Desde que llegué a Colombia, hace ahora dos semanas, me asaltan
sensaciones muy parecidas a las que experimenté cuando conocí Brasil.
Percibo entre ambos países numerosas conexiones, desde el calor de sus
gentes hasta la gastronomía y los ‘butecos’ -que aquí llaman
‘estaderos’-, la alegría costeña, la diversidad de acentos y
mestizajes, la música y el desenfado y el colorido del Carnaval de
Barranquilla. Pero también la violencia, la injusticia y la barbarie,
ese otro lado de la moneda que convierte a Colombia, como a Brasil, en
un país que condensa lo mejor y lo peor de la esencia humana; un país
donde, como dice mi amigo Agustín, otro enamorado de la América
tropical y caribeña y mestiza, puedes pasar de la felicidad más
exultante a la tragedia más dramática en cuestión de horas, de minutos.
Esos son los contrastes que le atrapan a uno, que lo enfrentan a tantas
cosas que daba por sentado…
En mi pequeña incursión a la costa
caribeña, que me llevó a tranquilos pueblos como Coveñas y Tolú, a
Barranquilla y a la histórica Cartagena de Indias, observé la
tranquilidad envidiable de los costeños, que, sabedores de la
generosidad de las tierras y del mar en esas latitudes, no necesitan
mucho y no trabajan demasiado. Pensé en cómo, atrapados en la lógica
del sistema capitalista, a menudo nos enzarzamos en espirales estúpidas
de consumo que financiamos con nuestro trabajo, es decir, con nuestro
tiempo y esfuerzo, para tener lindas ropas en el armario y un televisor
de plasma y otro millón de cosas que apenas tenemos tiempo de
disfrutar, mientras el costeño que se gana la vida con la artesanía o
la pesca en Tolú se tumba en su hamaca al mediodía, mirando en mar,
después de una jornada de trabajo que comienza muy temprano, pero es
corta, y que le financia sus escasas y sencillas necesidades. Tal vez
sea una visión un tanto simplificada, pero creo que resume en esencia
cómo el sistema nos ha vendido la moto de las necesidades creadas -e
inútiles-. Después admiro la belleza de las costeñas, con esa mezcla
tan particular de sangre negra, india y blanca. Observo la sensualidad
de sus movimientos y su rabiosa naturalidad y me acuerdo de la
exagerada producción de las porteñas, o de las europeas, o, también, de
muchas colombianas de clase media. Y no puedo evitar pensar en todo el
dinero -que vale tiempo y esfuerzo- que las mujeres gastamos en cremas,
ropas, adornos, perfumes, tratamientos de belleza y cirugías estéticas
y zapatos de tacón. Y me quedo pensando en lo absurdo que es todo,
porque no hay nada más hermoso ni más atrayente que esa naturalidad que
exhiben las costeñas o las cariocas o las muchachas sencillas que nos
quedan todavía en Argentina o en Europa…
En Tolú vi sencillez,
no miseria. Pero está ese otro lado, más oscuro. Más siniestro. Nos
encontramos en las montañas antioqueñas, al filo de la cornisa, muchas
personas, casi todas de piel oscura, que sobreviven al pie de la
carretera, con un par de palos y de lonas como toda vivienda. Mi guía
colombiano me explica que son desplazados. No tienen más sitio al que
ir que esos escasos centímetros entre el precipicio y una ruta plagada
de camiones. Me pregunto qué pasa con ellos cuando llueve con furia.
¿Suele haber desprendimientos por acá?, le pregunto a mi guía, que es
paisa, esto es, originario del departamento de Antioquia. A veces, me
contesta.
En los últimos años, sobre todo en los del gobierno de
Álvaro Uribe Vélez, unos seis millones de campesinos han sido
expulsados de sus tierras en Colombia, uno de los países del mundo con
mayor número de desplazados. Más de seis millones de hectáreas han sido
robadas a los campesinos para pasar a engordar las haciendas de los
terratenientes. Una contrarreforma agraria en toda regla. Con la eterna
disculpa de la lucha contra la guerrilla, esa que lleva medio siglo
haciendo mucho daño en Colombia, los paramilitares han sembrado el
pánico en la Colombia rural. Mi guía paisa me habla de matanzas de
decenas de personas en pueblos con el único objetivo de asustarlos para
que abandonasen sus tierras. Muchos fueron a ensanchar los cinturones
de pobreza que rodean ciudades como Medellín o Cartagena; otros no
encontraron lugar mejor que aquel limbo en la montaña. No tienen
tierra, no tienen trabajo, no tienen casa. No tienen nada, no son
nadie, a nadie le importan. Olvidados. Marginados y prescindibles.
Juan
Manuel Santos, que desde que se hizo con la presidencia hace medio año
se ha querido desmarcar de su predecesor, Uribe -en cuyo gobierno
participó, nada menos que como ministro de Defensa-, ha anunciado una
Ley de Víctimas y la devolución de una parte de las tierras robadas. Se
habló de dos millones de hectáreas, un tercio de lo que les fue
despojado a sus legítimos dueños; en una entrevista reciente en la
revista Semana, Santos dice que se quedaría satisfecho si se llegara al
millón y medio de hectáreas. Resta y sigue. Supongo que, al final,
serán muchas menos.
¿Por qué los medios de comunicación no
hablan de eso? ¿Por qué lo que se dice de Uribe es que consiguió
acorralar a las FARC? Y, sobre todo, ¿cómo es posible que la maldad, la
ruindad, la avaricia humana llegue al punto de matar y destrozar la
vida de millones (millones!) de personas sólo para engordar las enormes
fortunas de unos pocos que ya poco van a notar una hectárea más que
menos? Mi guía me cuenta que el 80% de las tierras del país están en
manos del 20% de los colombianos. De nuevo me acuerdo de Brasil, otro
de los países más latifundistas del planeta. Pero, cuando la prensa
internacional se acuerda de Colombia y del drama de los desplazados,
parece como si todo fuera producto de la guerrilla. Aquel eterno
conflicto armado y sin causa que ha derramado mucha sangre a cambio de
nada, pero que lleva décadas empleándose como una disculpa oportunísima
para desplegar la acción del Ejército y los paracos. De nuevo,
inevitablemente, me acuerdo de Rio de Janeiro, de cómo las milicias han
impuesto su ley en las favelas con la falsa excusa de luchar contra el
narcotráfico.
Un alto en el camino para desayunar a la salida de
Coveñas, en la costa caribeña. Como con apetito y despreocupación mis
huevos revueltos con arroz con coco y yuca -me he hecho fanática de los
desayunos colombianos-. Al abandonar el local, mi guía me dice que el
lugar parece sospechoso de ser un centro de apoyo a los paramilitares.
Con razón su cara de susto cuando le hice una pregunta sobre las
Bancrim (‘bandas criminales’, un bonito eufemismo para la barbarie
criminal de los paracos) en voz alta. Me voy dando cuenta de que en
Colombia no todo se puede decir en voz alta. La gente tiene miedo.
Colombia
es contraste. La sonrisa y la violencia. La violencia de la guerrilla,
de los narcos, del Ejército, de los paramilitares. La presencia tenaz
de los uniformados, ávidos de coimas y de control. La generosidad
pasmosa de una tierra verde y fértil que daría de sobra para todos y
que, sin embargo, acaba por ser la mejor metáfora de cómo el drama de
América Latina ha sido y es su riqueza. Un continente tan rico y con
tantos pobres. Tantos olvidados. ¿Qué le pasa a un pueblo después de
tantas décadas conviviendo día tras día con la violencia y el miedo?