La lectura que hoy tengo el honor de presentar a los señores académicos aquí presentes corresponde a una serie de notas personales tomadas entre noviembre de 1965 y junio de 1966. Creo necesario advertir de este tono personal y no destinado a publicación alguna, por cuanto, en aras de una mayor fidelidad a las palabras y al contenido, he procurado traicionar lo menos posible la redacción original, y ello tan solo en busca de una mayor homogeneidad y coherencia de conjunto. Esa fidelidad puede suponer, por otra parte, la transcripción de expresiones en exceso coloquiales, u observaciones que hubieran sido tal vez improcedentes en un artículo escrito con otra intención. Pido de antemano disculpas a los señores académicos por estas tal vez inevitable deficiencias de forma, que espero sepan comprender y perdonar.
13 de noviembre, 1965
Hay ocasiones en que le caen a uno encargos tan inesperados que no es capaz de encontrar recursos para oponerse a ellos. Tal es lo que ha ocurrido esta mañana cuando Paco Morales me ha pedido que me ocupe de un escritor norteamericano, Henry Roth, que va a escribir una novela histórica sobre la Sevilla del siglo XVI y reclama asesoramiento por parte de algún profesor entendido en la materia.
—Pero Paco –protesto con cierta timidez–, si alguien en esta Universidad está preparado para explicarle a ese señor cómo era la Sevilla de los descubridores y conquistadores, eres tú. ¿Por qué me pides a mí eso?
—Porque sé que puedes hacerlo –dice sin aumentar en absoluto mi convicción–; puedes hacerlo mejor de lo que imaginas. A mí me es imposible, ya sabes; la culpa la habéis tenido los que me habéis hecho decano.
Me rindo ante los hechos y ante las insistencias, y acabo citando al señor Roth para las doce. Desde las doce menos cuarto diviso, cada vez que se abre la puerta del despacho, a un señor que se parece mucho a Blázquez, pero que no es Blá zquez, aunque lo tomo por un nuevo bedel. Parece contemplar absorto el patio, por donde pululan los estudiantes. Hasta que al sonar la primera campanada de las doce, el nuevo bedel abre la puerta y me tiende decididamente la mano:
—Henry Roth.
Quedo sorprendido ante el gesto de un hombre vulgar, desgarbado y desaliñado, que viste de un gris indefinido y entorna continuamente los ojos, como si estuviera mirando hacia adentro. Lo más destacado de su fisonomía es sin duda un cabello blanquísimo, que se eriza hacia arriba como un enorme cepillo divergente. Parece cualquier cosa menos un escitor famoso, pero no me cabe duda de que con frecuencia nos hacemos una idea muy equivocada de los hombres y las cosas.
Henry Roth tiene sesenta y cuatro años. A los veintiuno, escribió una novela, Call it sleep, que él creyó la obra de su vida, pero que nadie quiso publicarle. Peregrinó, como todo escritor novel, de editor en editor, encontrando en todas partes buenas palabras, esas buenas palabras que son las que más duelen, cuando, al final de la conversación, el escritor ve cómo se le cierran educadamente las puertas. Al cabo, Henry Roth se sintió vencido, que no convencido, porque siguió pensando que su novela era buena. Pero decidió no volver a escribir. Durante cuarenta años vivió en una granja, cuidando animales. Hasta que un buen día, no hace muchos afín, alguien leyó el original de Llámalo sueño, decidió que era una obra extraordinaria y la llevó a la imprenta. El milagro se operó de manera repentina y espectacular; en lo que va de año, la novela de Henry Roth ha conocido veinte ediciones en Estados Unidos, se ha convertido en un best seller mundial, se ha vertido a cinco idiomas y va a conocer ahora su primera edición española. A veces, solo a veces, caen en la vida del hombre estas recompensas tardías.
Del infierno a la gloria, del anonimato a la celebridad, y, tengo motivos para suponerlo, de la miseria a la fortuna. Aunque Henry Roth mantiene con admirable fidelidad su aire de granjero, su desaliño en el vestir, y esa mirada hacia adentro que puede significar mil cosas, pero no deja trasluci r con claridad ninguna de ellas.
