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AcordeónControl social o disciplina que algo queda. Individualismo, series, educación

Control social o disciplina que algo queda. Individualismo, series, educación

Casi no veo televisión y sigo leyendo libros en papel que subrayo y escarabajo en los márgenes. Alguna película o alguna serie, pero nunca conseguí engancharme a los muchos realities que han proliferado como hongos después de la lluvia en todas las teles de todos los países. A veces siento que estoy desacompasada, como si viviera en un mundo paralelo o en uno que está en franca retirada. Pero esta desconexión o falta de sintonía, creo, me permite ver con alguna distancia el mundo en el que estamos, el suelo que pisamos, en una suerte de desnaturalización de lo que cada vez más se considera como “normal” o natural.

Hace un par de años, tal vez alguno más, mientras esperaba, junto con otros cientos, el embarque del avión que hacía el trayecto Buenos Aires-Madrid, entré en el baño cercano a la puerta 5, y presencié una escena que nunca había visto hasta entonces. Una señora entrada en años, en la sesentena, vestida y maquillada como si estuviera a punto de asistir a una celebración entraba en el cubículo del baño, del que acababa de salir la última usuaria, y con un trapo húmedo limpiaba prolijamente la tapa del inodoro, esa superficie de plástico que aísla el trasero de la frialdad de la porcelana. Me quedé mirando para asegurarme de que lo que estaba viendo era cierto, que la encargada del baño repasaba prolijamente el inodoro después de cada uso, concienzuda y diligentemente, y en eso me encontré con su mirada y con la pregunta no formulada de ¿qué hace ahí parada? Mi expresión de asombro, mezclada con algo de rabia, debió ser bastante evidente para que ella comentara en voz alta, como justificándose: “Así mejor, más limpio”. Recordé entonces la primera visita a Éfeso, en la costa turca, una antigua colonia griega más tarde romanizada, en cuyas ruinas se pueden ver los retretes públicos, agujeros sostenidos en unas láminas de mármol a modo de asientos. Uno junto a otro, sin separación, los esclavos tenían que “calentar” el escaño en beneficio de las posaderas de los señores. Dos mil años separan una escena de la otra. Dos mil años y la propaganda de los últimos doscientos, de pretendido progreso. Lo alarmante de esta escena, lo terrible no es solo la permanencia de relaciones sociales o formas de trabajo poco deseables sino la capacidad para naturalizarlas, para aceptar que toda ocupación, por repetitiva, alienante o servil que pueda ser, es digna. La misma dignidad que publicitaban los nazis en los frontispicios de los campos de exterminio. En la escena del baño del aeropuerto nadie parecía sorprenderse, cada cual concentrado en su pequeño mundo, por la falta de mecanización de un trabajo que, de poder, ninguna elegiría. Tal vez esa sobreproducción personal –vestuario y maquillaje– que mostraba la encargada de la limpieza fuera indicio de una cierta conciencia de su situación, una manera de sobreponerse a un destino laboral nada envidiable, una forma de resistencia.

Hacía frío en Toledo, un clima que te acosa en un sentido o en otro. A pesar del influjo de ese gran río que es el Tajo, en la ciudad reina un clima extremo. En un edificio histórico, antiguo convento y hoy centro de estudios, un pequeño grupo de estudiantes norteamericanos de universidades de segunda línea vienen a la ciudad, y a este país, a cursar un semestre para, entre otras cosas, aprender castellano, esa lengua denostada hasta no hace tanto –la lengua de los “espik”, como se llamaba a los hispanos en Estados Unidos por no pronunciar la s líquida– pero que ahora es reclamada por el número de hablantes y la presencia de esos hablantes como ávidos consumidores en el mercado. Muchos de estos estudiantes piden créditos para venir y muchos de ellos pertenecen a las llamadas minorías étnicas que forman el grueso de la población de aquel país. En una de las clases que reciben trabajan la historia de América Latina y el tono y los contenidos de las discusiones y comentarios han ido cambiando en los últimos treinta años. Casi como si se tratara de un síntoma, se puede leer en sus reacciones y respuestas las transformaciones culturales que se han ido produciendo en las generaciones más jóvenes. Como si se tratara de un nuevo discurso hegemónico, todos los problemas de la región: pobreza, desigualdad o violencia se convierten, a ojos de estos estudiantes, en problemas individuales teñidos de una perspectiva moral. Donde antes –veinte años atrás– podían advertir causas sociales y colectivas, hoy, ese mismo problema –la pobreza, por poner un ejemplo– solo se puede analizar desde la falta de competencia de los protagonistas o desde la ausencia de sacrificio y esfuerzo. Se puede, es el lema… siempre se puede. Los pobres latinoamericanos lo son no porque otros acumulen demasiado o porque las estructuras favorecen la desigualdad, sino porque no saben o no se empeñan lo suficiente. Y esta deriva de cómo ven a los otros también ha colonizado sus propias relaciones: nunca antes vi una resistencia mayor, por parte de estos estudiantes, a trabajar en grupo, a cooperar con los compañeros o, simplemente, a ejercer la más elemental reciprocidad, que alienta cualquier comunidad, por pequeña que sea. No. Trabajar en equipo es uno de los mayores castigos porque, en sus universidades, se evalúa su trabajo y desempeño de forma piramidal: solo uno va a obtener la nota más alta, unos pocos la segunda calificación mejor y así sucesivamente. En el profesorado está incrustada la idea de que si cinco estudiantes tienen trabajos igualmente buenos –aunque seguramente incomparables– hay que buscar la diferencia para poder premiar solo a uno de ellos.

