La que tenía que haber sido “la conferencia mundial más importante desde la segunda guerra mundial” ha resultado casi un parto de los montes. Es cierto que es mejor que se haya celebrado pero no ha colmado ninguna expectativa, ni las quiméricas ni las realistas.
El cónclave ha servido para que la totalidad de los líderes mundiales muestren su convencimiento de que la situación es grave y de que hay que hacer algo drástico para enmendarla. También que están dispuestos a tomar medidas. A partir de ahí todo ha sido vago y etéreo.
China ha sido etiquetada de “villana”, entre otros por un Ministro británico, por haber hecho descarrilar con evasivas el acuerdo. La conclusión, con todo, es simplista. El gobierno de Beijing, que muestra en cada evento mundial que ha pasado a ser un protagonista indiscutible en cualquier problema rebasando incluso en peso a la Unión Europea, se ha escabullido rechazando comprometerse en dos importantes temas de un eventual de acuerdo en la eliminación de gases: vetó el cortar en un 50% las emisiones para el año 2050 y rechazó someterse a una inspección internacional que certifique que esta cumpliendo lo que se convenga.
Las recriminaciones no van, con todo, sólo hacia China. Los países pobres, sobre todo algunos africanos que sienten que el cambio climático puede convertir en un páramo parte de su territorio, culpan a los ricos de ofrecer sólo una parte de la ayuda que deberían proporcionar. Estados Unidos también sufrió embates. Obama tiene las manos atadas por su Congreso en el que aumentan las voces que alegan que si China y los países emergentes, India, Brasil, Sudáfrica etc… van a ser en un futuro muy inmediato responsables nada menos que del 97% del aumento de las emisiones resulta pueril pedir a Estados Unidos o a Alemania que se aprieten más el cinturón, mientras los emergentes siguen polucionando en base al argumento histórico de que los ricos llevan calentando la atmósfera desde la época de la industrialización y los pobres empiezan ahora. Si el problema es grave, concluyen, todo el mundo tiene que arrimar el hombro. Seguir con el acuerdo de Kyoto que establecía obligaciones para los desarrollados y no para China y las nuevas potencias es para muchos legisladores estadounidenses un chiste.
No faltan los reproches hacia Dinamarca como organizadora. Muchos países del tercer mundo alegan que como Presidente favoreció las reuniones entre un puñado privilegiado de países entre los que predominaban las potencias desarrolladas. La acusación es un tanto peregrina. De un lado, la reunión quizás más importante en la que se cerraron las migajas del acuerdo tuvo lugar entre Estados Unidos, China, India, Brasil y Sudáfrica. Sin la UE. De otro, el cónclave de Copenhague ha demostrado que es casi imposible negociar entre 192 países. Ha puesto de relieve la estupidez de la omnipresente regla del consenso de las Naciones Unidas en la que la disensión de tres o cuatro naciones hace naufragar un acuerdo en el que concurren, aun como mal menor, la casi totalidad del planeta.
No menos descollante ha sido ha sido el problema planteado por las ONGs. Unos 8,000 delegados de ellas acudieron a la capital danesa. Cuando los organizadores redujeron a 1,000 el número de los que podían acceder a las salas se armó un pandemonium y surge la pregunta: ¿Puede un evento internacional funcionar con ocho mil observadores pululando por las instalaciones?
El gran fracaso de Copenhague reside en que ninguna de las promesas hechas es legalmente vinculante. La próxima cita es en México dentro de un año. Es dudoso que se haya avanzado en ese sentido. Sobre todo, si un numero reducido de paises, veinte o veinticinco, con la aprobacion de los demas, no elabora de antemano, discute, mastica un acuerdo que pueda ser presentado casi finalizado al circo de mas de cien Jefes de Estado, 45,000 delegados etc…