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Mientras tantoCorderos, lobos y perros pastores

Corderos, lobos y perros pastores


Suena Long walk home,

de Bruce Springsteen

 

Antes de que llegara a nuestras pantallas ya nos alcanzaba el eco de la controversia generada en torno a la última película dirigida por Clint Eastwood, El francotirador (American Sniper, 2014), de manera que antes incluso de verla se nos anticipaba un debate en el que, quisiéramos o no, nos veíamos casi obligados a posicionarnos de forma radical y no ya para defender o atacar una película sino ciertos valores morales o ideológicos. Al final, mucho ruido y pocos nueces. Y además, lo que parecía que se convertía en un ejercicio de justificación de uno mismo al comentar una película perdía cualquier sentido al comprobar que la polémica venía de gente como Michael Moore ¿todavía hay alguien dispuesto a tomarse en serio a semejante caradura y manipulador que se hace pasar por cineasta comprometido?, el actor-director Seth Rogen –cómico en apariencia tan descerebrado como los personajes cinematográficos que le han hecho famoso o el insigne Noam Chomsky, reputado filósofo, y suficientemente vanidoso como para opinar sobre una película que reconoce no haber visto. Al final, resulta que no hay debate, aunque, eso sí, siempre es interesante que este se plantee.

 

 

 

No es la primera vez que ocurre, y por supuesto no será la última. Sin embargo, que la película se base en la autobiografía de Chris Kyle, considerado el mejor francotirador de la historia del ejército estadounidense, y por ello considerado un héroe nacional, y que el marco histórico del relato sea, como no, la discutida (discutible) guerra de Irak, parece avivar el fuego. Así pues, defender la película implica estar con ellos, con los verdugos, mientras que arremeter en su contra, tachándola de belicista, fascista y hagiográfica, conlleva solidarizarse con las víctimas. Una ecuación simple a la que, desgraciadamente, cada vez estamos más acostumbrados. Afortunadamente, el cine, y el arte en general, en ocasiones, cuando realmente vale la pena, rompe con las fórmulas y se adentra en las zonas de claroscuro, ofreciendo luz donde hay sombras y ensombreciendo aquello que parece tan diáfano que jamás cuestionaríamos.

 

 

Que El francotirador sea una película que nos hable de un héroe no debería, primero, sorprendernos, y, segundo, alarmarnos, porque así es como es considerado su protagonista –y de forma concisa y precisa asistimos al proceso que le lleva a ser bautizado como “Legend” por sus compañeros del ejército y “El diablo de Ramadi” por sus enemigos. Otro asunto sería que tanto Eastwood, como su guionista James Hall, que parten de la autobiografía de Kyle, glorifiquen esa figura. El suyo es un retrato consecuente de un patriota, de un profesional, de alguien convencido de ejercer ese papel de perro pastor que protege el rebaño de los lobos, y que tanto le ha inculcado su figura paterna. Y sí, ciertamente, ambos, cineasta y guionista, han suavizado el retrato de su personaje, pero, ¿a caso no estamos hablando de un personaje filtrado por la ficción?, ¿resulta necesario acentuar el, por otro lado, lógico belicismo de Kyle o su visión sesgada y condicionada de la guerra de Irak?, ¿hubo alguna queja cuando se decidió suavizar el personaje excéntrico y paranoico, paradigma del ultra conservadurismo, de Jean Du Pont en la espléndida Foxcatcher (Idem, 2014)?

 

El francotirador aprovecha la figura legendaria y trágica de Kyle para reflexionar en torno al mito sobre el cual se edifican el ideario y las emociones, más susceptibles y atávicas, de una nación pero a la vez para revelarnos su reverso, sus sombras. Estamos, por lo tanto, de nuevo en territorio Eastwood. Estamos, otra vez, tras los pasos de William Munny, perseguido por su maldita leyenda, aquella que le recuerda continuamente, carcomiéndole la conciencia, como un implacable asesino de hombres, mujeres y niños. Y como en Sin perdón (Unforgiven, 1992), no hay aquí el mínimo gesto hagiográfico. Y estamos, también, adentrándonos en la trastienda de la Historia oficial, tal y como hacíamos al descubrir la falacia que se hallaba tras una imagen icónica de unos soldados coronando una colina japonesa y enarbolando una bandera estadounidense tal y como nos contaba Banderas de nuestros padres (Flags of our fathers, 2006). Con El francotirador, Eastwood recupera, renunciando, para bien, a la ideologización más simple, algunos de los aspectos más interesantes de su filmografía. Y también los más bellos.