Ahora quiere escribir una novela cuya trama se desenvuelve o comienza al menos en la Sevilla del siglo XVI, pero sobre la cual no quiere revelarse nada más. Roth es desconfiado, y ese rasgo se advierte en él desde el primer momento. Habla un mal español y yo un mal inglés; pronto nos entendemos, o nos fíguramos que nos entendemos, en una extraña jerga, que no es, me parece, incorrecta, pero sí mixta, saltando de una lengua a otra según cada palabra o cada expresión lo requiere. A Roth parece divertirte el ejercicio, y hasta esos ojos intravertidos chispean de vez en cuando, aunque nunca estamos del todo seguros de haber dicho cada uno lo que el otro cree entender.
Quiere saber cómo era España en el siglo de oro, qué sentían los españoles para hacer tantas cosas importantes a la vez.
—¿Fue el oro de América? –pregunta con cierta ingenuidad.
—No, el oro de América fue en todo caso la consecuencia, no la causa. El oro nada tuvo que ver con ese impulso inicial, un impulso que sintió de pronto una nación poco poblada, mas bien pobre, que no había tenido un protagonismo destacado en el mundo hasta que ese impulso surgió, pero que de pronto se sintió capaz de conquistar imperios, descubrir mundos nuevos, realizar obras inmortales en el campo del pensamiento, de la literatura y del arte en un despliegue magnífico de vitalidad. Cómo todo eso fue posible no puedo explicárselo, señor Roth, pero no tuvo que ver con la riqueza, sino con la voluntad, con el esfuerzo y sobre todo con un elevado ideal. Quizá el fin de la Reconquista, el entusiasmo por la lograda unidad, el deseo de hacer triunfar la verdad, el bien y la justicia por todas partes llevaron a esa fabulosa explosión del siglo de oro.
—Y esa… digamos esa filosofía ¿la sintieron todos los españoles?
—Sí, todos o casi todos.
—¿Como… como average, tanto por ciento? [Vaya, qué pronto sale el americano].
—Yo diría que lo que caracteriza el siglo de oro es la unanimidad. Todos los españoles, el Rey, un catedrático de Salamanca, un escribano de Úbeda, un tejedor de Segovia, un campesino de la Tierra de Barros, aún sin poseer el mismo grado de cultura o de conocimientos, tenían ideas similares sobre Dios, el hombre, el mundo, la vida (y la misión del hombre en el munclo y la vida), sobre el bien y el mal, la justicia y la injusticia, el honor, el deber, lo que vale la pena y lo que merece ser despreciado. Me parece que sin esa tremenda unanimidad no hubiera sido posible el siglo de oro.
—A mí me parece otra cosa –dice despacio Roth–. En una nación grande y poderosa no todos pueden pensar igual.
—¿Cómo?
—Cuando todos piensan igual, todos son tontos. Y un pueblo de tontos no puede ser grande e ilustre. Mire ahí los pueblos salvajes, sin ideas distintas que los muevan de su pasividad, mirelos… todos iguales.
Y Henry Roth hace el gesto de acariciar, uno a uno, el lomo de los carneros de Panurgo.
—¿Los borregos?
—Sí, los borregos. Sheeps o como les llamen ustedes. Los rebaños no van a ninguna parte, solo a donde los llevan. Créame, yo entiendo mucho de eso. Para que un pueblo progrese, para que tenga ideas nuevas, no se quede inerte y busque otros caminos, necesita individuos que piensen de muy diversas maneras, necesita la distinción, la diferencia, el contraste. Sin contraste no hay lo nuevo, y sin lo nuevo no hay progreso. Eso es lo que pienso.
—¿Ha leído usted a Hegel? –le pregunto.
Las respuestas de Roth son siempre crípticas o elusivas. No consigo saber sí ha leído a Hegel, ni siquiera si ha leído a Shakespeare, o a Cervantes. Es una caja cerrada. Prefiere suscitar, más que admiración, misterio. Puede que nunca llegue a comprender del todo a Henry Roth, y hasta siento la impresión de que es precisamente eso lo que pretende.