En buena medida a causa de esta deriva competitiva, individualista y pretendidamente eficiente, cuando ven uno de los documentales disponibles sobre los ayoreo en Paraguay –un pueblo originario, evangelizado por menonitas y otros grupos religiosos de los que un grupo ha vuelto a la vida en el monte– las reacciones, de un tiempo a esta parte, son siempre las mismas. Son capaces de entender que la colonización no empezó en 1492 ni acabó en 1810 sino que, con otros actores y otras estrategias, sigue hoy en día. Pero mientras que hace veinte años ese “descubrimiento” iba acompañado de una reacción emocional –“no hay derecho”; “esto es tremendo”, lo que implica cierta capacidad empática– hoy la respuesta es de total indiferencia, aderezada con enunciados piadosos que más tienen que ver con lo que creen que la profesora quiere escuchar que con una respuesta auténtica. Y así, en ese contexto los comentarios son del tipo: “pobre gente” (refiriéndose a los que regresan a su vida de caza y recolección, abandonando voluntariamente su reclusión en la misión evangélica); “qué vida más dura”, o “qué vida más incierta”. La incertidumbre es una de las características que siempre aparece en sus comentarios sobre la existencia cotidiana de estos pueblos originarios. Los estudiantes provienen, casi siempre, de ambientes urbanos o de zonas rurales urbanizadas o de explotaciones agrícolas mecanizadas -cuando no, altamente tecnificadas-. Así que cazar y recolectar les provoca una profunda sensación de incertidumbre y vulnerabilidad. Pero esa apreciación casi nunca se convierte en reflexiva, no les hace preguntarse por su propia vida. “Es cierto, los totobiegosode –el grupo de ayoreos que viven de forma tradicional en el monte, en lo que se ha dado en llamar ‘aislamiento voluntario’– depende enteramente de su relación con el medio”, les digo en clase. “Ha sido así durante siglos. Y a pesar de las muchas estrategias que han ideado para adaptarse a los cambios –naturales y humanos– de su entorno –ante la sequía buscar raíces o tuberosas llenas de líquido; combatir el avance de los blancos internándose más en el monte o determinadas prácticas infanticidas ante la escasez de recursos– la falta de garantía sobre su supervivencia es una constante”. Pero, les pregunto, “¿no es así en nuestro caso, también? Tampoco tenemos garantías y no siempre nos damos cuenta”. Alguien, vamos a llamarla Sophie, levanta la mano, y señala que nosotros tenemos supermercados, médicos que contrarrestan esa incertidumbre. Cierto. La contrarrestan, pero no la eliminan. Y vuelvo a preguntar por la vida de los estudiantes. Alguien, pongamos que se llama Marie, cuenta que estudia y trabaja en una gran superficie y que gracias a eso puede pagar sus estudios y que no entiende que tiene eso que ver con la incertidumbre en la vida de los ayoreo. Sigo preguntando por su trabajo y por sus estudios y confiesa que su empleo no es fijo y que tampoco sabe, a ciencia cierta, cuándo va a trabajar. Le pregunto entonces si el cuándo depende de sus necesidades de estudiante y me dice que no, que depende de las exigencias de su jefe. Que puede trabajar tres días seguidos y después no hacerlo en un par de jornadas, sin ninguna regularidad. Me intereso por saber si ese baile de horas y días de trabajo le son comunicadas con suficiente antelación y me dice que no siempre, que tiene que estar “bastante” disponible porque la llamada se puede producir el día antes. “¿Así que nunca sabes cuántas horas vas a trabajar ni cuál va a ser tu salario, no?”, le digo, inmisericorde. Dejo el espacio en silencio para ver si surge la comparación, si se dan cuenta de que los ayoreo no son los únicos que tienen que lidiar con la incertidumbre y veo a Marie ponerse nerviosa como si hubiera reparado en algo que preferiría no advertir: “pero estoy muy contenta con mi trabajo, muy contenta”. “¿Porque te permite pagar una parte de tus estudios, no?”, le espeto como para aligerar su malestar y responde: “Y porque nos tratan bien, nos dejan ir al baño durante la jornada de trabajo”.

