Quedamos a las 6 porque es cuando salgo de trabajar. Veo en Google Maps que tardaré unos 20 minutos en llegar andando. En metro es la mitad, pero decido caminar, para ahorrarme un viaje de la T-10 por un lado, pero también porque me apetece ir tranquilamente y ver el entorno. Si me gusta el piso y me quedo a vivir ahí quiero saber qué hay a mi alrededor.
El piso está en el Eixample, muy cerca de la universidad, así que me iría perfecto para llegar a casa pronto y poder salir sin prisas. Las fotos del anuncio son preciosas. Tiene ventanas de esas con postigos de madera, que a mí me encantan, y un suelo de baldosas hidráulicas, típicas de los pisos modernistas. El precio está un pelín por debajo de mi máximo presupuesto, pero el anuncio no especifica si incluye gastos.
Hay dos gatos que viven en el piso. Eso no me hace mucha gracia. De momento he ido descartando los pisos con mascotas. Por mucho que te gusten los animales, no es lo mismo tu gato o tu perro que el de otro. Todo lo que ensucie o estropee te va a molestar más. Pero bueno, me resigno. Ya llevo mucho tiempo buscando piso y me parece que quizás tengo que ser más flexible o no voy a encontrar nada. Por lo menos ir a verlo. Conocer a la posible compañera de piso. No todos los dueños de mascotas son iguales. Eso influye más que los gatos en sí.
Cuando estoy llegando a la dirección que me ha indicado paso por delante de una librería de segunda mano. Está prácticamente a la vuelta de la esquina del piso, lo que me parece muy buena señal. Me imagino entrando a pasar el rato cuando me sobre el tiempo al ir y venir de casa. Sería un lujo tener acceso tan fácil a literatura diversa. Y a tan buen precio.
Llamo al timbre en el portal y espero a que me abran. Cuando entro miro los nombres en el buzón que corresponde al piso, por curiosidad, por saber quién más vive en él, aparte de la chica con quien he hablado. La portería es estrecha y antigua, pero limpia y bien cuidada. De momento todo está en orden. Me puedo imaginar entrando y saliendo por esa puerta, abriendo el buzón para recoger mis cartas, aunque sólo sean facturas, y me gusta el aspecto.
Hay ascensor, pero decido subir por las escaleras. A medio camino cambio de idea. No había contado con la planta principal. Llamo al ascensor y estoy esperando cuando oigo una puerta que se abre más arriba y voces. Al poco rato baja una chica por la escalera. Me parece que acaba de visitar el mismo piso que voy a ver yo.
No sé por qué, pero de repente me da reparo que me vea ahí esperando al ascensor. Como si fuera a saber que he querido subir por las escaleras, pero me he rendido. Abandono el ascensor y me cruzo con ella en las escaleras. Nos saludamos. Cuando llega ella al rellano se abren las puertas del ascensor y a mí me entra algo de vergüenza. Si me hubiera visto esperando allí no le hubiera parecido raro. Una vecina, hubiese podido pensar. Yo sola he vuelta la situación más absurda de lo necesario. Pero ya estamos fuera de vista la una de la otra, y no voy a volver a verla más, así que me empieza a dar lo mismo.
Llego a la puerta y me falta el aliento. Llamo al timbre y trato de respirar con normalidad mientras espero. Esa no es la primera impresión que quiero dar, ahogada y con la cara roja. Mientras tanto, miro las puertas. Son altas, de madera, con un círculo de metal trabajado alrededor de la mirilla. Antiguas. Me gustan.
Me abre la puerta sonriente y me invita a pasar. En persona tiene un aspecto muy diferente de su foto de WhatsApp. Allí sale en blanco y negro con el pelo suelto que le cubre parte de la cara y los labios pintados de un color oscuro. Está muy seria y parece más mayor. La mujer que está delante de mí lleva el pelo recogido en un moño maltrecho, pero que le sienta muy bien. Lleva un vestido de tirantes negro y liso, largo hasta casi los tobillos, holgado y ligero. Me siento más cercana a esta imagen suya que a la de WhatsApp.