Trato de explicarle que los españoles del siglo de oro discutían, muchas veces disputaban; en modo alguno estaban de acuerdo en mil cuestiones que les dividían, en ocasiones hasta la violencia. Pero en lo fundamental, en lo que se refiere a la fe religiosa, al por qué de la vida, a los grandes ideales movilizadores, estaban de acuerdo.
—La unión hace la fuerza, y ahí está el secreto de la fuerza de los españoles de entonces.
—¿Y no había disidentes?
—Si los había eran muy pocos. Mire usted, Menéndez Pelayo, Américo Castro, Maravall… han buscado…
—¿Y qué me dice usted de los judíos? –me corta con voz misteriosa.
—Los judíos ya no existían como tales en la época de la conquista de América. Habían sido expulsados en 1492, justo el año del descubrimiento. Los que se quedaron estaban obligados a cristianizarse.
—¿Y ningún judío viajó a América?
—No, les estaba prohibido. Incluso a los conversos. La Inquisición de Sevilla actuaba como un filtro, y por si acaso se estableció otro filtro muy eficaz en Santa Cruz de Tenerife.
—¿De modo que ninguno llegó a América?
—Supongo que ninguno.
Entonces Roth hace un guiño, y en un gesto de escamoteo muy suyo me pone delante de los ojos una página, creo que de Bernal Díaz del Castillo, en que los conquistadores de Nueva España descubren entre sus filas a un marrano y se ponen a perseguirlo.
—¿Qué le parece?
Adivino de pronto por donde va a ir la trama de la nueva novela.
—Es la excepción que confirma la regla –digo en son de excusa.
No sé si Roth me entiende. Entorna de nuevo los ojos, y dice:
—Uno basta. Ustedes hablan de eso… el bosque y los árboles.
—Los árboles no dejan ver el bosque.
—Eso dicen, pero es mentira. La verdad es todo lo contrario, el bosque no deja ver los árboles. Cada árbol es verdad, una verdad, concreta, que se puede tocar. Pero no se puede tocar el bosque. El bosque es solo un invento.
Roth dice invention, que más bien podría traducirse como ficción.
—Yo busco las verdades, los hechos, las cosas que son, y luego las compongo. Con las mismas piedras se pueden construir muchos edificios totalmente distintos: lo importante, aquello de lo que no se puede prescindir nunca son las piedras. Tampoco hay vida sin cada una de las cosas que suceden todos los días. Luego, según se ordenen las cosas, resulta una vida u otra. Pero la vida, en su conjunto, es también invention.
—Una sombra, una ficción…
Roth se queda un poco asustado de mis palabras, quizá porque no las espera. Tampoco me atrevo a preguntarle si ha leído a Calderón.
—Que toda la vida es sueño… –continúo.
—Bueno, es sueño. O si no es sueño, call it sleep.
17 de noviembre
No sé si lograré entenderme alguna vez con Henry Roth. Tiene ideas divergentes, como su pelambrera. Y al lado de sublimes vulgaridades, hay a veces en él cosas que asombran. Hoy, por lo menos, hemos avanzado. Después de una serie de conversaciones, maravillosamente desordenadas, sobre la Sevilla de la segunda mitad del siglo XVI, me he lanzado a la primera lección práctica.
Vamos a la calle –le he dicho.
Confiaba en su capacidad de fabulación y no me he equivocado. Roth posee la facultad de trasladarse a cualquier tiempo y cualquier lugar. Bien, realmente no estamos en la calle, sino que bajamos a orillas del arroyo, al otro lado de las murallas del Alcá zar. Después de la riada de ayer, no nos extraña que las aguas bajen achocolatadas. Doscientas varas más allá, cruzamos el pequeño puente y franqueamos la Puerta de Jerez en compañía de unos marchantes de Los Palacios que conocen bien el santo y seña.