He visto un cambio radical en las reacciones de los estudiantes en los últimos treinta años. Podría relatar decenas de anécdotas en este sentido y abundar en estas transformaciones culturales en el mundo académico que tradicionalmente ha sido –dentro de los distintos espacios donde se pueden ver estos cambios– un espacio más crítico que, pongamos por caso, el mundo laboral de la empresa privada.

En una de esas reuniones científicas que abundan en la universidad, un estudiante de posgrado de sociología se quejaba amargamente de una lectura obligatoria que le habían encomendado para su clase de antropología. Una rareza, porque ya casi no se recomiendan monografías sino fragmentos de textos, capítulos de libros o artículos en red. Se trataba del excelente trabajo de Nancy Scheper-Hughes Death without weeping (Muerte sin llanto. Muerte y vida cotidiana en Brasil), un texto sobre la mortalidad infantil en aquel país. Un texto bellísimo, casi un relato de viaje, concienzudo, riguroso y muy sentido. La queja del estudiante de posgrado no apuntaba al cuestionamiento de las afirmaciones de Scheper-Hughes (en su momento fuertemente discutidas) o a las técnicas empleadas o a la metodología con la que había confeccionado su investigación. La crítica estaba dirigida a la extensión del libro, de más de 500 páginas, que obligaba a dedicarle unas cuantas jornadas a su lectura. “No es que el texto esté mal”, decía este estudiante, “pero lo que dice en esa cantidad de páginas lo podría decir en una frase: las mujeres en Brasil no lloran ante la muerte de sus hijos porque están acostumbradas”.

Estas son solo algunas de las escenas que he presenciado en la última década que me hace pensar que algo está cambiando con mucha rapidez y casi sin aviso. ¿Qué pasó entre aquel mundo donde había alternativas, otros modelos de organización política, social y económica y éste en el que parece que lo que hay que es lo mejor, por ser lo único posible? Sociólogos, politólogos, filósofos han intentado entender este giro radical, pero lo desesperante es la naturalización de estos valores: el individualismo más atroz, la destrucción simbólica de la comunidad –que se ve como atrasada y tradicional, cuando no como imposible–, la aceptación del poder y el sometimiento, un presentismo descorazonador en el que no hay ni pasado ni futuro y solo queda gestionar el presente. ¿Cómo hemos llegado a esto? ¿Por dónde nos han amansado para aceptar y replicar estos valores?

Como decía al comienzo, casi no veo televisión, pero en una de esas raras ocasiones me tropecé con un reality: Master Chef USA. Sé que hay programas de este tipo en muchos países y que en todos se repiten ciertas características del producto, pero nunca me había parado a verlo y menos a pensar sobre ello. Un concurso en el que casi todas las características de este nuevo mundo se dan por buenas y deseables. Los concursantes pelean y compiten entre sí por ver quién cocina mejor y, cuando se forman grupos, también la rivalidad entre ellos es el valor supremo; el tiempo es importantísimo: no se trata solo de hacer las cosas al gusto de los evaluadores o de hacerlas bien, sino de hacerlas en un tiempo –televisivo– marcado de antemano; y los concursantes deben someterse –sin rechistar– a los dictados –no siempre amables– de los críticos. Para alguien ajeno al género, el grito de “Sí, chef” recuerda a la disciplina castrense, como si las formas –enérgicas y autoritarias– de la vida militar se hubieran colado en las cocinas. No dudo que la dinámica de un restaurante exija de orden y disciplina, de lo que ya no estoy tan segura es que se necesite esa clase de orden competitivo y ese tipo de rigor cuartelario. Una obediencia que, puesta ya a investigar, se da en casi todos los realities que vi: los de costura, los de supervivencia, los de convivencia… Y todos ellos tienen enormes audiencias, gente que considera natural que los aprendizajes –en la cocina, el taller, en una isla o en una casa– se organicen en torno a estos dictados. Casi un siglo después de la aparición de muchas de las pedagogías alternativas (Montesori, Summerhill, Freinet) resulta que aprender o mejorar una destreza consiste en competir ferozmente, ser eficaz y someterse a la jerarquía y a la autoridad. Aprender a ser cocineros, modistos, a sobrevivir en la naturaleza o a convivir en un espacio cerrado parece que exige de estas adaptaciones. Si esto no es una forma de disciplinamiento social ¿qué otra cosa puede ser?

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