Se presenta y nos damos dos besos en la mejilla, me pregunta si soy Jessica.
—No –la corrijo. Soy Paula.
Ha recibido a muchas visitas hoy. Y colgó el anuncio esta mañana. Me explica que no pensaba que fuera a ir tan rápido.
—La gente me ha estado petando el móvil –dice.
Cierra la puerta y aparecen los gatos. No son lo que me esperaba. Son de esos gatos sin pelo que parecen criaturas del demonio. No sé si pongo una cara. Intento recuperarme de la sorpresa. Al menos no me dejarán pelos por la ropa, pienso, y los saludo. Al fin y al cabo, también estoy entrando en su casa.
Empezamos por la que sería mi habitación. Es la que está más cerca de la puerta de entrada y la más pequeña del piso, pero el tamaño me parece bien. No necesito mucho espacio. Hay una cama, un armario y un escritorio. La ventana da a un patio interior. Ella me dice que la puedo abrir y lo hago.
El patio es grande, no de esos en los que tienes el otro piso lo suficientemente cerca como para mantener una conversación con el vecino por la ventana. Entra bastante luz. De todas las ventanas de todas las habitaciones que he visto me parece la mejor. La semana pasada vi una que daba al rellano. Yo no sé a qué arquitecto se le ocurrió que eso era buena idea. Pero es de lo más común en Barcelona.
Los gatos nos siguen a la habitación y ella me dice sus nombres. Son dos machos. No lo sé solo por los nombres. La falta de pelo les deja todo al descubierto y entre las patas de atrás les cuelgan un par de testiculitos pálidos y arrugaditos como el resto de su piel.
Uno de los gatos se ha subido al escritorio. Le presento mi mano para que la huela. Me olfatea con curiosidad, pero aún no está dispuesto a que lo acaricie. Retiro la mano y le digo que ya nos iremos conociendo.
Ella me espera en el pasillo y la sigo para ver el resto del piso.
La cocina es más bien pequeña. Pero limpia y bonita y con espacio suficiente para cocinar cómodamente. Algo que me produce mucha frustración son los espacios mal pensados. Cuando hay poco espacio, si está bien aprovechado, no tiene por qué ser un problema. Lo es cuando las cosas están colocadas sin ningún sentido. Entonces se te hace todo minúsculo, te tropiezas con el espacio. Es estresante.
Seguimos hasta el comedor. Hay un sofá en L en la esquina y una mesita de café delante. Hay un cuadro pequeño en la pared, un dibujo de un trasero femenino desnudo. También hay una alfombra blanca debajo de la mesita. Las baldosas del suelo me enamoran.
Salimos al balcón y me explica que por ahí entra mucha luz. Que en verano da un poco de calor, pero en invierno va bien que sea tan soleado. La calle es bastante ruidosa, pero no se puede esperar otra cosa en pleno centro de Barcelona. Me parece un mal menor. Además, mi habitación daría al interior, así que el ruido no me molestaría para dormir.
Hablamos de que a las dos nos gusta dormir con la ventana abierta en verano, para que corra el aire. Yo le digo que en el piso donde vivía antes también había mucho ruido, pero encima el cabezal de mi cama estaba justo debajo de la ventana, y entonces sí me costaba dormir. Aunque lo intenté, no me quedó otra opción que dormir con la ventana cerrada todo el verano. Como era en Inglaterra, el verano fue corto, así que tampoco fue una frustración muy prolongada. Ella asiente, simpatiza. Noto que empezamos a sentirnos cómodas la una con la otra.
En el balcón hay algunas plantas. Cactus, porque son fáciles de mantener, me dice. Me cuenta que este verano se partió la espalda y estuvo sin venir al piso unos veinte días. Les pidió a sus compañeros que regaran las plantas, pero no se acordaron.
Las dos estamos de acuerdo en que las plantas le dan un poco de vida al balcón, y a la casa. Que si no queda todo un poco desértico y apagado. Los balcones con vegetación exuberante, selvática casi, que cuelga por las barandas nos parecen encantadores, aunque ninguna de las dos seamos jardineras expertas.