Por de pronto, una pequeña plaza triangular, varios edificios sueltos, y al fondo la calle Génova, tan estrecha, que no deja ver la Catedral. Roth repara enseguida en la capilla de Santa María de Jesús, y me pregunta:
—¿Eso… eso… es? –le entiendo:
—Sí, eso es lo único que es.
Nos sentimos tan en el siglo XVI que cruzamos con el semáforo en rojo, a punto de ser atropellados por un autobús. Una vez en la capilla, Roth parece sumirse en la penumbra. Le enseño el retablo de Alejo Fernández, el mismo que pintó la Virgen de los Navegantes. Se interesa por la Virgen de los Navegantes y el origen de su nombre. Le explico lo mejor que puedo.
—¿Todos se despedían de ella?
—Sí.
Y recalco:
—Todos
Las calles son estrechas. No hay aceras y menos escaparates, aunque sí géneros que cuelgan de las puertas. Todos los vanos aparecen cerrados por rejas, y el pavimento, cuando lo hay, es de teja plana, o en espiga. Pero todas las encrucijadas están llenas de gentes que van y vienen, o parlan animadamente. Cambistas, prestamistas, metedores, libreros de Nürenberg, marineros de La Rochelle, batihojas, carpinteros de lo blanco, alcaiceros, clérigos, pícaros, soldados, arrieros, también caballeros de capa y espada, o alguna dama, que Sevilla es en esto más libre que otras ciudades, llenan las calles y los pequeños espacios abiertos, hasta el punto de que Roth y yo tropezamos una y otra vez con los transeuntes.
—Excuse me –dice él con absoluta naturalidad.
—Estas obras –le explico– son de la nueva Lonja. Los mercaderes y comisionistas se reúnen para sus tratos en las Gradas de la Catedral, pero con frecuencia invaden el patio de los Naranjos, y cuando llueve se refugian en las naves del templo, donde siguen sus operaciones de mercadeo. El Cabildo ha protestado muchas veces, alegando que se está convirtiendo la casa de Dios en cueva de ladrones. Y el Rey nuestro señor ha enviado a Sevilla a su arquitecto mayor, don Juan de Herrera, para que haga construir una Lonja como Dios manda. En tanto continúan las obras, la Lonja se mantiene en las Gradas.
—¿Las Gradas?, ¿la Lonja?
Roth no acaba de comprender.
—Venga usted conmigo.
Sorteando un grupo de saltimbanquis, dejando a un lado otro de engañabobos, nos llegamos hasta el zócalo de la Catedral.
—Esta plataforma que usted ve, es más alta de lo que aparecerá en el siglo XX. Llega hasta la altura de un hombre. Y los escalones, y sobre todo la terraza superior, están llenas de mercaderes que regatear y se ponen de acuerdo para sus negocios con las Indias. Hay tratos de todo género: fletes, cargamento, seguros, asientos; y se ofrecen tejidos de Flandes, salazones, perlas finas, armas, caballos, y, por supuesto, metales preciosos.
—Y toda esa mercancía que dice, ¿cabe aquí?
—No, eso es un error de la gente. En las Gradas se discute y se llega a un acuerdo. El intercambio viene después. De todas formas, también se utiliza este espacio, como ve, para ventas accesorias. Fíjese en la calidad de las muselinas, las joyas y engastes, las sedas de Lyon, los libros alemanes.
—¿Hay alemanes en Sevilla?
—Muchos. Esta calle está llena de ellos, como que la llaman calle Alemanes.
De pronto descubro que Roth habla tan fluidamente el alemán como el inglés.
—Pero también hay flamencos, franceses, ingleses, genoveses, pisanos, florentinos, venecianos, qué sé yo. Y gente de todos los reinos de España. A Sevilla la llaman Babilonia, por la gran cantidad de pueblos y lenguas que se ven y se oyen. Babilonia también en el sentido de torre de Babel.
—Bab –Eel, ya –dice Roth, a quien descubro cada vez más como judío.
