El lago tiene una pequeña playa. Es parte de un parque, Fahnestock, entre los condados de Duchess y Putnam en el estado de Nueva York. Desde algunos de sus puntos más elevados, se puede ver el río Hudson, que corre a unos dos kilómetros de allí.
Hay también un muelle de madera para los kayaks y canoas que salen a darse una vuelta por el lago. Las aguas son calmas, poco profundas. Se puede caminar unos quince pasos desde la arena y se encuentra el fango, luego la vegetación, que crece abundante bajo el agua.
Ese sábado hay olor de lluvia. La arena está húmeda, las nubes se pasean por el cielo con ganas de tormenta. Ya es verano, así que el paisaje exuda vegetación. Todo tipo de verdes llenan la vista de quien mira más allá de la breve orilla. Cruzando el lago hay formaciones rocosas entre las ramas, terreno poco andable. En la playa habrá unas cien personas, entre los niños que se sumerjen y se disparan con las pistolas de agua, las mujeres–muchas son las madres– que conversan paradas, sumergidas hasta medio muslo, y unos cuantos bañistas, despatarrados sobre sus toallas.
Ni Colm ni Marcelo saben a qué se debe el nombre de Canopus Lake. Los dos miran el lago, sin meterse, parados en la orilla. Sus esposas los han mandado a mirar a los hijos. Ambos tienen mellizos.
–¿Tú escribes, verdad?–dice Colm.
Marcelo piensa en la respuesta. Sí pues, él escribe. De algún modo desordenado, pero lo hace. Es como un hobbie. Piensa en el tiempo que Colm usa los fines de semana haciendo trabajos en madera para la casa. Él es carpintero. Piensa en los conciertos que lo ha visto dar alguna vez, con la gaita. Colm también toca la batería en una banda de Long Island, una que formó en su juventud, que aún se reúne una vez por año.
–Sí–dice Marcelo.
Y Colm no hace la pregunta que Marcelo estaba esperando: ¿para qué? Tal vez porque él también es un artista, sabe que escribir no tiene un fin preciso. Aunque si le preguntara, Marcelo tendría una respuesta preparada (más allá del simple «porque me gusta»): escribe para conocerse, para intentar ver la maquinaria del mundo, y cómo él, ese pequeña pieza, funciona en ella. Tal vez la respuesta sea trillada –piensa Marcelo– pero esas serían las expectativas: entretenerse, conocerse, dejar constancia de su paso por el mundo.
–¿Tú naciste en Estados Unidos?
No. Colm nació en Irlanda. Marcelo se sintió tonto porque apenas lo dijo recordó ya haber hecho la pregunta. Fue años atrás, cuando conoció a Colm, a su esposa y a sus dos hijos. Aquella vez, Colm le había explicado el significado de los nombres de sus pequeños: Eamon (Edmundo) y Fionnuala (la del hombro blanco). Fue por ese tiempo cuando los cuatro mellizos se metían a la bañera juntos. Piensa en que ahora ya no entrarían.
Lo recuerda porque estuvieron conversando acerca de los giros fascistas de un candidato a las elecciones de Estados Unidos. Colm, además de carpintero y músico, es un furioso sindicalista. Cuando Marcelo le dice que los peruanos andan preocupados porque ganó las elecciones un candidato de extrema izquierda, que la extrema derecha está reclamando fraude, igual que el candidato de los republicanos, sonríe.
–Straight from the same playbook–dice.
Marcelo le dice algunos detalles más de lo que pasa en Perú, de familia y amigos en pánico. Él encoge los hombros, como diciendo que ya vio todo aquello.
Alguna vez se pusieron los dos a hablar de política. Marcelo recuerda en especial una conversación en la que se metió el vecino de Colm: un profesor de economía que también había sido extra en Goodfellas, la película de Scorsese. El vecino contó –seguro que por milésima vez– que él salía en esa escena en que DeNiro y Liotta están por robarse la carga de un camión. Él es el truck driver. Esos son sus dos segundos de fama.
Sin embargo, ellos suelen hablar mucho más del trabajo y de la familia. Marcelo le pregunta si van a ir en el verano al caserón que construyó su suegro en New Hampshire. Fueron juntos, las dos familias, un año antes: una casa magnífica, de veinte habitaciones, en un terreno de cientos de hectáreas, con un lago de acceso privado, una cascada y un enorme bosque. Le pregunta si sus suegros pasan allí la mayor parte del año.
–They are not about «enjoying» things. My father-in-law finishes one thing and, immediately, he starts making another.
Marcelo piensa en los varios millones que le habrá costado comprar ese terreno y construir aquella casa. En los kayaks desparramados sobre su muelle privado.
–I think different –dice Colm
–Me too–dice Marcelo.
Y siguen mirando a los niños.
Ahí parados en Canopus Lake, están dos hombres que se piensan artistas.