“Por lo visto, he perdido todo el encanto que pude tener”.
Éxito, de Martin Amis
Hay pocas cosas como charlar en un taxi a medianoche. Al salir de juerga, subimos a uno en limitadas ocasiones, como si de una celebración se tratara. Hablamos de tres tonterías hasta que insistiéndole al taxista conseguimos que se enzarce en una sucesión de anécdotas. Algunos aseguran que las noches son muy largas y que más de lo que nos imaginamos pasa, que un cliente bañado en alcohol y sin un duro sugiera al llegar a su destino una forma de pago alternativa. Desde jóvenes muchachas hasta calvos caballeros con sotana ofreciendo pagar la carrera con carne. Peleas, negativas del taxista, disimulos, deudas saldadas con pajas, polvos, mamadas, y en ocasiones, si mostramos demasiado interés por los detalles, el conductor se coloca con cuidado sobre la nariz sus gafas y parpadea mirando al frente ignorando nuestra duda, haciendo como si no hubiese escuchado absolutamente nada. Aunque hay que reconocer que, la mayoría, responden divertidos y cuentan hasta la última H de toda anécdota curiosa que recuerden. Y un taxista en turno de noche tiene de eso para rato. Saben contar historias con una destreza asombrosa; y a la vez conducen, vaya. Que no es fácil, que uno empieza hablando del tiempo, se despista, y cuando se quiere dar cuenta está divagando por tendencias capilares en el porno en los 70. Pero estos saltan de un suceso a otro que da gusto. Aunque claro, hay cosas que uno recuerda con mayor soltura. Ya lo decía Bárbara Bush al asegurar que Clinton mintió:
—Un hombre puede olvidar dónde aparcó el coche o dónde vive, pero jamás olvidará una mamada… no importa lo mala que haya sido.
Lo que tenemos hasta ahora es que las mamadas no importan malas que buenas, aunque algo difiero, pero bueno, la verdad es que hay otras cosas que sí que es imprescindible que se hagan bien, y muchos no sabemos. Por ejemplo, cambiar una rueda. Llevo cuatro años conduciendo y nunca me lo había planteado, supuse que sería algo innato. Hasta que el otro día una de mi coche reventó, y yo, sin hacer nada, miraba a todas partes esperando a que por arte de magia ocurriera algo.
Y es que hay cosas que vienen de serie, como las plantas de los pies, o la belleza (que es un don para llevar del brazo), otras que no lo tengo claro, como en una persona la cota de simpático, y otras, son habilidades que uno adquiere con el hábito. Como por ejemplo un amigo, que tiene la increíble habilidad de dominar a ciencia exacta los bufets libres. Especial mención a los de comida asiática. Y el truco, según dice, está en la práctica. Cuando entramos al establecimiento, la sonriente señora de la entrada nos señala nuestra mesa, y al elegir las bebidas, para no llenarse a base de gas o tonterías, él pide agua. Nos distribuimos a lo largo de las barras de self-service sin quitarle el ojo de encima. Imitar sus movimientos o pescar algún consejo puede salvarle la cena a cualquiera. Sigue una serie de pasos estudiados que le llevan a probar los seis mil tipos de sushi que hay sin inmutarse, se baña en soja y salsa agridulce, con los fritos y los arroces flirtea divertido provocando que moje las bragas la señora de la mesa de al lado, y explota en carcajadas de superioridad al ver que algunos, tras las tiras de pollo crujiente y las croquetas, nos hemos rendido. Él no ha hecho más que empezar. Tarda siete segundos en analizar el resto de movimientos que le llevarán de unas tenazas a otras para ir colocando con delicadeza cualquier alimento en su plato; los trata con cariño, los mima, guiña el ojo al salmón crudo envuelto en algas, parece que hasta los quiere, que uno jamás pensaría que más tarde va a engullirlos. Juguetea con el cerdo agridulce al borde de la extinción y mira desafiante a uno de los camareros ordenando sin mencionar palabra que reponga la bandeja. Se pasea altivo por la zona de las gambas rebozadas y los lazos crujientes de crema de queso, en posición de cortejo, y sin dar tregua, a sabiendas de que a esas alturas un error de cálculo le puede reventar la cena. Cuando de los seis acompañantes en la mesa, cinco nos hemos hundido, él se acerca ligero y silbando a la zona de segundos platos, donde le esperan aterrorizados el cerdo y la ternera cruda, las gambas, los champiñones, los dados de pimiento, el bambú…, todo pendiente de llevarlo a que lo pasen por la olla y la sartén y lo rocíen con la salsa de la casa. Al verle llegar a la mesa con el plato cocinado entre sus manos, muchos no tienen más remedio que santiguarse; yo no sé si agachar la cabeza o mirar al cielo, el de mi lado se muerde las uñas, y otro, con lágrimas en los ojos, le dice tembloroso que no podrá. Vaya que si podrá. Los siguientes tres minutos no los describo por no herir la sensibilidad de nadie, pero la última vez que vi a alguien de estómago similar en tamaño comer (casi tanto) pasó seis meses sin volver a ser el mismo. Cuando abandonamos nuestra mesa y nos disponemos a salir, después de que tome un postre, claro, se permite el lujo, ante el asombro del maître, de introducirse en la boca a la vista de todos una porción de pan de gamba, que cruje al entrar en contacto con sus dientes provocando un escalofrío a la mitad del restaurante. No hay aplausos de milagro. Pisamos la calle con la comida en la garganta y un mal estar de campeonato, mientras él, se ríe intacto, ligero como una pluma, y sentencia diciendo que lo que hemos visto ahí dentro es una cuestión de pericia y no de espacio. Uno ya no sabe a qué atenerse; sospechamos que lleva años yendo a escondidas en solitario por las noches. Desde luego, cuando la afable señora de la entrada nos recibe, le mira y le sonríe de forma tan especial que yo siempre agudizo el oído tratando de escuchar que le saluda por su nombre.
Está claro que hay ciertas habilidades que están para lucir en público, como la de los bufets libres de mi amigo o la enumeración de anécdotas de un taxista a medianoche. Y otras, uno ha de llevarlas con discreción, por beneficio propio, a disgusto de que nadie las disfrute. Por ejemplo, a mí se me da bien cantar en la ducha y en el coche si voy solo, lo malo es que pocos lo saben. Podría plantearme enjabonarme delante de miles de personas como el personaje de la penúltima cinta de Woody Allen, con el chorro de la ducha apuntando a mi cabeza, entonando unos sonetos o una rumba catalana. Pero he decidido que, a estas alturas, lo mejor es dejar protagonismos a un lado.
Lo que he descubierto es que hay talentos para todos. Solo hay que ver cómo la selección holandesa se lleva a un tipo al Mundial exclusivamente a que pare los penaltis. Que podría haber saltado al campo y no haber parado ni uno, pero encima coge el tío y, después de intimidar con chulería a los lanzadores ticos, para dos de cuatro y mete a su país en semifinales, que ya hay que ser soberbio. Pero es que a uno se le sorprende con nada, cuando parecía que lo había visto todo. Yo ya no sé. Y la señora Bush dando a entender que hay mamadas malas, con la de talento y destreza que uno encuentra por el mundo.
Dejando todo esto aparte, siempre queda refugiarse en el encanto. El otro día en la playa unas amigas elogiaban el físico de un par de muchachos, y cuando el tercero preguntó que qué les parecía él, las chavalas respondieron:
—¿Tú? Tú eres majo.