—Aquí puede ver a los mercaderes más ricos de Sevilla y de toda España, los Leardo, los Espinosa, los Morga, los Maluenda. Pero cuidado, porque también por los alrededores pululan los pícaros.
—Sí, cuidado –confirma Roth, y se agarra la cartera. Vivimos tan intensamente la Sevilla del XVI que los transeúntes pudieran tomarnos por locos. Menos mal que en estos momentos hay en torno a la Catedral tantos extranjeros como hace cuatrocientos años.
Luego, por el Postigo, nos vamos al Arenal, pasando por el Baratíllo o Malbaratillo, donde se vende de todo, verdadero y falso, y donde los regateos están a la orden del día. A Roth le extraña el bullicio de hombres, bestias y carros, y la gran cantidad de tiendas de campaña que se alzan en esta ciudad artificial. Sorteando las Atarazanas, nos vamos acercando al Compás de las Naos, entre el olor de los calafates y el dédalo de cordajes, redes, estachas, calabrotes, tablones de arena y fardos de mercancías que esperan su vez.
El río está cuajado de barcos, unos acoderados a los muelles o a los cuatro grandes pantalanes de madera, otros abarloados en paralelo, para ganar espacio, muchos fondeados con dos anclotes a proa y a popa, para no desviarse del sentido de la corriente y no embestirse unos a otros. Panzudos galeones, naos vizcaínas, urcas flamencas, carracas bretonas, fustas, galeras y galeazas del Mediterráneo, y multitud de barcos sutiles que hormiguean por todas partes, van y vienen, trasladando personas o cargamentos. En todo el espacio que media entre la recurva del convento de los Remedios y el puente de barcas de Triana, la madera de los navíos apenas deja adivinar el agua del río. Unos barcos están aun, o ya, con parte de las velas desplegadas; la mayoría a palo seco, algunos en carena.
¿Quién ha dicho que los galeones llegan siempre a su tiempo? Quisiera que muchos defensores de esa supuesta puntualidad pudiesen ver este espectáculo en pleno noviembre. Los navíos del Norte, que han venido este verano a traer géneros, se han quedado a esperar a los galeones para aprovechar el flete de retorno. Y los del Mediterráneo quieren adelantarse a sus competidores para preparar la flota de abril.
La ribera está tan abarrotada y movida como el río. Los metedores cuchichean y los almojarifes y los esbirros del juez de sacas les siguen la pista. Roth está a punto de comprometerse cuando pregunta a quien no debiera que hay que hacer para embarcarse hacia las Indias.
—Oh, dicen los entendidos, lo que quiere usarcé está muy difícil, mayormente si es extranjero. De cada cien pretendientes, uno embarca. Anda por aquí un tal Miguel de Cervantes, que lleva más de cinco años esperando…
Tumulto, bullicio, discusiones, grupos que van y vienen en abigarrada mescolanza, de todo género y condición.
—Cuántas gentes, y qué distintas –comento.
—Sí, distintas, muy distintas –dice Roth con un cierto retintín.
—Pero Sevilla es siempre la misma, y me parece que los sevillanos también.
Mi amigo queda pensativo.
—Tenemos que dar más paseos –concluye.
29 de noviembre
Hoy he presenciado una conversación digna de Diógenes, aunque el protagonista fue mi nuevo y curioso amigo Henry Roth. Íbamos hacia el puerto de las Muelas, cuando, junto al puente de San Telmo, de pronto, cambió de siglo, o no supo al menos en qué siglo se encontraba. Un hombre mal vestido dormitaba junto a una de las rampas.
—¿Está muerto?
—Creo que no –repuse–. Pregúnteselo usted mismo.
—Señor, ¿qué hace?
El vagabundo se volvió entre burlón y halagado por el tratamiento de señor.
—Pues ya lo ve usted, tomando el sol.
—Si usted trabajara bien, sería rico.
—No señor, no sería rico de ninguna de las maneras, ni falta que me hace.