 

 

De nuevo, pues, las luces y las sombras; de nuevo, la epopeya pero también el drama íntimo. El francotirador bascula hábilmente, aunque tal vez de forma algo esquemática, entre una y otra. Sin embargo, eso ayuda a establecer la dialéctica. A cada viaje a Irak –en total cuatro- corresponde una estancia en casa. A cada visita al infierno de la guerra le sigue, no la paz del guerrero, sino las llamas de un infierno doméstico. “El mal está en todas partes” le responde un compañero de Kyle cuando este señala Irak como el epicentro del mal que azota el mundo. Sí, el mal está en todas partes, y en el interior de uno mismo parece, por un instante, apuntarnos Eastwood. Y así nos lo confirmará la propia Historia con un destino cínico que nos traerá la tragedia.

 

Frente a la grandeza heroica del protagonista –reconocido por sus compañeros pero también por excombatientes que han vuelto a casa mutilados física y emocionalmente- Eastwood nos ofrece un preciso contrapunto en sus relaciones familiares, en sus encuentros con otros militares, pero también en una progresiva toma de conciencia que se va desarrollando a lo largo del relato de forma sutil. Ahí están el rechazo de Kyle cuando, después de que este haya abatido a un niño que llevaba un proyectil, un compañero quiere compartir el entusiasmo por haber evitado un atentado. Ahí está el gesto contrariado de Kyle, en situación parecida, cuando un niño recoge un lanzagranadas después de que haya abatido a un hombre que se disponía a atacar a tropas estadounidenses. El niño abandona el arma y Kyle suspira aliviado.

 

 

Ciertamente, El francotirador está aquejada de cierta arritmia, sobretodo al inicio donde resulta redundante al explicar todo el proceso de entrenamiento –visto una y otra vez por el espectador en otras películas o series televisivas-. Tan solo el montaje paralelo en el que vemos como Kyle va mejorando su puntería y como va conquistando a su futura esposa, Taya, resultan dramáticamente pertinentes. Pero acusar al film de repetitivo sería no comprender como su estructura dramática necesita reproducir ese proceso para establecer la correspondencia con la evolución de la psicología del protagonista. Es necesario que sea reiterativa para acabar transmitiendo la sensación de un personaje que acaba encerrado en sí mismo.

 

Kyle se traslada cuatro veces a territorio iraquí, autobligado siempre a volver, por su compromiso para con su país –las obligaciones del perro pastor-, y también por su incapacidad para asumir otros compromisos, los del esposo, los del padre y los del amigo. Y a cada nueva estancia en Irak la puesta en escena de Eastwood adquiere unas formas que dibujan una guerra cada vez más confusa y abstracta. Primero es la noche y la imposibilidad en la oscuridad de discernir si los asesinatos están legitimados por el arte de la guerra o no. Después, llega la tormenta, de arena, y la invisibilidad de todo lo que hay en el encuadre. Las figuras resultan simples esbozos que parecen devorados por la propia imagen.

 

 

Dos imágenes, finalmente, resultan imprescindibles para terminar de apreciar en El francotirador un regreso del Eastwood más inspirado, y acertado. Y curiosamente ambas parecen salirse del género bélico que alimenta la película. En la primera, propia del western, y a la que hay que achacarle cierta salida de tono, lo enfatizada que está resuelta, es aquella en la que Kyle liquida al francotirador iraquí, convertido como él en leyenda, y que funciona como némesis del propio protagonista. Su muerte parece servir de alivio para ahuyentar sus propios fantasmas. Y sin embargo, todavía queda lo más duro: la vuelta a casa. A eso remite la otra imagen, y no tiene a Kyle como protagonista, sino a su esposa, en un plano que sería propio de un melodrama japonés. Mientras cierra la puerta de casa al despedir a su marido –al fin aparentemente ha recuperado a su esposo y padre de sus hijos el plano se va fundiendo lentamente a negro. Solamente después, la realidad misma, a trav´és de imágenes documentales, nos revela el trágico destino. Eastwood, de nuevo, como en sus grandes historias de amor entre fotógrafos y amas de casa, o en los relatos que hablan de relaciones paterno-filiales entre entrenadores y boxeadoras o entre fugitivos y niños, vuelve a emocionarnos. 

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