pobre Hegel, cabalgando dialécticamente de figura en figura?

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