—Si trabajara bien –insiste Roth–, sería rico y tendría mucho dinero, y con ese dinero podría comprarse una casa, y en la casa tendría un solarium, y en el solarium podría tomar el sol felizmente.
—¿Más felizmente que aquí? –pregunta el hombre–. No me venga con monsergas.
Henry Roth no repuso y se quedó caviloso, pero cuando íbamos por mitad del puente me hizo una pregunta, como casi todas as suyas, desconcertante.
—¿Es usted fortunado?
—No le entiendo bien. Dígamelo en inglés.
—Are you fortunate?
Me quedo en las mismas. Nos actuamos un lío con happy, feliz, lucky, contento, hasta que al fín me doy cuenta de que lo que me pregunta Roth es si he tenido suerte en la vida, o algo así.
—No, no creo haber tenido suerte, en todo caso lo contrario, pero soy feliz.
—¿Cómo se puede ser feliz sí no se es fortunado?
Me cuesta trabajo explicárselo. Al fin y con muy poca originalidad le hablo de dos formas de felicidad. El felix es feliz porque tiene lo que quiere, y el beatus es feliz porque quiere lo que tiene, aunque sea muy poco. Beatus ille, qui procul negotiis, ut prisca gens mortalium.
—Que ara con los bueyes los campos de su padre –murmura Roth siguiendo la traducción–. Ah, es muy hermoso. Pero ese hombre es feliz porque tiene bueyes, y tiene campos, y tiene padre.
—No, no es eso, digo ya desesperado.
Pido ayuda al padre Coloma, y se me ocurre relatarle el cuentecillo del hombre feliz que no tenía camisa.
—Curioso, curioso –murmura Roth sin más comentario.
Luego, volvemos a hablar de camisas, cuando llegamos al lugar donde desembarcaron Juan Sebastián Elcano y sus veintiún compañeros, y salieron en camisa y con cirios, para ofrecérselos en acción de
gracias a la Virgen de la Antigua (no le digo que volvieron ríquísimos).
—¿Puedo ver también la Virgen de la Antigua?
Roth, judío, y a lo que deduzco ateo, siente sin embargo un especial interés por las Vírgenes sevillanas.
Regresamos. En la rampa ya no está el hombre de antes. Sin embargo, Roth queda acodado en la barandilla, como si le siguiera contemplando.
—Saber vivir. Saber vivir. El que no sabe vivir, no vive, así como el que no sabe leer, no lee.
No consigo arrancarle una palabra más en el resto del paseo.
Saber vivir, qué importante secreto.
16 de febrero, 1966
Ya casi me había olvidado de Henry Roth. Hoy ha aparecido radiante. Ha estado en Barcelona, y le publican su novela. Call it sleep. Di-lo-so-ñan-do, di-lo-so-ñan-do, deletrea como si le costase trabajo pronunciar estas palabras. Le sugiero que puede haber una traducción más correcta, como, por ejemplo, di que fue un sueño. Entonces, en uno de sus típicos gestos de escamoteo, saca de no sé dónde el libro. Es un ejemplar de preedicíón. “El primero. Para usted”. Tomo el libro en mis manos: ni dilo soñando, ni di que fue un sueño, sino La calle es pequeña. No cabe la menor duda de que la traición del traductor comienza por el título.
Naturalmente, me he puesto a leer el libro de Roth. No me extraña ya que la novela trate de una familia judía que emigra a Nueva York y allí sufre toda clase de incomprensiones. Roth es un fabuloso creador de situaciones, que hasta puede recordar lejanamente a Balzac; pero situaciones todas e invariablemente desagradables. Los editores ponen por las nubes el extraordinario realismo de esta nueva revelación literaria. Pienso, aunque mi pensamiento puede pecar de mostrenco o conservador, que de un siglo a esta parte se llama realismo a la descripción de lo que no es sino una parte, y siempre la misma, de la realidad. Si eso es tópico, Roth ha caído como tantos en el tópico, aunque domine como un maestro los ambientes que crea, o tenga un sentido enormemente perspicaz de los pequeños detalles. También maneja como nadie las frases entrecortadas, al punto de que obliga al lector a terminarlas, es decir, a tomar parte, quiera que no, en la acción.
