Aún se puede leer —o entrever—, si uno se detiene y se fija, la vieja inscripción: Muebles Victorino, cocina y estilo. La pintura blanca está prácticamente desaparecida, pero sus pálidos contornos aún son reconocibles sobre un fondo de color de terracota, en la pared lateral de un edificio de ocho plantas. Cuando el edificio y la sombra de la inscripción aparecían en el cristal del coche, estábamos ya en Astorga. El palacio episcopal surgía a la izquierda, sobre la muralla, y la espadaña de la catedral se insinuaba detrás; pero son los Muebles Victorino, sobriamente —secamente— anunciados en la pared de un bloque de pisos de los años ochenta, los que primero nos daban la bienvenida —en mi memoria— cuando llegábamos en coche a Astorga, de niño, en verano o en Semana Santa, en vacaciones familiares.
Para mí, Astorga es un lugar al que se llega, al fondo de una larguísima carretera que atraviesa España de punta a punta, y que recorríamos dos veces al año, a veces tres. No siempre llegaba en coche; a veces lo hacía en tren — y entonces el edificio de los Muebles Victorino, ante el que confluyen la avenida de Ponferrada y la carretera de Pandorado, surgía de madrugada, poco después de remontar la avenida de la Estación, que a esa altura ha cambiado un par de veces de nombre—, y otras, en autocar, un Alsa que maniobraba y resoplaba hasta encajarse refunfuñando en las dársenas de la estación que hay un par de manzanas más allá. La llegada en Alsa o en tren solía ser antes de amanecer, en plena noche, y la ciudad dormía: la inscripción de los Muebles Victorino —cocina y estilo— estaba allí, como siempre, pero la suya era entonces una presencia silenciosa e inadvertida, disimulada entre unas tinieblas fuera del alcance de las farolas encendidas.
Astorga es un lugar al que se llega: nacido y crecido en Barcelona, nunca he residido en la ciudad maragata. Mi padre —y homónimo, y autor de este libro— sí es natural de la ciudad, y residió en ella hasta los veinte años: más que llegar, él vuelve. Pero yo siempre he llegado a Astorga desde otros sitios: desde Barcelona, desde Madrid, desde Valladolid, desde París. Los Muebles Victorino me dan la bienvenida desde que tengo uso de razón, y el resto de la ciudad me ofrece una imagen, o un conjunto de imágenes, que ha permanecido fija durante meses —desde mi última visita— para actualizarse de súbito en ese momento.
Es sabido que la percepción humana del movimiento —o la ilusión de ésta, según se mire— nace de una limitación óptica: el ojo humano sólo alcanza a distinguir entre 10 y 12 imágenes fijas por segundo; cuando el ritmo de imágenes es más rápido, las imágenes dejan de ser separables, así que una imagen se confunde con la próxima, que se deforma o se disuelve en la siguiente, etcétera; y así percibimos la paradoja de una vida que cambia sin cesar, pero manteniéndose la misma —la misma vida, la nuestra, la de nuestro entorno, las calles que recorremos, los edificios que cruzamos, la gente que nos rodea— ante nuestros ojos. Cuando se visita un lugar dos o tres veces al año, esa ilusión y esa paradoja no es posible: las imágenes se suceden nítidamente delimitadas, sin margen para la confusión, y el resultado es una ciudad que vemos cambiar a sobresaltos, como a través de un estroboscopio demasiado lento. A nuestro recuerdo congelado y bien delimitado viene a reemplazarlo, meses después, una imagen nueva que puede parecerse más o menos a la que habíamos atesorado, protegida en la memoria. Una memoria que, precisamente por estar protegida de las inclemencias del tiempo, tenemos mucho más a mano que la que yace sumergida en un montón de experiencias cotidianas más recientes; pero que se volatilizaría al contacto desnudo de la realidad cotidiana. Quizá por eso recomienda el poeta no volver al lugar donde se ha sido (pero no se ha seguido siendo) feliz: el contraste puede ser violento, corrosivo.
Entre dos viajes a la ciudad, mi Astorga permanecía inmóvil durante meses para reanimarse de súbito con cada nueva llegada, y hasta mi nueva partida, con la que entraba en otro largo letargo imperturbado: las mismas piedras y los mismos paisajes, parecidos rituales, los mismos viejos edificios, similares paseos y negocios. Las novedades, que los astorganos a tiempo completo han tenido tiempo de vivir, digerir y quizá olvidar —un negocio que estaba el verano pasado pero ha cerrado sus puertas, o un rótulo flamante en un lugar inesperado, “esto era…”, un edificio surgido o surgiendo de la tierra, un solar vacío que no recordaba haber advertido, una ausencia que alguien evoca distraídamente en la conversación—, se acumulan y se condensan al llegar. Se vuelven un recordatorio súbito del tiempo que inadvertidamente pasa.