Entramos otra vez al comedor. Ella me indica que la puerta doble que está abierta da a su habitación. Desde aquí se ve un escritorio y parece una habitación grande. También tiene salida al balcón. La envidio un poco.
Nos sentamos en el sillón para tratar los temas prácticos. El precio del alquiler incluye todos los gastos. No hay un orden específico de limpieza, pero se entiende que se ha de colaborar entre todos.
—Yo soy la que más limpio –dice, porque con los gatos, van dejando arena por ahí y yo cuando lo veo lo limpio.
Se pueden traer visitas al piso, siempre que se respete a los demás. Sólo hay un baño y compartirlo entre tres no es problema, pero cuando se junta mucha más gente empieza a ser un agobio.
Pregunto si hay lavavajillas en la cocina. No me he fijado. Me dice que sí, pero las dos estamos acostumbradas a fregar los platos a mano. También me dice que considera importante vigilar el consumo en casa. Apagar luces, no exagerar con las lavadoras, todo eso. Yo asiento y le digo que me parece todo muy coherente.
Me cuenta que tuvo una compañera que bebía y fumaba y estaba muy mal y por las noches no se acordaba de apagar las luces. Se lo recordó muchas veces, pero no había manera. Al final cambió las bombillas del pasillo por unas de bajo consumo. Así al menos no gastarían tanta luz.
Me pide que le cuente más de mí y yo empiezo por lo básico. Nombre, edad, trabajo, el máster que empiezo este año. Escritura creativa.
—Me gustan las cosas creativas –le digo.
—¿Sabes pintar?
—Sí.
—¿Pintar con acuarelas?
—Sí. He visto que tienes aquí papel de acuarelas –le digo, señalando el cuaderno que hay debajo del cristal de la mesa del café.
Me dice que quiere aprender a pintar con acuarelas y que no le sale. Me pregunta si le puedo enseñar. Yo le digo que sí, encantada, y abro mi mochila para enseñarle mi libreta, que uso de agenda personalizada, y donde suelo pintar con acuarelas.
Ahora ya nos hemos familiarizado la una con la otra, y llegamos a ese punto en el que puedes hablar y hablar con alguien y no se te acaban los temas, como si os conocierais de toda la vida. Ella es vegetariana y yo vegana. A las dos nos gusta cocinar, pero somos improvisadoras, a ninguna nos gusta seguir las recetas al pie de la letra.
Ella dice que en el piso es la que más cocina. Yo le hablo de mis triunfos recientes. La tortilla de patatas vegana, la mozzarella vegana, el bizcocho que hice para mi cumpleaños. Hablamos algo de la universidad también. En la cafetería de mi facultad no había opciones veganas. Patatas fritas, si eso. Pero una no se puede alimentar a base de eso toda la vida.
Hablamos de lo que estudiamos. Ella me dice que empezó la carrera de ciencias medioambientales, pero no la terminó. Me cuenta que hizo el bachillerato social. Yo le cuento que hice al revés, el científico para luego estudiar una filología.
Compartimos nuestras frustraciones con el sistema educativo. Hay que decidir demasiado pronto, ¿cómo vas a saber con 16 años qué es lo que vas a hacer toda tu vida?
Antes ha mencionado que por las mañanas está en casa y le pregunto a qué se dedica.
—Soy trabajadora sexual.
Yo no sé qué cara poner. Sigue hablando, pero no la escucho. Asiento, como si todo me pareciera de lo más corriente. Pero no sé si realmente doy esa apariencia. Estoy intentando cuadrar la información que me acaba de dar con todo lo demás, y me cuesta. Mucho. Estoy incómoda y cambio de tema. Necesito un respiro para encajarlo todo.
Se me van los ojos al desnudo colgado en la pared, justo encima de ella. Lo que antes me parecía artístico ahora me parece sugerente, obsceno, pornográfico. Como pueden cambiar unas pocas palabras toda una perspectiva. Al final resulta que lo de los gatos era lo de menos.
Seguimos hablando de estudios, ha empezado dos carreras, pero no ha terminado ninguna, ahora está estudiando psicología online.