Pero en medio de tanta sordidez y debilidad humana, en un mundo en que no caben la nobleza, la lealtad, la comprensión, late, quizá porque el personaje principal es un niño, un fondo de casi escondida, pudorosa ternura, que es preciso adivinar, pero que lo salva todo. Ahora comprendo mejor el significado del sueño en Roth. Call it sleep no es una novela onírica, la vida no es sueño, ni el sueño es vida: ni siquiera un refugio. Cada realidad, cada vivencia, es solo un instante, que enseguida deja de ser; el pasado, ya no existe. Y si ese pasado ha sido ingrato, podemos pensar cada mañana que ha sido solo un sueño. La vida empieza a ser verdad en todos los momentos. Quizá pueda empezar a comprender mejor a Henry Roth.
2 de marzo
Hoy he visto a Roth por la calle. Llevaba prisa. Pero no ha podido menos de contarme una vivencia que le tiene perplejo. El domingo fue a Écija, con una excursión colectiva, en autobús. Quería conocer un pueblo, un pueblo pequeño, donde se conserve solo lo auténtico, sin los rasgos de gran ciudad que tiene Sevilla. En vano le pregunto por las torres de Écija. Parece como si no las hubiera visto. Sí se ha fijado en los muros encalados, en las callejas empedradas de chinos, en las comadres que se intercambian sutilezas, en los viejos sentados en los cantones de la plazuela, en los niños juguetones. Hasta que el guía dijo:
—En esta iglesia hay misa de doce. Empieza ahora. Los que quieran, pueden entrar, y a las doce y media nos vemos todos en la puerta. Y entraron todos, uno tras otro, hasta el guía y el conductor. ¿Es eso normal en España?
—Sí, es bastante normal.
Roth se sincera.
—Me quedé solo. Nunca me molestó quedarme solo: al contrario, me gusta. Tampoco me molesta ser distinto a los demás; casi he presumido de ello. Entonces, ¿por qué me sentí tan solo a la puerta de la iglesia? No lo comprendo. Y luego, cuando salió la gente, tan contenta, no sé, tan amble…, y tan comprensiva, sentí vergüenza. Nadie me miraba como un bicho raro, sino que estaban todos más afectuosos conmigo que antes: y precisamente por eso, porque no me despreciaban, sentí vergüenza. ¿Usted lo comprende?
—Es una vergüenza de la que no tiene por qué avergonzarse.
Roth no entiende bien mi tonto juego de palabras.
—Es una vergüenza buena –le digo.
—No sé si hay vergüenzas buenas. Sí me parece que cuando se siente vergüenza uno no piensa en nada, y menos que en nada en el motivo que la produce. Sin embargo, cuando uno siente vergüenza, siempre aprende una cosa, nada más que una cosa, pero esa cosa que se aprende se recuerda para toda la vida.
10 de marzo
Ha venido Henry Roth a despedirse. Una decisión, el menos para mí, inesperada, como todas les suyas. Abandona el proyecto de escribir su novela histórica del judío que quiere y no puede embarcarse para las Indias.
—Lamento que mis charlas le hayan servido para tan poco.
—En absoluto, en absoluto, al contrario, me han sido muy útiles, he aprendido mucho, pero mi idea no es viable, no marcha, no me sirve. Desisto. En cambio, añade con timidez, he escrito esto. Me gustaría que lo leyera.
Y me enseña un manuscrito, en inglés, pero con esa letra clara, casi ingenua, que ya conozco. Es un cuento corto, mezcla de realismo y fantasía, que no sé cómo calificar, pero que tiene un final maravilloso y desconcertante. Casi no puedo creérmelo.