Las fotografías son otra manera de romper o desafiar el hechizo del movimiento permanente y su obstinada carrera hacia el olvido. Una manera más democrática, tan al alcance de los que llegamos de vez en cuando a Astorga —y tenemos a disposición el inventario detallado de sus novedades, que nos saltan a la vista— como de los que la ven cambiar en directo y en continuo, sumergidos en ella. Una manera de intentar, si no parar el tiempo, al menos aminorar sus estragos: de capturar un sucedáneo de momento al que poder regresar a placer. Eso pretendemos al hacer click: rescatar el instante, replicarlo, separarlo del flujo de tiempo en el que ya se ha perdido para guardarlo cuidadosamente en un estuche virtual. No sólo la imagen quedará grabada en su soporte —el paisaje, los edificios, las personas, los gestos— sino también el contexto y las sensaciones que nos rodeaban: un pedazo de nosotros mismos, una pequeña parte del mundo —que quizá no aparece inmortalizada, sino que permanece oculta detrás de la imagen— en el que la fotografía tuvo lugar; todo lo que nos gustaría evocar, todo a lo que nos gustaría volver al mirar la imagen una vez imprimida, revelada o iluminada en una pantalla, que es como ahora contemplamos la mayor parte de las fotos que tomamos. Este último propósito está impregnado de melancolía, porque en último término aspira a un imposible. Los recuerdos, también los que se inmortalizan en imágenes, se gastan lentamente —o quizá se adaptan— cuando se vuelve sobre ellos más de la cuenta.
La magia no funciona cuando las palabras se usan en vano, advierte una gran cuentista; el aviso vale también para las imágenes, tanto las grabadas en la memoria como las reflejadas en una fotografía. Se toman para preservar una memoria, para mantenerla al abrigo, pero cambian imperceptiblemente con nosotros en cada ocasión en que echamos mano de ellas. Dejan de ser vehículos instantáneos a otro tiempo y otro espacio, o a otro tiempo en el mismo espacio, y pasan a integrarse en la vida cotidiana. Se distorsionan, se confunden, se superponen y se cruzan en ellos otras memorias y otras sensaciones, otras evocaciones imprevistas: pasan de estar en los márgenes de la vida, como figurados refugios para momentos de tormenta o de incertidumbre; a formar parte de su flujo, a dejarse arrastrar por ella, a confundirse con el resto del caudal, como imágenes circulando por la retina a demasiada velocidad. Tiene que ser así, porque la memoria de los mismos hechos, de las mismas imágenes, de las mismas fotografías, es distinta para quien la tomó y para quien la mira, para el que la vivió y para quien la escuchó contar. Es distinta para quien se tropieza con un recuerdo o con una imagen después de largo tiempo, y para quien vuelve sobre él o sobre ella de manera rutinaria. Cambia incluso, inadvertidamente, para quien la cuenta y la rememora una y otra vez, a distintas personas, en distintos momentos.
La aparente irrefutabilidad de las fotografías no debería confundirnos. En las primeras páginas de El principito, éste le pide reiteradamente al narrador que le dibuje un cordero; todos los intentos de éste son insatisfactorios para el niño, hasta que decide dibujar una caja en cuyo interior, le dice al pequeño príncipe, se encuentra su cordero, tal y como éste lo imagina y lo busca. Sólo entonces el niño sonríe conforme. Como en el dibujo de la caja que contiene exactamente su cordero, una imagen, una fotografía puede ser sólo el envoltorio que contiene, escondiéndolos, todos los corderos, todas las memorias, todas las evocaciones de aquellos que se recuerdan en ella, en el mundo o en el tiempo que la rodeaba. Eso es lo que nos permite, como le permitía al principito, darnos por satisfechos con una fotografía que es la misma para todos, pero distinta para cada uno: cada uno sabe —y sólo él sabe— lo que busca y lo que encontrará en ella. La memoria está viva porque cambia con nosotros, porque la cambiamos sin querer, y sin decírselo a nadie, al servirnos de ella, aunque (incluso cuando) intentemos atraparla y encerrarla en imágenes fijas, en cajas de colores.
Este es un libro de imágenes y de memorias de Astorga que recorren más de un siglo de historia. La ciudad ha cambiado y estas páginas dan testimonio elocuente de ello, pero sigue siendo ella misma y por eso, también, tiene sentido presentarlas juntas. Las imágenes están contadas —en ambos sentidos, el numeral y el narrativo; dotadas de un número y anotadas—; pero las memorias están ocultas en ellas y hay tantas como fotógrafos y lectores, como corderos posibles en la caja de otros tantos Principitos.
Corresponde, pues, al lector entornar los ojos para descubrirlas o apropiárselas a través de las fotografías, fantasear con ellas, completarlas, conectarlas con la Astorga de hoy o con la suya propia de cualquier tiempo. La mayor parte de las imágenes se tomaron cuando yo no había nacido, pero reconozco —como reconocerán los lectores— lugares y estilos, paisajes y horizontes, piedras y escenas, aires y olores de la ciudad que fue, y de la ciudad que es y ha sido en mi vida. Tanto si es para evocar o volver a algún momento o algún rincón concreto, como si es para restablecer alguno de los hilos invisibles entre presente y pasado, o para asomarse a la historia de una ciudad bimilenaria y buscarla entre sus callejuelas, este libro es una buena forma —a la vez puerta y guía— de adentrarse en las Astúricas que fueron y confluyeron en la Astorga que es. Que en algún sentido somos todos los que hemos tomado parte en ella.
(Este texto pertenece a la presentación del libro «Regreso en color a la Astorga eterna», de fotografías históricas de la ciudad de Astorga (León), recopiladas, seleccionadas y comentadas por Juan Antonio Cordero Alonso, editado por las Ediciones del Lobo Sapiens, que se presentará el sábado 7 de diciembre, en los salones del Hotel Gaudí de Astorga.)