—Lo pasé fatal, seguía convencida de terminar la carrera, pero es que estaba muy amargada –dice, hablando de la primera. Lo dejé y no se lo conté ni a mi madre. Después empecé ciencias medioambientales.
Le pregunto si le convalidaron algún crédito y me dijo que no, que claro, no tenía que ver una cosa con la otra.
—Quería trabajar mientras estudiaba. Y entonces encontré la prostitución y todo cambió.
Nunca he oído hablar de la prostitución en esos términos. Como el cristiano que dice que vivía una vida desquiciada y entonces encontró a Jesucristo y cambió su vida. Como si la prostitución fuera algo que te entrega una nueva perspectiva, que te renueva, te da impulso.
En la mayor parte de casos la prostitución es un último recurso, de aquellos que se encuentran en situaciones muy comprometidas y no encuentran otra manera de seguir adelante. O una forma de esclavitud, de tráfico de cuerpos que se llevan de un lado para otro del mundo, para que se usen, para que hagan negocio unos pocos.
Sabía que hay mujeres que se dedican a la prostitución voluntariamente. Que dicen que les gusta el sexo y se dedican a algo que les gusta. Que es un trabajo como cualquier otro. Pero son una minoría. Y también son rebeldes, reivindicativas. No se las puede usar porque ellas escogen esa vida. Pero ni aún así se me había planteado el tema como la solución perfecta a los problemas del estudiante corriente que no da abasto.
Cuando me marcho son las ocho menos veinte. Hemos estado más de hora y media hablando.
Nos despedimos alegremente, con dos besos en la mejilla otra vez. Me acompaña hasta la puerta y acordamos que me avisará al día siguiente de su decisión.
Bajo por las escaleras. Salgo a la calle y paro un momento en la tienda de libros de segunda mano, no tanto por hojear los libros como fantaseaba antes, sino para recomponerme. Intento distraerme, pero no puedo desenredar mi mente de los pensamientos que se arremolinan en torno al mismo tema.
Camino hasta la estación. Cojo el tren para volver a casa. Y todo el rato me acompaña una sensación extraña. Me encuentro diciéndome a mí misma cosas como “parece tan normal”, y yo misma me rebelo contra esa palabra: “normal”. Es absurdo pensar en esos términos. Pero es cierto que si nos pusierais la una al lado de la otra no pensaríais que una tiene más pinta de prostituta que la otra.
Intento averiguar si me parece razón suficiente para descartar el piso o no. Si no me lo hubiera dicho me hubiera parecido un sitio fantástico, con alguna desventaja, sí, pero donde hubiera podido vivir tan contenta. Si no trabaja desde casa, ¿a mí que más me da? Todo lo demás me ha parecido bien. Hasta a los gatos me podría acostumbrar.
¿Y ahora? No quiero sentirme prejuiciosa. Pero tampoco quiero acceder a algo que me incomoda por demostrarme a mí misma que no tengo prejuicios.
La verdad es que ella me ha caído muy bien. Pero tiene que haber alguna diferencia fundamental entre nosotras para que ella haya escogido esa profesión y a mí me parezca tan incomprensible.
Se me llena la cabeza de preguntas. Preguntas que le haría y no le haría.
¿Lo saben tus padres?
Si no lo saben, ¿se lo dirías en algún momento?
¿Te gustaría tener hijos en un futuro?
¿Si los tuvieras se lo contarías?
¿Escoges con quien te acuestas? O sea ¿puedes rechazar a algún cliente?
¿Puedes decir que no si te piden hacer algún acto sexual que te incomoda?
¿Te partiste la espalda trabajando?
Me bajo del tren y sigo turbada. Me parece que si no me empezara a sentir algo desesperada por encontrar piso no lo consideraría como una opción viable. Intento sincerarme conmigo misma. Y si le digo que no, ¿cómo se lo digo? No quiero que sienta rechazo por ser prostituta, porque realmente a mí no me provoca rechazo, más bien confusión.
Entonces se me ocurre que quizás ni siquiera me escoja ella a mí, de entre tantas visitas, y entonces le estoy dando vueltas a la cabeza para nada.