Un americano, harto de la sociedad escéptica y de las pequeñas mezquindades en que vive, decide irse a un país donde la gente crea en algo, esté segura de las cosas. Le impresiona la noticia, publicada hace poco por la prensa, del bonzo vietnamita que se hizo quemar en plena calle de Saigón. Para hacer una cosa así tiene que sentirse una convicción más fuerte que la vida misma. Y el americano decide irse a Cuba, la Cuba de Fidel Castro, con toda su inquebrantable fe en el marxismo-leninismo. Pero desde los tiempos de Kennedy están cortadas las comunicaciones de los Estados Unidos con Cuba. Nuestro hombre tiene dos caminos: por Méjico o por España. Se decide por el segundo, que es más largo, también más sugestivo. Y un buen día arriba en vuelo directo desde Nueva York al aeropuerto intercontinental de San Pablo, en Sevilla.
Curioso, visita la ciudad, admira su pasado y sus monumentos, también la alegría, la espontaneidad de las gentes. Acude a las oficinas de la compañía aérea, a fin de tomar su pasaje para La Habana, y a la salida repara allá enfrente en la capillita de la Puerta de Jerez, y la curiosidad le impulsa a entrar en ella. En medio de la penumbra divisa –es un lapsus perfectamente perdonable– el retablo de la Virgen de Los Navegantes. Desde su banco lo contempla largamente. Debajo del manto de la Señora se guarecen Colón, los Pinzones, Fonseca, Matienzo. Luego, como por arte de magia, surgen y se mueven otros personajes: Ojeda, Balboa, Cortés, Pizarro, Valdivia, Quesada, y más tarde desfílan bajo el manto de la Virgen , en procesión inacabable, cientos y cientos de descubridores y conquistadores. La Señora les sonríe, y ellos salen de su cobijo con el rostro iluminado por una fe capaz de mover montañas, o de algo más difícil, conquistar un Nuevo Mundo con fuerzas tan exiguas. Un milagro que, no se sabe cómo, va a hacerse realidad.
El americano contempla alelado la escena durante mucho, mucho tiempo, no sabe decir cuánto. Al fin sale a la calle y le parece que aquellas figuras siguen moviéndose por ella. Al menos, todas las gentes que ve tienen las caras iluminadas por la alegría y por la seguridad de saber por qué viven. El americano rompe en pedazos su pasaje aéreo, y los fragmentos no caen al suelo, sino que van volando en círculos como palomas blancas, cada vez má alto. Y decide quedarse para siempre en Sevilla.
13 de junio
Es curioso. Hoy he recibido una postal de Henry Roth. Lo suponía desde hace meses en Estados Unidos. Sin embargo, la postal está fechada el pasado día 6 en Asís. Solo me pone unas letras. “Recuerdo con mucho afecto nuestras conversaciones en Sevilla. Me encuentro ahora en esta ciudad pequeña y hermosa. Un buen lugar para vivir y para morir”.
No sé qué ha sido en el entretanto de Henry Roth, ni sí ha escogido Asís como último refugio. Me lo imagino en las faldas del monte Subasio, contemplando desde las murallas, con sus ojos semicerrados, esas colinas de la Umbría, que parecen pintadas por un artista del Quattrocento. Tampoco sé si morirá a la vera de la tumba del Poverello. Pero tengo la impresión, no sé si alimentada por la esperanza y el deseo, de que su paso por Sevilla no haya sido en vano.
Este texto fue originalmente publicado por la Real Academia Sevillana de Buenas Letras. (M. B. vol. XXVII, 1999).
José Luis Comellas García-Llera (Ferrol, España, 1928) estudio Filosofía y Letras, sección de Historia, en Santiago de Compostela. Doctor en Historia por la Universidad de Madrid (así se llamaba la Complutense), fue premio macional Menéndez Pelayo del CSIC por su tesis doctoral. Fue profesor de Historia Contemporánea en las Universidades de Santiago y Navarra. Desde 1963, Catedrático de Moderna y Contemporánea en la Universidad de Sevilla. He dado cursos en algunas universidades europeas y americanas. Ha publicado unos setenta libros sobre temas de Historia, de España o del mundo. Además, una docena de libros sobre temas de astronomía, algunos de música o meteorología, que forman parte de sus muchas aficiones.